Con los nervios a flor de piel, entre
cántico y cántico, salto e intento estirar los músculos de las piernas preparándome
para el encierro. Los pantalones blancos, elásticos, impolutos y acertados, las
zapatillas deportivas, la camiseta, el pañuelico al cuello y “El Diario de
Navarra” del día anterior son todo mi atuendo. No es mi primer encierro en
Pamplona, pero reconozco que siento los mismos nervios que la primera vez que
lo corrí, hace ya unos cuantos años. Los encierros de esta pequeña, pero
maravillosa ciudad, imponen y la ponen en lo más alto del escalafón de ciudades
con encierros de toros bravos.
Hay mucha gente en el recorrido, si
bien las calles no están abarrotadas. Se nota que no es fin de semana. Los
toros de Jandilla esperan ajenos en los corrales de Santo Domingo cuando comienza
la tercera y última plegaria al Santo Patrón rogándole protección en la
peligrosa carrera, tras lo cual se oye el silbido agudo del cohete y unos
segundos después la explosión del mismo en medio del cielo azul,
desvaneciéndose en una nube de espeso humo blanco. Anuncio de que el festejo
comienza, sin retorno.
Los pastores abren las puertas de los
corrales de par en par y los cabestros, guiados por su propio instinto, buscan
la salida y comienzan a galopar cuesta arriba seguidos por los seis imponentes
toros.
La carrera limpia, pero peligrosa,
avanza por su histórico recorrido. Se oye a lo lejos el alboroto de los
corredores novatos que, dejándose llevar por el jaleo, echan a correr nerviosos
sin haber atisbado, ni de lejos, las astas de los morlacos.
El grupo es cada vez más tupido y
ahora sí suenan los cencerros de los bueyes que guían y protegen a la camada de
los bravos bóvidos. Los badajos se agitan golpeando con fuerza los latones a
cada salto de los mansos y las pezuñas de todos los animales retumban cuando
chocan contra el duro suelo.
Empieza mi carrera e intento mantener
el alto ritmo que trae, a pesar de llevar ya unos cientos de metros de alegre
trote. Encaramos Telefónica y todo se confunde. Entro en un túnel donde lo
único que veo es el hueco por dónde meterme y poder sentir el calor de la
testuz de un toro a pocos metros de mi cuerpo. Intuyo espacio suficiente, veo
los afilados cuernos y ese sitio reservado para mi egoísta lucimiento. Alto
precio el del riesgo a ser corneado por alimentar mi ego.
Corro, corro y corro, volviendo la
vista atrás para mantener la distancia con el bicho y de fondo oigo ese
murmullo ensordecedor ininteligible, donde se mezclan gritos de los corredores
y de público de mil lugares que disfrutan del efímero espectáculo desde los balcones
a lo largo del recorrido.
Busco salida y aprovecho la ocasión
para quitarme de entre los cuernos del toro dejando hueco a otro corredor,
ávido de su momento de gloria, antes de llegar a afrontar la entrada en la
cuesta del callejón y, apartándome a un lado hasta sentirme libre de peligro,
torpemente tropiezo y caigo de bruces aterrizando contra el suelo.
Asustado, y desconociendo si todavía
quedaban animales por venir, quedo tendido como ya había hecho alguna vez,
inmóvil, con la cabeza tapada y hecho un ovillo confiando que algún mozo me
avise cuando pase el riesgo, sintiendo pocos segundos, que se me hicieron
eternos, más tarde, el golpeteo amistoso de la palma de una mano en mi costado -vamos,
levanta, ya han pasado los toros, y al girar mi cabeza y abrir los ojos te vi,
sonriendo dulcemente. Me alargaste la mano y me recompuse. Gracias, cuando caes
nunca sabes qué va a pasar, traté de justificarme y, sin perder la sonrisa del
rostro, me dijiste, he visto tu carrera, estaba encaramada al vallado y he
visto cómo has cogido toro, cómo lo has llevado y cómo has sabido salir de ahí.
Vaya, dije sorprendido, eres toda una
entendida en la materia. Bueno, me gustan los encierros y, aunque no soy de
aquí, no me los pierdo ningún año.
Soy Rafa, me presenté, yo Inma,
correspondiste con esa angelical sonrisa y, con la sensación de conocernos
desde hacía años, los dos nos sentimos tan cómodos que seguimos charlando amigablemente.
No sé tú, pero yo, con los nervios del encierro he madrugado más de la cuenta,
no he desayunado y la carrera me ha abierto el apetito, contestándome con una
risotada divertida, bueno, yo también he madrugado para coger este sitio y sí,
también tengo hambre, así que, desenfadados, nos fuimos alejando del centro en
busca de una cafetería, no sin antes advertirle que no llevaba encima ni un
euro, lo que pareció no importarle nada.
