METRICOOL

lunes, 7 de agosto de 2023

BOCADO TEMPLADO




Tenía ganas de comer y decidí comerte a ti. Pero antes quise enfriar tu piel. Bocado templado.

 

domingo, 6 de agosto de 2023

"SAN FERMINES"



Con los nervios a flor de piel, entre cántico y cántico, salto e intento estirar los músculos de las piernas preparándome para el encierro. Los pantalones blancos, elásticos, impolutos y acertados, las zapatillas deportivas, la camiseta, el pañuelico al cuello y “El Diario de Navarra” del día anterior son todo mi atuendo. No es mi primer encierro en Pamplona, pero reconozco que siento los mismos nervios que la primera vez que lo corrí, hace ya unos cuantos años. Los encierros de esta pequeña, pero maravillosa ciudad, imponen y la ponen en lo más alto del escalafón de ciudades con encierros de toros bravos.

Hay mucha gente en el recorrido, si bien las calles no están abarrotadas. Se nota que no es fin de semana. Los toros de Jandilla esperan ajenos en los corrales de Santo Domingo cuando comienza la tercera y última plegaria al Santo Patrón rogándole protección en la peligrosa carrera, tras lo cual se oye el silbido agudo del cohete y unos segundos después la explosión del mismo en medio del cielo azul, desvaneciéndose en una nube de espeso humo blanco. Anuncio de que el festejo comienza, sin retorno.

Los pastores abren las puertas de los corrales de par en par y los cabestros, guiados por su propio instinto, buscan la salida y comienzan a galopar cuesta arriba seguidos por los seis imponentes toros.

La carrera limpia, pero peligrosa, avanza por su histórico recorrido. Se oye a lo lejos el alboroto de los corredores novatos que, dejándose llevar por el jaleo, echan a correr nerviosos sin haber atisbado, ni de lejos, las astas de los morlacos.

El grupo es cada vez más tupido y ahora sí suenan los cencerros de los bueyes que guían y protegen a la camada de los bravos bóvidos. Los badajos se agitan golpeando con fuerza los latones a cada salto de los mansos y las pezuñas de todos los animales retumban cuando chocan contra el duro suelo.

Empieza mi carrera e intento mantener el alto ritmo que trae, a pesar de llevar ya unos cientos de metros de alegre trote. Encaramos Telefónica y todo se confunde. Entro en un túnel donde lo único que veo es el hueco por dónde meterme y poder sentir el calor de la testuz de un toro a pocos metros de mi cuerpo. Intuyo espacio suficiente, veo los afilados cuernos y ese sitio reservado para mi egoísta lucimiento. Alto precio el del riesgo a ser corneado por alimentar mi ego.

Corro, corro y corro, volviendo la vista atrás para mantener la distancia con el bicho y de fondo oigo ese murmullo ensordecedor ininteligible, donde se mezclan gritos de los corredores y de público de mil lugares que disfrutan del efímero espectáculo desde los balcones a lo largo del recorrido.

Busco salida y aprovecho la ocasión para quitarme de entre los cuernos del toro dejando hueco a otro corredor, ávido de su momento de gloria, antes de llegar a afrontar la entrada en la cuesta del callejón y, apartándome a un lado hasta sentirme libre de peligro, torpemente tropiezo y caigo de bruces aterrizando contra el suelo.

Asustado, y desconociendo si todavía quedaban animales por venir, quedo tendido como ya había hecho alguna vez, inmóvil, con la cabeza tapada y hecho un ovillo confiando que algún mozo me avise cuando pase el riesgo, sintiendo pocos segundos, que se me hicieron eternos, más tarde, el golpeteo amistoso de la palma de una mano en mi costado -vamos, levanta, ya han pasado los toros, y al girar mi cabeza y abrir los ojos te vi, sonriendo dulcemente. Me alargaste la mano y me recompuse. Gracias, cuando caes nunca sabes qué va a pasar, traté de justificarme y, sin perder la sonrisa del rostro, me dijiste, he visto tu carrera, estaba encaramada al vallado y he visto cómo has cogido toro, cómo lo has llevado y cómo has sabido salir de ahí.

Vaya, dije sorprendido, eres toda una entendida en la materia. Bueno, me gustan los encierros y, aunque no soy de aquí, no me los pierdo ningún año.

Soy Rafa, me presenté, yo Inma, correspondiste con esa angelical sonrisa y, con la sensación de conocernos desde hacía años, los dos nos sentimos tan cómodos que seguimos charlando amigablemente. No sé tú, pero yo, con los nervios del encierro he madrugado más de la cuenta, no he desayunado y la carrera me ha abierto el apetito, contestándome con una risotada divertida, bueno, yo también he madrugado para coger este sitio y sí, también tengo hambre, así que, desenfadados, nos fuimos alejando del centro en busca de una cafetería, no sin antes advertirle que no llevaba encima ni un euro, lo que pareció no importarle nada.

Yo había ido desde Madrid, como casi todos años, a casa de unos primos de mis padres, con los que teníamos una relación muy estrecha y cercana. Sin hijos, jubilados y metidos en los “ochenta”, aunque con un espíritu que para mí quisiera a su edad, estaban deseando que alguien más joven fuera y les sacara de la monotonía, de manera que se conjugaba una simbiótica relación en la que todos salíamos beneficiados. Yo disfrutaba de unos días en Pamplona y los tres salíamos a dar paseos o a almorzar algún día por ahí.

Inma, aunque afincada por avatares de la vida en un pueblo cerca de Lleida, era originaria de una localidad de la provincia de Huesca y, al igual que yo, estaba de visita en casa de unos tíos suyos, más jóvenes que mis familiares y que, a diferencia de ellos, huían de las fiestas aprovechando para hacer unas minivacaciones en un lugar tranquilo de la costa.

Este año había ido sola y, a pesar de que estaba alojada en una de las principales calles del encierro, desde dónde podía disfrutar de las carreras con una vista privilegiada, le gustaba el ambiente de la calle y buscaba el gentío que no tenía en su pueblo, por lo que prefería bajar a la calle y subirse a una talanquera para ver los toros más de cerca.

Llegamos a un bar tranquilo, con una terraza en la que nos sentamos, a pesar de que la mañana estaba un poco fresca, y dónde nos tomamos unos cafés y unos croissants. La carcajada fue sonora cuando, antes de pedir al camarero, nos miramos desconfiados, y declinamos tácitamente y casi simultáneamente los tradicionales huevos fritos con chistorra. Sinceramente, confesé, me encantan, pero me gusta comérmelos con un vaso de vino tinto y, a esta hora, creo que si me bebo ese vaso de vino caigo rodando. Reíste mientras asentías con la cabeza.

Me invitaste amablemente. Disfrutamos de divertidas confidencias y el tiempo pasó volando llevándonos a mitad de mañana. ¡Vaya! Es hora de que nos despidamos, he quedado con mis tíos para ir a tomar algo por ahí antes de la comida, pero si te apetece, estaré encantado de quedar contigo esta tarde, o esta noche, no sé, te propuse confiando que tú también quisieras que nos volviéramos a ver.

Claro que sí, me encantará, dijiste sonriendo de nuevo. Perfecto, anota mi teléfono y llámame, no llevo nada encima como te he dicho y, en un cotidiano acto, sacaste de tu mochilita tu teléfono móvil y lanzaste una llamada a mi número. Ya tienes mi llamada perdida, me dijiste, cuando sepas qué vas a hacer mándame un “WhatsApp“, yo aprovecharé para ver a unos amigos.