Yo había ido desde Madrid, como casi todos
años, a casa de unos primos de mis padres, con los que teníamos una relación
muy estrecha y cercana. Sin hijos, jubilados y metidos en los “ochenta”, aunque
con un espíritu que para mí quisiera a su edad, estaban deseando que alguien
más joven fuera y les sacara de la monotonía, de manera que se conjugaba una
simbiótica relación en la que todos salíamos beneficiados. Yo disfrutaba de
unos días en Pamplona y los tres salíamos a dar paseos o a almorzar algún día
por ahí.
Inma, aunque afincada por avatares de
la vida en un pueblo cerca de Lleida, era originaria de una localidad de la
provincia de Huesca y, al igual que yo, estaba de visita en casa de unos tíos
suyos, más jóvenes que mis familiares y que, a diferencia de ellos, huían de
las fiestas aprovechando para hacer unas minivacaciones en un lugar tranquilo
de la costa.
Este año había ido sola y, a pesar de
que estaba alojada en una de las principales calles del encierro, desde dónde
podía disfrutar de las carreras con una vista privilegiada, le gustaba el
ambiente de la calle y buscaba el gentío que no tenía en su pueblo, por lo que
prefería bajar a la calle y subirse a una talanquera para ver los toros más de
cerca.
Llegamos a un bar tranquilo, con una
terraza en la que nos sentamos, a pesar de que la mañana estaba un poco fresca,
y dónde nos tomamos unos cafés y unos croissants. La carcajada fue sonora
cuando, antes de pedir al camarero, nos miramos desconfiados, y declinamos
tácitamente y casi simultáneamente los tradicionales huevos fritos con
chistorra. Sinceramente, confesé, me encantan, pero me gusta comérmelos con un
vaso de vino tinto y, a esta hora, creo que si me bebo ese vaso de vino caigo
rodando. Reíste mientras asentías con la cabeza.
Me invitaste amablemente. Disfrutamos
de divertidas confidencias y el tiempo pasó volando llevándonos a mitad de
mañana. ¡Vaya! Es hora de que nos despidamos, he quedado con mis tíos para ir a
tomar algo por ahí antes de la comida, pero si te apetece, estaré encantado de
quedar contigo esta tarde, o esta noche, no sé, te propuse confiando que tú
también quisieras que nos volviéramos a ver.
Claro que sí, me encantará, dijiste
sonriendo de nuevo. Perfecto, anota mi teléfono y llámame, no llevo nada encima
como te he dicho y, en un cotidiano acto, sacaste de tu mochilita tu teléfono
móvil y lanzaste una llamada a mi número. Ya tienes mi llamada perdida, me dijiste,
cuando sepas qué vas a hacer mándame un “WhatsApp“, yo aprovecharé para ver a
unos amigos.
Nos despedimos y, como te había dicho,
fui a casa de mis familiares, les tranquilicé por mi aspecto, manchado por el trompazo,
me di una ducha rápida, me cambié de ropa y los tres nos fuimos paseando por
los rincones escondidos y, ambientados pero tranquilos, que sólo los residentes
conocen.
Esta vez sí, por capricho de mis tíos
y dejándome querer, cayeron unos huevos fritos con chistorra con un vino tinto,
joven, de Rioja Alavesa, que maridaba a la perfección con la contundencia del
almuerzo.
No pude resistir la tentación, a pesar
de no ser aficionado a ello, de hacerle una foto al plato y mandártela,
respondiendo con el manido emoticono de la carcajada ladeada.
Terminamos de almorzar tarde, nos
fuimos a tomar un café con su correspondiente pacharán y cerca de las tres de
la tarde llegábamos a casa.
¿Qué planes tenéis preparados para
hoy? Les pregunté. Ninguno, la verdad. Hoy pensábamos descansar y no salir por
la tarde. Pues entonces igual salgo yo esta noche a tomar algo, les previne,
pero de momento voy a echarme la siesta. Tal y como me tumbé en la cama, abrí WhatsApp
y te mandé un mensaje invitándote a tomar algo por la noche. No respondiste de
inmediato así que, desactivé la conexión de datos y de wifi para no ser
molestado y me dispuse a dormir. Abrí los ojos y eran cerca de las ocho. Lo
primero que hice fue mirar el teléfono y vi que me habías contestado hacía dos
horas. Te saludé y, ahora sí, contestaste de inmediato.
Acabo de despertarme de la siesta,
Inma. ¿Te apetece que quedemos a tomar algo? Claro que sí, dijiste, yo he
quedado con unos amigos sobre las nueve, pero no sé adónde iremos. Vale, pues
me ducho y cuando vaya a salir de casa te llamo. Así convinimos. Me duché, me
vestí y al salir te llamé. Estamos en un bar que no sé cómo se llama, me
dijiste, pero te mando “ubicación”, y con la inestimable ayuda de Google Maps
me dispuse a buscar el sitio.