Nos despedimos y, como te había dicho, fui a casa de mis familiares, les tranquilicé por mi aspecto, manchado por el trompazo, me di una ducha rápida, me cambié de ropa y los tres nos fuimos paseando por los rincones escondidos y, ambientados pero tranquilos, que sólo los residentes conocen.

Esta vez sí, por capricho de mis tíos y dejándome querer, cayeron unos huevos fritos con chistorra con un vino tinto, joven, de Rioja Alavesa, que maridaba a la perfección con la contundencia del almuerzo.

No pude resistir la tentación, a pesar de no ser aficionado a ello, de hacerle una foto al plato y mandártela, respondiendo con el manido emoticono de la carcajada ladeada.

Terminamos de almorzar tarde, nos fuimos a tomar un café con su correspondiente pacharán y cerca de las tres de la tarde llegábamos a casa.

¿Qué planes tenéis preparados para hoy? Les pregunté. Ninguno, la verdad. Hoy pensábamos descansar y no salir por la tarde. Pues entonces igual salgo yo esta noche a tomar algo, les previne, pero de momento voy a echarme la siesta. Tal y como me tumbé en la cama, abrí WhatsApp y te mandé un mensaje invitándote a tomar algo por la noche. No respondiste de inmediato así que, desactivé la conexión de datos y de wifi para no ser molestado y me dispuse a dormir. Abrí los ojos y eran cerca de las ocho. Lo primero que hice fue mirar el teléfono y vi que me habías contestado hacía dos horas. Te saludé y, ahora sí, contestaste de inmediato.

Acabo de despertarme de la siesta, Inma. ¿Te apetece que quedemos a tomar algo? Claro que sí, dijiste, yo he quedado con unos amigos sobre las nueve, pero no sé adónde iremos. Vale, pues me ducho y cuando vaya a salir de casa te llamo. Así convinimos. Me duché, me vestí y al salir te llamé. Estamos en un bar que no sé cómo se llama, me dijiste, pero te mando “ubicación”, y con la inestimable ayuda de Google Maps me dispuse a buscar el sitio.

Estábamos relativamente cerca, apenas a quince minutos caminando, aunque el tener que esquivar la multitud que abarrotaba las calles me hizo tener que invertir cinco minutos más en llegar.

Por fin llegué. Estabas con dos parejas de amigos que eran de tu pueblo, pero vivían en Pamplona. Nos tomamos unas cervezas, comimos algo por ahí y serían aproximadamente las dos cuando tus amigos se despidieron, tres de ellos madrugaban al día siguiente porque tenían que trabajar y la cuarta chica, que no trabajaba, prefirió acompañar a su pareja.

Quedamos los dos solos y decidimos tomar una cerveza más. Hacía una temperatura maravillosa, eso sí, con una cazadora vaquera, aunque la verdad es que era difícil encontrar un sitio tranquilo y agradable para poder charlar.

¡Qué agobio de gente! Exclamé riendo, y sabiendo que tú disfrutabas en ese entorno. La verdad es que hay muchísima gente. Según se acerca el fin de semana, cada día se nota que llega más y más gente, confirmaste. Rafa ¿Te apetece que vayamos a mi casa? Estoy sola y estaremos más cómodos, tengo alguna cerveza en la nevera y podremos charlar sin tanto jaleo.

Por un instante dudé, pero pensé ¡Qué demonios! Mis tíos no me esperan, no tengo compromisos y, para qué negarlo, Inma era una mujer morena, de ojos castaños, guapa, con un tipo bonito de proporcionadas curvas y para más Inri, simpática y divertida, con una conversación agradable e interesante y, por lo que me había demostrado, una mujer inteligente, que es lo que más me puede “poner” de una mujer.

No quiero abusar de tu generosidad y confianza, pero me encantará. Y un brillo especial iluminó tu mirada cuando me oíste decir eso.

Pues vamos para allá, y abriéndonos paso entre la gente, fuimos acercándonos a su casa. Vivía en una casa antigua y bonita, en pleno recorrido del encierro. Subimos las tres plantas del edificio y entramos en una vivienda que yo definiría como señorial. Elegantemente decorada, con un estilo personal que me gustaba, sin ser minimalistamente moderna ni obsoletamente antigua. En el salón, un gran chaiselonge era el rey de la estancia, pero reparé en una silla que, no sé si por el diseño o por el material, disparó mi imaginación hacia la vertiente más lujuriosa buscando darle usos poco inocentes. Era de madera maciza, se intuía robusta y con un gran respaldo liso, alto y sin ningún grabado ni dibujo, sólo con el canto torneado en la parte más alta que remataba el mismo.

Nos sentamos en el sofá y comenzamos a charlar. De fondo se oían las conversaciones entremezcladas de la gente, risas escandalosas e incluso gritos, pero estábamos mucho más cómodos que en cualquier bar.

¿Dónde está esa cerveza que me ofreciste? Te pregunté guasón. Ahhh ¿Pero todavía te quedan ganas de más? Contestaste “a la gallega”. Ahora mismo te traigo una. Y levantándote te dirigiste a la cocina. No te acompañé, principalmente porque no era mi casa, era la primera vez que estaba allí y nos habíamos conocido ese mismo día, y no quería que pensaras que me entrometía dónde no me llamaban, aunque bien pensado, habías sido tú la que me había invitado. En cualquier caso, aproveche tu breve ausencia para, eso sí, tomarme la libertad de quitarme las deportivas, lo que advertiste en cuanto regresaste. ¡Vaya, el señorito se ha puesto cómodo!, me regañaste socarrona, mientras ayudándote entre tus propios pies, te sacabas las “Converse” sin soltar los lazos de los cordones.

Teníamos un sentido del humor muy parecido, bromistas, irónicos y con dobles sentidos en las frases, pero sin malas intenciones.

Inma, me has caído muy bien y te estoy infinitamente agradecido por lo de esta mañana, te confesé. Ahhh, ¿Por el café y el croissant? No tiene importancia, contestaste haciendo de nuevo gala de ese arte para articular frases con doble sentido. No pude evitar reírme, tuviste suerte que no me apeteciera un almuerzo en condiciones, te hubiera salido más caro. Y en un alarde de bravuconería me dijiste: te hubiera invitado a una mariscada, y los dos estallamos en una poco elegante carcajada.

A la vista estaba que las buenas sensaciones entre nosotros eran recíprocas y, mientras decapsulábamos esos botellines de cerveza no dejamos de mirarnos fijamente a los ojos.

Serví esas “Paulaner” de trigo en las dos copas que trajiste, le dimos un generoso trago a la densa cerveza y seguimos charlando.

La animada conversación hizo que, poco a poco, y sin ser conscientes, fuéramos acercándonos el uno al otro, hasta que, cuando reparamos en ello, estábamos en contacto físico y con nuestros rostros a unos centímetros de distancia. Habías puesto una pierna sobre la mía, teniendo que remangarte discretamente el vestido que llevabas, acariciabas mi brazo cuando hablaba, en signo de confirmación y yo, como si fuéramos pareja desde hacía tiempo, te masajeaba el pie que tenía sobre mi muslo.

Lo inevitable no quisimos evitarlo y nuestros labios se buscaron rozándose y provocándote una sonora y profunda inspiración. Entreabrimos las bocas y nos fundimos en un cálido beso sellado por la rúbrica de nuestras lenguas que, descaradas, asomaban, se buscaban y enredaban mientras nuestros cuerpos se templaban.

Las manos no mantuvieron la compostura. Mientras, a la vez que te acariciaba con sutileza el cuello, recogía tu melena detrás de tu cabeza, tú aflojabas, bajo mi camiseta, el cinturón que llevaba puesto. La excitación de nuestros cuerpos comenzó a manifestarse indisimuladamente, con un irreverente abultamiento en mi bragueta y con tus pezones marcados como botones a través de tu vestido.

Nos recompusimos unos segundos sin dejar de mirarnos, recuperamos el aliento perdido, le dimos otro largo trago a la cerveza y buscando en un bolsillo de tu vestido encontraste una goma de pelo con la que te hiciste una coleta.

Sin tregua para más reposo, apoyaste tus manos en mi pecho y me empujaste provocando que quedara tumbado en el chaiselonge. Arrastraste tus manos sobre mi camiseta y descubriste mi vientre, desabotonaste mi vaquero y, con fuerza, tiraste de los pantalones hasta que me los quitaste por completo, quedando ante ti con un bóxer de lycra negro. Me quité la camiseta yo mismo, dejando mi cuerpo solo vistiendo el deformado calzoncillo por esa brutal erección.

Te abalanzaste sobre mí y volvimos a besarnos ansiosamente, pero la intensidad del ósculo fue mermando y metamorfoseándose en un romántico beso. Lentamente, entre roce y roce de los labios, fuiste distrayendo el camino de tu boca, que comenzó a recorrer mi cuello, descendiendo por mi pecho, alcanzando mi abdomen y deteniéndose en la frontera que la lycra marcaba.

Y confiado en que me liberarías de la poca presión que sobre mi ejercía la elástica prenda, me sorprendiste dándome un calculado mordisquito en el tronco de mi miembro a través del bóxer. Me estremecí un instante, levantaste la cabeza mirándome a los ojos y sonreíste perversamente. Sólo dijiste –tranquilo, y seguiste mordisqueándome hasta que, a través del calzoncillo, traspasaron unas gotas de ese líquido que involuntariamente expelo cuando mi excitación es máxima. Al ver el círculo brillante y viscoso no tuviste mejor idea que darme un último, por el momento, mordisco en la punta de mi polla, que ya palpitaba nerviosa e inquieta.

Inmediatamente después, mordisqueaste mi vientre desnudo mientras, agarrando mi calzoncillo por mis caderas, lo arrastraste por mis piernas hasta que me lo sacaste por completo.

Mi erección se erguía ante ti, tintineante y con suma habilidad, te inclinaste sobre ella engullendo mi masculinidad hasta donde tu garganta te permitió.

Diosssssssssssssss, me vas a destrozar, fue lo único que acerté a decir, y mientras seguías mirándome a los ojos, comenzaste a retirarte lentamente, hasta que entre tus labios quedó mi hinchadísimo glande. Lo lamiste con deseo mientras con tus manos arañabas mis muslos, desde mis caderas hasta mis rodillas, una y otra vez, perfectamente sincronizadas con las succiones que tu boca aplicaba en la punta de mi sexo, haciéndome sentir que me ibas a arrancar el alma.

Seguidamente comenzaste a masajear mis testículos, que sentía hinchados y pesados por la excitación acumulada. Los movías con maestría en la palma de una mano, mientras con la otra explorabas territorios más íntimos que encontraste sin dificultad cuando me hiciste levantar una pierna y apoyar el pie sobre el respaldo del sofá.

Sentía mi verga empapada, mis huevos hinchados y una ligera humedad, por el hilillo de tu saliva que resbalaba por mi ingle derecha y, sin advertir, con la yema de un dedo recogiste parte de ese reguero y lo llevaste hasta mi esfínter que comenzaste a masajear dibujando círculos sobre los anillos de mi ano. Sentía la yema de tu dedo resbalar con suavidad y aplicar una medida presión hasta que esa presión comenzó a aumentar progresivamente y, al tiempo que me apretabas fuerte las pelotas, invadiste mi culo con tu dedo haciéndome gruñir como una bestia.

Eso es, Rafa, gruñe y goza, me dijiste. ¡Para!, ¡Para! te rogué y por suerte para mí paraste. ¡Joder!, podría correrme en cualquier momento, te aseguré y sarcásticamente contestaste ¿Eso estaría mal? No estaría mal, pero a mí también me gusta dar placer.

E incorporándome y cogiéndote de la coleta, tiré de tu cabello hacia atrás haciéndote levantar la cabeza y te besé en un gesto de masculina dominación. Es mi turno, anuncié. Y comencé a desabotonar el vaporoso vestido que llevabas, lo que hizo que los tirantes cayeran por tus brazos, dejando el vestido arrugado en tu cintura. Llevabas un sostén de encaje, con unos dibujos florales, muy liviano y nada recargado, con unos tirantes de esos transparentes, creo que, de silicona, que apenas se ven, que protegía unos senos que intuía generosos.

Te invité a ponerte de pie, frente a mí, con un gesto de la mirada y lo entendiste rápidamente. En el momento en que te levantaste, el vestido cayó a tus pies, y te ayudé a quitarlo de ahí para evitar pisarlo. Te tenía frente a mí, cual Venus de Milo, con un bonito sujetador que estaba deseando soltar y con una braguita tipo culotte a juego. La transparencia de tu ropa interior enseñaba tus areolas tostadas y tus pezones erguidos y tu pubis se dibujaba recortado y definido.

Sin levantarme del sofá, apoyé mi cabeza en tu vientre y comencé a darte besitos a la altura del ombligo, moviendo mi boca de una cadera a otra, descendiendo lentamente, hasta hundir mi rostro en tu pubis, inhalando el aroma que tu excitación desprendía.

Tiré del culotte hacia abajo y me ayudaste a quitártelo levantando ligeramente los pies. Tienes un coñito precioso, cariño, y ayudándote a levantar una pierna, apoyé tu pie en mi hombro y acerqué mi cabeza a tu entrepierna. Apenas había rozado con mi lengua tus labios vaginales, un ahogado gemido salió de tu garganta y te apoyaste con las manos en mi cabeza, mientras mi boca empujaba contra ti.

Estás muy mojada, te dije, y me encanta. Comencé a lamerte sin contemplaciones, dándote largos lengüetazos desde tu perineo hasta tu clítoris, una y otra vez, alargando mi lengua cada vez más, tensándola cada vez más, frotando cada vez más fuerte, abriéndome camino hasta que mi lengua lamía sin compasión desde tu ano hasta tu vértice de máximo placer.

Esa mezcla viscosa de tus flujos con mi saliva y ese olor a excitación mantenían mi erección álgida todavía.

Me puse de pie para liberar tus tetas del sostén y entonces reparé en que por el balcón del salón comenzaba a clarear el día.

Te abracé de pie y mi polla se aplastó contra tu tripita. Levantaste un pie y lo apoyaste en el sofá mientras pasabas una mano entre nuestros cuerpos, cogías mi verga y comenzabas a frotarte, embadurnándome con la lubricante mezcla, lo que facilitaba que mi glande resbalara entre tus labios vaginales sin ninguna dificultad.

Alargué mis manos por tu espalda y con más intención que acierto conseguí soltar los corchetes del sujetador, liberando tus tetas de su prisión. Resoplé un ¡Buffffff! ¡Vaya tetas! E instintivamente llevé mis manos a sus copas para acunarlas y masajearlas, mientras seguías masturbándote con la cabeza de mi pene.

En la calle se oía cada vez más jaleo y revuelo, por lo que dedujimos que, si bien el silencio no había hecho acto de presencia en toda la vigilia, ahora se acercaba la hora del próximo encierro.

En un receso del exceso de excitación, a los dos se nos fue la mirada hacia esa silla majestuosa que iluminaba el salón. Parecía cómoda, además de estable y consistente para soportar el peso de los dos y en su favor jugaba que no tenía tapizado, lo que facilitaría su limpieza en caso necesario.

Cogiéndote de la mano te llevé hacia ella y me senté, mostrando más explícitamente mi erección. Levantaste las manos hacia tu cabeza y, mientras te soltabas de nuevo el pelo, te sentabas a horcajadas sobre mí dándome la cara.

Tus tetas quedaban a la altura de mi rostro y automáticamente llevé mis labios para besar esas dos preciosas esferas de suave y cálido tacto. Comencé a dibujar círculos sobre tus areolas, dándoles golpecitos a tus pezones con la punta de mi lengua para terminar succionándolos entre mis labios y tú, mientras tanto, movías tus caderas de atrás hacia adelante, frotándote de nuevo contra mi verga.

Llevé mis manos a tus nalgas y te indiqué el ritmo, pero querías más. Pasaste de nuevo una mano entre nosotros y, agarrando mi polla con deseo, volviste a separar tus labios vaginales con la punta de mi ariete, encaraste mi rigidez a la entrada de tu templo y, dejándote caer suavemente me engulliste en tu interior.

Y por sorpresa se oyó el cohete que anunciaba el comienzo del encierro. Y el jaleo de la calle se multiplicó exponencialmente.

Y te agarraste con fuerza al respaldo de la silla a la vez que comenzabas a mover tu culo de una manera endiabladamente placentera.

El ruido aumentaba, voces, chillidos, gritos y de tu coño salía un chapoteo difícil de reproducir.

En cada caída aplastabas mis huevos con ese culo que me estaba llevando, con sus movimientos, al mismísimo paraíso.

Tus tetas bailaban descaradas ante mi rostro mientras la multitud de los corredores parecía que estuvieran dentro de la casa.

A mi mente vino el recuerdo del efecto túnel de la carrera de por la mañana, buscando el placer de guiar el goce de la hembra que me estaba montando en ese mismo momento.

El sonido de los cencerros se aproximaba y esta vez era mi carnal badajo el que, ceñido entre tus dulces muslos, se movía y agitaba con la velocidad y en la dirección que tus caderas marcaban.

Y las pezuñas de los toros chocaban contra el duro suelo como tú hacías con mis huevos en cada embestida, aplastándolos contra el duro asiento y arrancándoles un sonido seco y cortante.

Y el alboroto comenzó a sonar como un sordo ruido de fondo, amplificando los sonidos del carnal encuentro, de tus gemidos ahogados, de mis guturales gruñidos, de nuestros sexos encharcados a punto de estallar.

Y en el momento en que, al abandonar la cara del morlaco, tropecé cayendo al suelo, al distraerme con tus nalgas y con tus tetas me sentí caer justo cuando te desagarrabas corriéndote sobre mí a la vez que me desbordaba inundándote con mi lechosa esencia.

Y caíste sobre mí dejando de saltar, aplastando tus tetas en mi pecho y acomodándote con mi polla todavía en tu interior. Nos besamos, estábamos sudados, pero complacidos.

El murmullo de la gente iba poco a poco difuminándose.

Esa vez fui yo quien te dio unas palmadas en el costado. Vamos, levanta, ya han pasado los toros.

Otro encierro, me dijiste. Otra corrida, contesté.


 

sábado, 5 de agosto de 2023

HAMBRIENTO



Hay mañanas que amanezco palpitante y hambriento. Con ganas de poseerte y de comerte.

¿Me dejas desayunarte?


 

viernes, 4 de agosto de 2023

JUGUETE



Te muestro el juguete,

aceptas el reto,

encuentra el momento.

¿Te atreves?


 

jueves, 3 de agosto de 2023

OLORES



Igual que tras la tormenta siempre llega la calma, tras la pasión que alborota el alma siempre llega la paz del placer sereno.

Pasión en la que nos entregamos, compartimos y nos fundimos, compartiendo caricias, besos y abrazos.

Lenguas que se arrastran por las pieles, dejando su húmedo rastro de venenosa saliva que se mezcla con el sudor de la piel y con los elixires secretos del cuerpo que lame.

Almizcle que embriaga y lubrica, predisponiendo las mentes y los cuerpos a un apasionado encuentro de amantes sin compasión, ansiosos por descubrir el cuerpo ajeno.

Perfume que destilan los poros de la piel brillante, incienso profundo y excitante el que de nuestras entrepiernas sale.

Hasta que la fuerza mana, bruta, indisciplinada y salvaje, acompasando caderas, reventando nuestros vientres, inundando nuestros cuerpos y dejando en las yemas de nuestros dedos impregnado el aroma del visceral encuentro, como señal indeleble de los rincones recorridos, explorados y complacidos.

Olores que lo dicen todo y que penetran en tu mente adueñándose de tu recuerdo, como te penetraba anoche adueñándome de tu cuerpo.

Aroma que en nuestra cabeza dibuja gemidos, vaivenes y coloridos éxtasis.


 

miércoles, 2 de agosto de 2023

HAY DÍAS



Hay días en los que el amanecer toca a la puerta de tu sueño vestido de mujer, envuelta en sutiles prendas de gasa. Días en los que reacciona ante la luz tu más íntima anatomía. Días en los que despiertas con una excitación sobrecogedora, con tus pupilas brillando de deseo, con el olfato afinado para percibir todos los estímulos, con tu piel caliente y sensible, con tu sexo deseoso y preparado para batirse en duelo con la más apasionada mujer. Hay días en los que despiertas desconcertadamente excitado sin causa aparente… o quizás sí que la hubo y fuiste tú la protagonista de mis sueños.


martes, 1 de agosto de 2023

CAFÉ DE MAÑANA


El calor tropical de la noche no nos hubiera dejado dormir si no hubiera sido por nuestro tórrido final de velada.

Después de cenar y de haber satisfecho nuestras necesidades alimenticias, dimos rienda suelta a la imaginación para satisfacer nuestras expectativas más carnales y, haciendo un alarde de improvisación, olvidamos viejos prejuicios para abandonarnos a disfrutar.

Habíamos abierto los ventanales correderos del salón que dan acceso a la terraza del jardín y apenas se notaba una ligera brisa, por lo que decidimos salir fuera a disfrutar de un helado.

Estábamos vestidos muy informalmente, con la ropa cómoda que solemos llevar para estar por casa, camisetas viejas y estiradas por el tiempo y los lavados, esas que todas las semanas cuando van a la lavadora pensamos que vamos a destinar para trapos pero que, no se sabe muy bien porqué, o bueno, sí que se sabe, porque son comodísimas, terminamos doblando y dejando de nuevo para volver a ponérnoslas, pantalones cortos y descalzos, que es como más nos gusta estar por casa.

Estábamos en las tumbonas, con el respaldo incorporado, comiéndonos nuestros helados, fríos y cremosos cuando al llevar una cucharada a tu boca hiciste caer el helado sobre tu camiseta, lo que provocó que de tu boquita de princesa saliera un exabrupto de carretero caminero que arrancó de mí una sonora carcajada.

Mientras seguías, entre lamentándote y maldiciendo en lenguas desconocidas, por terminar siempre manchándote, dejé mi helado en la mesita auxiliar, me levanté, me senté en tu tumbona e intentando tranquilizarte sellé tu boca con mis labios para que dejaras de protestar.

Accediste complacida dándome tu aprobación con los giros de tu lengua, que se abría paso en busca de la mía mientras tiré desde los costados de tu camiseta hacia arriba quitándotela y dejando a la vista tus pechos libres, que reaccionaban bailando alegres con cada movimiento de tu cuerpo, escena que me parecía de lo más bonita e hipnotizante.

Alargaste tu mano hacia la mesita auxiliar para dejar tu copa de helado y aproveché para hacer lo mismo y recoger la mía y, sin preguntar, cogí una cucharada de helado que extendí por las comisuras de tus labios e, instintivamente, sacaste tu lengua para limpiarte tropezando con la mía que comenzaba a lamerte el rostro hasta eliminar todo rastro del cremoso postre.

Nos miramos a los ojos y nuestras miradas hablaron, nuestras bocas asintieron dibujando una discreta sonrisa y nuestros cuerpos comenzaron a manifestar signos evidentes de un deseo más que evidente de seguir tomando el postre.

Volví a tomar otra cucharada que extendí por tu cuello, que ofreciste dejando caer tu cabeza hacia atrás. Y esta vez el helado comenzó a resbalar por tu piel, perdiéndose entre tu escote. Alargando rápidamente mi lengua no dejé que esa gota siguiera avanzando en su camino recogiéndola, deshaciendo el recorrido andado y lamiendo el reguero del helado, pasando entre tus pechos, que disfruté por ese tacto aterciopelado que sentía en mi rostro, con esa calidez y esa dulzura que me atrapaba queriéndome impedir seguir, hasta alcanzar tu cuello, que lamí y succioné hasta dejarte limpia.

Sentí tu corazón latiendo con fuerza y tu respiración entrecortándose mientras se te escapaba algún gemido, signo inequívoco de que estabas disfrutando del singular postre cuando sentiste mis dedos, cogiendo por tus caderas el short que llevabas puesto junto con el elástico de tus braguitas y, levantando tu cabeza y mirándome fijamente, sin articular palabra, hiciste palanca con tus talones y tu espalda, elevando tus caderas, para que las prendas salieran sin dificultad.

Tu cuerpo quedó a mi antojo desprovisto de cualquier adorno, salvo de tu belleza natural.

El helado estaba cada vez más líquido, pero, aun así, cubrí con él tus areolas y pezones que, al contacto con el fío postre, comenzaron a inquietarse manifestando su sensibilidad con una delicada turgencia. Y me dispuse a dibujar círculos sobre tus pechos con la punta de mi lengua, recogiendo el helado, saboreándolo, lamiéndolo y lamiéndote hasta dejar tus tetas impolutas y tus pezones erguidos, no pudiendo despedirme de ellos sin agasajarlos con una ligera succión entre mis labios.

Yo había comenzado a transpirar y mi excitación era obvia, así que, motu proprio, me quité la camiseta, las bermudas vaqueras y el bóxer, quedando así los dos en igualdad de condiciones, totalmente desnudos.

Todavía quedaba algo de helado en mi copa. Ayudándote, reclinamos por completo el respaldo de tu tumbona y quedaste yaciendo boca arriba. Cierra los ojos, te indiqué, obedeciendo de inmediato. Desde las copas de tus pechos dibujé dos senderos de helado, que como riachuelos se desdibujaban por tu vientre camino de tu ombligo, donde convergían y desde el que continuaban, ya convertidos en río en dirección a tu pubis que, muy lentamente, iban regando.

Y mi lengua entro en acción, lamiendo tus tetas con cuidado y, lamiendo de abajo hacia arriba, limpiando tu piel por medidos tramos. Primero de tu ombligo a tus pechos, continuando de tu pubis a tu ombligo, dejando para el final tu rincón más sabroso.

Habías separado tus piernas y sentiste un lengüetazo, lento y largo, que con la presión justa se arrastraba desde tu perineo hasta tu clítoris, haciéndote suplicar un alargado “Diiiiiioooooooooooosssssssssssssssssss” que me llegó a estremecer.

No pudiste, ni evitaste, mover tus caderas buscando la fricción de tu coño con mi rostro, y mi lengua se afanó por asear todos los rincones del templo que estaba deseando profanar.

¡Paaraaa, paaraaaa, para que me corro!, me dijiste temerosa por terminar antes de lo deseado el festival de sensaciones y, empujada como por un resorte, te incorporaste buscando ansiosa mi cuerpo que ya exhibía una desmedida erección

Vamos, cariño, túmbate, me dijiste con un tono realmente lujurioso y de inmediato me acomodé mirando al cielo en la tumbona.

Cogiste la copa de tu helado y, con la cuchara, dejaste caer unas gotas de tu postre sobre mis pequeñas tetillas, que no tardaste en lamer, intentando mordisquear mis pequeños pezones que ya habías despertado de su letargo.

Continuaste con tu tortura sobre mí calmando así tu revancha, avanzando por mi torso hasta alcanzar mi abdomen.

El helado, cada vez más líquido, aún seguía estando lo suficientemente frío para sentir la diferencia de temperatura en mi cuerpo.

Sentía tu aliento abrasando mi piel en contraste con el frío que todavía mantenía el postre, no pudiendo evitar encoger el estómago y tensar mis músculos más íntimos, haciendo que mi verga se irguiera irrespetuosamente, lo cual no pasó desapercibido para ti y, maliciosa y hábilmente, haciendo un perfecto círculo con tus dedos índice y pulgar, anillaste mi polla por la parte más próxima a mi pubis, manteniéndola totalmente vertical y descubierta, mostrando mi hinchado y violáceo glande, terso, suave y brillante, que no tardaste en cubrir con el cremoso helado. Sentí frío y humedad en la cabeza de mi ariete, y excitación, por la sensación y por la situación y, levantando mi cabeza, vi que el helado resbalaba por todo el tronco de mi masculinidad hasta llegar a tus dedos, que desbordaba alcanzado mis testículos, que cargados, pesados y calientes, eran refrigerados por el ya licuado helado.

Y de tu boca salió puro fuego y endiablado arte que, besando, lamiendo, recorriendo y engullendo mi falo, me hizo entrar en un estado de seminconsciencia casi tántrico por la intensidad del placer que me estabas provocando.

La mezcla del frío con el calor de tu boca, que succionaba de mí absorbiendo los restos de helado me estremecía, haciéndome tensar los cuádriceps de mis piernas y apretando fuerte mis glúteos y mi esfínter para contener el placer.

Tu lengua se movía con maestría sobre los bordes de mi glande, incidiendo en los puntos que proporcionaba máximo placer. Esa sensación intensa sobre el frenillo de mi miembro me hacía desesperar y, sólo cuando observaste que expelía involuntariamente unas gotas de líquido preseminal, me dejaste reposar, no sin antes lamerlas hasta no dejar ni rastro.

Alargaste tu mano manchada para que te correspondiera, lamiéndote los dedos para eliminar los restos de helado y, cuando terminé, comenzaste a lamer el tronco de mi mástil, deslizando tu lengua por mis ingles, hasta limpiar mis huevos, pero, todavía insatisfecha, los succionaste de uno en uno en varias ocasiones introduciéndotelos en tu boca hasta que me hiciste gemir.

Vaya, parece que esto te gusta, me dijiste traviesa y, no sé muy bien cómo, cuando me di cuenta tenía las rodillas pegadas a mi pecho y, totalmente indefenso, me mostraba a ti que aguardabas sentada en la tumbona frente a mí.

Acercaste tu cabeza a mi intimidad y comenzaste a lamer con ansia, dejando caer tu lengua bajo mis testículos, que levantabas agarrándolos con una mano, lamiendo todos mis rincones, descendiendo por mi perineo y recreándote en mi delicado agujero que, ante tales estímulos, comenzó a contraerse fuerte, prolongada e involuntariamente.

Habías conseguido tu objetivo, pero todavía no estabas plenamente satisfecha, por lo que con acrobático estilo te pusiste a horcajadas sobre mi rostro, dejando al alcance de mi boca tu preciado tesoro.

Alargué inocentemente mi lengua hasta rozar tus labios vaginales, que estaban plenamente abiertos y desplegados, pensando que era mi botín, cuando volví a sentir tu boca succionando con fuerza mi glande. Habías orquestado, unilateralmente, un majestuoso “sesenta y nueve”, dejándome a tu flor a mi alcance, pero haciéndome saber que eras la dueña de mi capullo.

Apenas fueron unos segundos de besos, lamidas y succiones, los suficientes para quedar en igualdad de condiciones hasta que, de nuevo por tu propia decisión, pensaste que había llegado el momento de buscar el fin a tan prolongada tortura.

Volteándote y, todavía con una pierna a cada lado de la tumbona, te desplazaste hacia atrás mientras me mirabas a los ojos, hasta calcular el lugar exacto desde el que comenzar a descender y buscar el acople de nuestros excitados cuerpos.

Sentí el abrasador y viscoso tacto de tus flujos sobre mi masculina erección y cómo comenzabas a frotarte moviendo tus caderas de atrás hacia adelante y viceversa. Ese gesto no era desconocido para mí, pero se prolongó unos segundos más de lo habitual y mientras contemplaba tus tetas bamboleándose pensé que te estabas pajeando conmigo sin el más mínimo reparo.

¿No quieres tenerme dentro? Te pregunte con voz ronca y, sin decir ni una palabra, con una mano levantaste mi polla y la encaraste a tu entrada, dejándote caer con calculada fuerza hasta aplastar mis huevos con tu culo. Te quedaste quieta y, al sentir mis manos en tus caderas, comenzaste a mover tu cintura, lentamente al principio, con ritmo alegre más tarde y desbocadamente después.

Sí, vamos, sigue así, más fuerte, te pedí, a la vez que llevaba una mano a tu pubis y comenzaba a masturbarte simultáneamente.

Tu coñito se estaba licuando por momentos y sentía tu néctar resbalando por mis ingles y por mis testículos, lo cual me excitaba salvajemente.

Vamos amor, un poco más, te dije, tu clítoris se sentía hinchado y abultado, prominente y desafiante, y nuestros gemidos se acompasaban sincronizados con tus movimientos de cadera hasta que un gruñido animal salió de mi garganta y comencé a inundar tu interior con mi blanca esencia, al tiempo que gritabas un sssssssiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii confirmatorio de la llegada de tu clímax, dejándote caer sobre mi pecho.

Con tus tetas aplastadas contra mi torso te abracé, recorriendo tu sudada espalda con la yema de mis dedos mientras nos besábamos románticamente después de la menos romántica cópula.

Estábamos realmente exhaustos, pero satisfechos. Sudados y manchados por los restos del helado y de nuestros propios fluidos. Disfrutamos de esa sensación de paz espiritual y relajación muscular hasta que por obra de la naturaleza y del agotamiento natural, mi tensa rigidez se convirtió en arrugada flacidez, y resbalé de tu interior como quien por obligación abandona un paraíso.

La noche había avanzado, el calor no cedía y el cansancio acechaba, así que nos dimos una ducha fría una vez recuperado el aliento y nos fuimos a dormir.

El sol nos despertó temprano y amanecimos sudorosos. Como es habitual en mí, lo primero que hice fue poner la cafetera en marcha para saborear, y de paso despejarme, con un café recién hecho. La negra y tostada infusión caía sobre la taza, puse música suave para comenzar bien el domingo y apareciste ante mí. Nos miramos, sonreímos, nos abrazamos y nos besamos.

No sé cómo acabará el desayuno, por si acaso, que no falte un refrescante helado.



 

lunes, 31 de julio de 2023

PLAYA NUDISTA




Llegaron por separado a esa cala nudista, poco frecuentada y de ambiente tranquilo y relajado, donde casi todos se conocían por coincidir, normalmente, los mismos parroquianos en la misma arena.

Ella no había estado nunca allí pero su curiosidad innata le impelía a probar esa sensación que, en varias ocasiones, había leído que se sentía cuando la brisa acaricia tu piel, cuando el agua salada del mar se desliza por todos los rincones de tu cuerpo desnudo, cuando el sol templa tu piel en toda la extensión de tu anatomía.

Él era un asiduo de esa playa y, a su pesar, se había ganado un cierto y díscolo prestigio, del que no se sentía especialmente orgulloso, entre el resto de bañistas habituales. Conocía a casi todas las mujeres que allí estaban, y todos conocían de sus flirteos y amoríos.

La pudorosa mujer se puso en un rincón discreto, ligeramente apartado del resto de gente, extendió un enorme plaid, sobre el que colocó cuidadosamente su bolsa. Se tumbó sobre él y, comprobando que nadie reparaba en ella, comenzó a desvestirse. Se quitó los pantalones cortos, la camiseta, y se quedó con el biquini que traía puesto. No quiso desnudarse del todo porque, además de su pudor, sentía cierta vergüenza por su cuerpo, ya que le sobraban ciertos kilos pero, sin embargo, estaba tan harta de pensar en lo que dijeran los demás, de esos estándares de cuerpos perfectos, de esas modelos rubias, de pelo largo y planchado, tetas perfectas, largas y torneadas piernas, soñadas por todos los hombres, que decidió que le daba exactamente lo mismo, pensó que qué coño, ella era inteligente y divertida, buena amiga y mejor amante, por lo que armándose de valor, poco a poco, bajó los tirantes de la parte de arriba de su biquini negro, llevó sus manos a la espalda, soltó el corchete del sostén, y se desprendió del mismo, dejando sus generosos pechos a la vista en un natural topless. Se embadurnó de crema solar con factor de protección extremo porque era muy blanca de piel y no quería estar al día siguiente roja como un camarón recién cocido y se dispuso a disfrutar.

Ingenua y enfrascada en sus pensamientos para superar esas barreras que le impedían disfrutar plenamente de la tarde de playa, no se dio cuenta de que estaba siendo observada. Él, un varón seguro de sí mismo, pronto supo que ella era nueva en la cala, no sólo porque no recordaba haberla visto antes allí, sino también por su actitud inquieta y artificial, dedicando un buen rato a observarla. Él estaba, como era habitual en todos los que allí solían ir en cuanto se instalaban sobre la arena, completamente desnudo e irradiaba cierta arrogancia ya que estaba muy orgulloso de sus masculinos atributos, los cuales no pasaban desapercibidos.

Miró de soslayo a algunas de las mujeres con las que ya había tenido algún escarceo y que, desnudas, le invitaban a acercarse. No era ajeno a ese deseo que despertaba y tampoco lo era al buen recuerdo que dejaba, pero estaba hastiado de esa situación, no le apetecía la caza fácil, en su fuero interno reconocía haber caído en las tentaciones de la carne, de un desahogo sin compromiso, pero no quería sentirse un depredador. Esos fugaces encuentros le dejaban una sensación de vacío de la que tardaba días en recuperarse. Quería conocer a alguien distinto, le apetecía lo ignorado, le apetecía lo diferente, lo desconocido, lo auténtico, pero no por lo exótico, sino por encontrar alguien que no fuera tan superficial y que tuviera cierto calado intelectual. Se quedó sentado en su toalla, observándola con todo el descaro del mundo. Ella, absorta en esa nueva situación, en un momento dado sintió que estaba en la pista central de un gran circo, contemplada por toda la platea pendiente de sus movimientos, pero decidida como estaba, determinó que iba a tomárselo con calma, se tumbó boca arriba, se puso las gafas de sol, cogió el libro y empezó a leer.

Él, tras haberle concedido unos minutos para ver cómo se desenvolvía, se levantó, se acercó hasta ella y, con cierta arrogancia, después de leer el título del libro, le dijo: hola, tú eres nueva aquí, ¿Verdad? Porque esto es una playa nudista, no es textil, y estás en la zona nudista, por lo que deberías desnudarte del todo.

Ella apartó el libro, bajó hasta el puente de la nariz sus gafas de sol, que también estaban graduadas, le miró de arriba abajo, deteniéndose inconscientemente en alguna parte de su anatomía, y le dijo, ignorando su maleducado tono, sí, sé que es una playa nudista y estoy aquí para eso, pero déjame tranquila, necesito mi tiempo y me lo voy a tomar con calma.

Quedó sorprendido por la seguridad que transmitía y el tono irónico y sarcástico de su voz, con el que no estaba acostumbrado que le contestasen. Lo habitual era que, sobre todo las mujeres, asintiesen crédulas sus tesis y argumentos, no debatiéndole en lo profundo, rindiéndose todas a sus pies, bueno, a sus pies no, rindiéndose todas a él. Perplejo, la miró asombrado, apartó un poco la tapa del libro y le preguntó ¿De qué va? Y ella le contestó, ¿De verdad quieres saberlo? Y él dijo: para una persona que me encuentro que está dispuesta a hablar, sí, me apetece hablar contigo y saber de qué va el libro.

Ella se incorporó y se sentó en la toalla, él le preguntó si se podía sentar, asintió con un elegante gesto de cabeza y, puesto que el plaid era grande, se acomodó a su lado, pero respetando su espacio.

Olvidándose de que estaba desnuda de cintura para arriba, con total naturalidad empezó a hablar con él. En realidad, la actitud de macho alfa prepotente era sólo eso, una impostura, una coraza una falsa fachada que protegía su sensibilidad. Cuando reparabas en él se percibía algo, una inteligencia natural, tenía cierta delicadeza, tenía una cierta ironía y un cierto sarcasmo, pero nunca había tenido interés en desarrollarlos puesto que con su impostor papel no lo había necesitado.

Cuando se dieron cuenta llevaban hablando un buen rato. El sol estaba empezando a caer, a pesar de lo cual hacía bastante calor, por lo que él le propuso darse un baño

Relajada e integrada en ese nuevo entorno, dejó el libro en su bolsa y fueron caminando hacia el agua, separados por esa distancia de respeto, pero enfrascados en su conversación.

Rieron cómplices al entrar en el agua, nadaron unas brazadas y volvieron a hacer pie, se bañaron tranquilamente, siguieron charlando y conociéndose, lenta pero agradablemente y decidieron salir para secarse aprovechando los últimos rayos de sol.

Al llegar a la toalla se dio cuenta de que no había traído biquini para cambiarse y él le dijo: déjalo que se seque, quítatelo y déjalo que se seque, además, todo el mundo te está mirando porque eres la única que lleva puesta la braguita.

Volvió a reflexionar en su interior, si estoy aquí es por algo. Si estoy aquí es porque todo me da lo mismo en este momento, si estoy aquí es porque puedo, porque quiero y porque me da la gana y, ahondando un poco más, porque quiero superar mis miedos y saltar esas barreras y, además, aquí no me conoce nadie, así que, simplemente, se bajó el bañador hasta sacárselo por los pies. No era la mujer más delgada, no tenía las piernas más largas ni definidas, simplemente era una mujer y allí, en el centro de su feminidad, seguía habiendo vello, a diferencia de muchas mujeres que no lo tenían. A él le gustó y haciendo un esfuerzo, fue capaz de seguir hablando con ella sin desviar su mirada, disfrutando de la primera de sus mil y una noches.

Si no te importa, voy a recoger mis cosas y me pongo a tu lado, dijo él y, casi sin esperar la afirmación de la respuesta, se dirigió hacia el lado de la playa donde tenía su bolsa y su toalla.

No pudiste evitar mirarlo, caminado de espaldas, observando sus glúteos tensándose a cada paso y su marcial, pero comedido, braceo. Lo contemplaste agachándose, casi absorta cuando apreciaste la magnitud de su masculinidad al ponerse en cuclillas para recoger en su bolsa lo que había esparcido por la toalla y, cuando se incorporó y comenzó a caminar hacia de ti de nuevo, evitaste la mirada furtiva como una niña a la que acaban de descubrir espiando una intimidad.

En unos segundos estaba de nuevo a tu lado, acomodándose y sentándose en su toalla.

La tarde seguía avanzando dejando que la luna asomase y, sin pedir permiso, empujase al sol a recogerse.

La playa, poco a poco, comenzaba a quedar desierta. No había niños y que fuera víspera de San Juan propiciaba que la gente se retirara un poco antes para tener tiempo para cambiarse y bajar a la verbena que se celebraba en la celebración del estival Santo en la plaza de esa pequeña localidad menorquina.

Cuando nos dimos cuenta estábamos tú y yo solos, charlando animadamente hasta que te pregunté ¿Se ha secado ya tu biquini? No, contestaste lamentándolo.

Vamos a darnos un baño, te propuse, y disfruta de nadar sin ropa. Sorprendida, por un lado, pero agradecida por otro, puesto que realmente era lo que habías ido a experimentar, te sonrojaste un segundo y esbozando una tímida sonrisa me dijiste: vale.

Nuestros ojos se iluminaban cuando nuestras miradas se cruzaban. Los kilos que, según tú, me habías confesado que pensabas que te sobraban, dibujaban a mi vista curvas sinuosas que invitaban a ser recorridas disfrutando de ellas en cada caricia, como un motorista hace en una serpenteante carretera de montaña. Te veía tan deseable, tan desnuda, tan rotunda, que un masculino deseo comenzaba a despertarse en mi entrepierna, y no, no era por satisfacer mi ego, era porque tu intelecto había ido atrapándome y descubriéndome a una mujer excepcional, que necesitaba disfrutar en el más amplio concepto del término, que necesitaba sentirse querida, amada y deseada.

Poco a poco nos fuimos acercando al agua y, como una niña temerosa, alargaste tu mano buscando el apoyo de la mía para ayudarte a guardar el equilibrio al entrar en el mar, a pesar de que la playa era larga, cubriendo poco a poco y con el mar en absoluta calma, hasta el punto de que parecía una bonita laguna, rodeada de pinos por la parte terrestre y abierta al infinito por el lado del mar.

Caminando lentamente, inconscientemente te pusiste de puntillas cuando sentiste el agua bañar tu pubis, que quedaba con los rizos de tu vello estirados y goteando hasta que, finalmente, el agua lo cubrió por completo. Creo que hice lo mismo cuando sentí la fresca agua en mis testículos, un par de pasos más tarde, ya que mido algo más que tú, pero seguimos avanzando hasta que el agua casi cubrió tu pecho.

Volvimos a dar unas brazadas mar adentro y regresamos hasta hacer pie. Estábamos muy cerca y el agotado sol se reflejaba en el mar dibujando una estela crepuscular y fantástica. Mira, te dije, contempla como se esconde, y me puse tras de ti abrazándote por la cintura. Tu reacción fue serena pues lo único que alcanzaste a hacer fue coger mis manos, que se posaban sobre tu ombligo, con las tuyas propias. Sin pensarlo, husmeé con mi nariz en tu cuello, apartando tu cabello mojado y te besé, respondiéndome con un sonoro pero discreto suspiro.

Disfrutamos de esa puesta de sol desde el agua, contemplando como el astro rey, lenta, pero inexpugnablemente, iba acostándose en el mar, empujando por otro lado a la luna, que comenzaba a iluminar la cala con su nívea luz, dibujando, poco a poco, otra estela sobre el agua.

El agua había perdido algunos grados de temperatura, pero creo que se los habían robado nuestros cuerpos, que estaban cada vez más calientes.

Acomodado en tu espalda, y sintiendo mi aliento en tu nuca, dejaste caer hacia atrás tu cabeza exponiendo tu cuello, por lo que comencé a darte bocaditos sobre los hombros, mordisquitos en la nuca y besitos en el cuello. Tus suspiros acompañaban cada movimiento de mis labios y mis manos habían comenzado a deslizarse por tu cuerpo, sujetándote por las caderas y deslizándose por tus costados, ascendiendo hacia tus axilas, tropezando con las redondeces de tus pechos, que acuné con mimo en las palmas de mis manos y que masajeé con cuidado mientras tu respiración se iba entrecortando.

Mi masculinidad había reaccionado y, progresivamente, iba endureciéndose y tropezando entre tus nalgas. Me sentiste y me buscaste, separando tus muslos para facilitar que entre ellos pasara y, quedando con las piernas semiflexionadas para ajustarme a tu altura, comenzaste a mover tus caderas frotándote conmigo.

Era un baile endiablado en el que, en cada movimiento de tu cintura, sentía la fricción de tu entrepierna, que resbalaba sobre mi erección y me provocaba con el roce de tu vello hasta hacerme alcanzar una dureza desconocida.

En tu oído gruñía ahogando mis placeres, mientras guiabas mis caderas con tus manos, que habías llevado hacia atrás y mientras mis manos seguían masajeando tus tetas y pinzando tus pezones que, turgentes, se marcaban con descaro.

Con el sol desaparecido y la luna radiante, te giraste frente a mí y me miraste fijamente. Tu mirada había cambiado y la timidez se había convertido en seguridad. Transmitías fuerza, energía, dominio y deseo y estabas dispuesta a aprovechar esa ocasión para disfrutarla al máximo.

Me abrazaste por el cuello y comenzamos a besarnos apasionadamente, con nuestros cuerpos desnudos, ceñidos uno al otro, con tus tetas aplastadas en mi pecho, con mi erección contra tu tripita, hasta que, poco a poco, fuimos yendo aguas adentro, hasta que mis hombros quedaron cubiertos, momento que aprovechaste, junto a la ingravidez que el mar te proporcionaba, para abrazar mi cintura con tus muslos, ayudándote sujetando tus nalgas con mis manos.

Nuestras lenguas enzarzadas no cejaban en su juego, y ahora tu entrepierna quedaba expuesta a la rigidez de mi mástil que, torpemente, topeteaba entre tus muslos. Sentía los rizos de tu vello en mi glande y eso me enervaba más todavía, y me llevaba a alargar mis manos bajo tus nalgas para descubrir por completo la entrada a tus entrañas.

Estabas increíblemente guapa bajo la luz de la luna y me estabas desesperando de placer. ¿Quieres tenerme dentro? Te pregunté. Por favor, me contestaste, y en un acertado movimiento, sentí en la punta de mi glande la calidez de tus flujos y la suavidad de tu vulva, a la vez que clavaste tus talones en mi culo y comencé a enterrar muy lentamente mi verga en tu interior.

Un largo gemido tuyo se confundió con un gutural gruñido mío hasta que mis testículos quedaron en el umbral de tu túnel.

Quedé inmóvil, sintiendo como habías comenzado a contraer involuntaria, fuerte y rítmicamente tu vagina sobre mi polla.

Grrrrrr qué placer! Fue lo único que alcancé a decirte, mientras comenzabas a moverte, haciendo fuerza con tus manos y tus talones y aupada por mis manos.

La sensación era de un goce absoluto, de un coñito delicioso, de unos pezones tan duros que casi arañaban mi pecho, de una lengua virtuosa que se enredaba con la mía, de unos gemidos celestiales, de un culo salvaje, de una mujer con mayúsculas.

De un ritmo en las caderas para mí desconocido, de una pasión sin igual, de una entrega absoluta, de un placer descomunal.

Vamos, cariño, empuja fuerte, me dijiste, sabiendo que mis movimientos eran torpes y eras tú la que saltaba sobre mí, insertándose mi daga en lo más profundo de su cuerpo, una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez más rápido, cada vez más profundo.

Mis manos seguían masajeando tus glúteos, y con los dedos alargados rozaba tus ingles y tus labios vaginales, apartando con destreza tu vello para que no te molestara en las embestidas y, obscenos, buscando tu culito para acariciarlo.

Al sentir la yema de mi dedo sobre tu esfínter sentí como contraías fuerte tus músculos más íntimos a la vez que apretaste tus muslos sobre mi cintura casi con violencia. ¿No te gusta? Pregunté, pues lo único que buscaba era complacerte. Nunca me han acariciado ahí, y me ha sorprendido, pero me gusta. Muy cuidadosamente fui masajeándote, dibujando círculos sobre los anillos de tu esfínter, mientras comenzabas a recuperar el ritmo de tu trote sobre mi erección.

Cuanto más intensos eran mis círculos, más fuerte te dejabas caer. Vamos cariño, no aguanto más, yo tampoco, confesaste, y dejando de saltar, pasaste una mano entre nuestros cuerpos, comenzaste a frotar tu acolchado pubis contra el mío, restregándote mi polla en el interior de tu coñito y masturbándote el clítoris cada vez más rápido y fuerte.

Tu respiración se hizo incontrolable y, cuando la yema de mi dedo presionó tu ano, un desgarrador gemido me anunció tu clímax, mientras tu mano se agitaba entre nuestros vientres hasta quedar satisfecha.

Vamos cariño, ahora tú, me dijiste sin soltarte y, comenzando de nuevo a moverte comenzaste a apretarme interiormente haciéndome sentir que me ibas a ordeñar, mientras intentaba empujar dentro de ti hasta no soportar más tanto placer y comenzar a descargar mi semen en tu interior soltando un primitivo y prolongado gruñido.

Quedamos quietos, abrazados y todavía unidos, recuperando la respiración y calmando nuestros pulsos hasta que fui abandonando tu refugio.

Nos recompusimos como pudimos y regresamos de nuevo a las toallas, donde nos tumbamos para secarnos a la luz de la luna.

¿Se secó tu biquini? No, me dijiste, pero no importa, hoy haré otra cosa más que nunca había hecho antes, me pondré las bermudas sin ropa interior.

Seguimos hablando y ganando todavía más confianza el uno en el otro. Abandonamos la playa, dispuestos a repetir otra tarde de baño nudista, pero esa noche acababa de comenzar, era la noche de San Juan y la íbamos a disfrutar. Nos fuimos a duchar y arreglar y quedamos para cenar algo por ahí e ir a bailar a la verbena.

Fue una noche mágica, imposible de olvidar.

domingo, 30 de julio de 2023

MULTICOLORES DÍAS



Buenos y multicolores días. Disfrutad del fin de semana que se anuncia y os deseo multicolores encuentros con multicolores amantes que os proporcionen multicolores placeres.


 

sábado, 29 de julio de 2023

GENEROSA



Con tu generosidad liberaste mi alma, abriste mi vista, alcanzaste mi piel, tomaste mi cuerpo. Me abandoné a ti.


 

LA TÉNUE LUZ DEL ALBA

La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...