Estábamos relativamente cerca, apenas
a quince minutos caminando, aunque el tener que esquivar la multitud que
abarrotaba las calles me hizo tener que invertir cinco minutos más en llegar.
Por fin llegué. Estabas con dos
parejas de amigos que eran de tu pueblo, pero vivían en Pamplona. Nos tomamos
unas cervezas, comimos algo por ahí y serían aproximadamente las dos cuando tus
amigos se despidieron, tres de ellos madrugaban al día siguiente porque tenían
que trabajar y la cuarta chica, que no trabajaba, prefirió acompañar a su
pareja.
Quedamos los dos solos y decidimos
tomar una cerveza más. Hacía una temperatura maravillosa, eso sí, con una
cazadora vaquera, aunque la verdad es que era difícil encontrar un sitio
tranquilo y agradable para poder charlar.
¡Qué agobio de gente! Exclamé riendo,
y sabiendo que tú disfrutabas en ese entorno. La verdad es que hay muchísima
gente. Según se acerca el fin de semana, cada día se nota que llega más y más
gente, confirmaste. Rafa ¿Te apetece que vayamos a mi casa? Estoy sola y
estaremos más cómodos, tengo alguna cerveza en la nevera y podremos charlar sin
tanto jaleo.
Por un instante dudé, pero pensé ¡Qué
demonios! Mis tíos no me esperan, no tengo compromisos y, para qué negarlo,
Inma era una mujer morena, de ojos castaños, guapa, con un tipo bonito de
proporcionadas curvas y para más Inri, simpática y divertida, con una
conversación agradable e interesante y, por lo que me había demostrado, una
mujer inteligente, que es lo que más me puede “poner” de una mujer.
No quiero abusar de tu generosidad y
confianza, pero me encantará. Y un brillo especial iluminó tu mirada cuando me
oíste decir eso.
Pues vamos para allá, y abriéndonos
paso entre la gente, fuimos acercándonos a su casa. Vivía en una casa antigua y
bonita, en pleno recorrido del encierro. Subimos las tres plantas del edificio
y entramos en una vivienda que yo definiría como señorial. Elegantemente
decorada, con un estilo personal que me gustaba, sin ser minimalistamente
moderna ni obsoletamente antigua. En el salón, un gran chaiselonge era el rey de
la estancia, pero reparé en una silla que, no sé si por el diseño o por el
material, disparó mi imaginación hacia la vertiente más lujuriosa buscando
darle usos poco inocentes. Era de madera maciza, se intuía robusta y con un
gran respaldo liso, alto y sin ningún grabado ni dibujo, sólo con el canto
torneado en la parte más alta que remataba el mismo.
Nos sentamos en el sofá y comenzamos a
charlar. De fondo se oían las conversaciones entremezcladas de la gente, risas
escandalosas e incluso gritos, pero estábamos mucho más cómodos que en cualquier
bar.
¿Dónde está esa cerveza que me
ofreciste? Te pregunté guasón. Ahhh ¿Pero todavía te quedan ganas de más?
Contestaste “a la gallega”. Ahora mismo te traigo una. Y levantándote te
dirigiste a la cocina. No te acompañé, principalmente porque no era mi casa,
era la primera vez que estaba allí y nos habíamos conocido ese mismo día, y no
quería que pensaras que me entrometía dónde no me llamaban, aunque bien
pensado, habías sido tú la que me había invitado. En cualquier caso, aproveche
tu breve ausencia para, eso sí, tomarme la libertad de quitarme las deportivas,
lo que advertiste en cuanto regresaste. ¡Vaya, el señorito se ha puesto cómodo!,
me regañaste socarrona, mientras ayudándote entre tus propios pies, te sacabas
las “Converse” sin soltar los lazos de los cordones.
Teníamos un sentido del humor muy
parecido, bromistas, irónicos y con dobles sentidos en las frases, pero sin
malas intenciones.
Inma, me has caído muy bien y te estoy
infinitamente agradecido por lo de esta mañana, te confesé. Ahhh, ¿Por el café
y el croissant? No tiene importancia, contestaste haciendo de nuevo gala de ese
arte para articular frases con doble sentido. No pude evitar reírme, tuviste
suerte que no me apeteciera un almuerzo en condiciones, te hubiera salido más
caro. Y en un alarde de bravuconería me dijiste: te hubiera invitado a una
mariscada, y los dos estallamos en una poco elegante carcajada.
A la vista estaba que las buenas
sensaciones entre nosotros eran recíprocas y, mientras decapsulábamos esos
botellines de cerveza no dejamos de mirarnos fijamente a los ojos.
Serví esas “Paulaner” de trigo en las
dos copas que trajiste, le dimos un generoso trago a la densa cerveza y
seguimos charlando.
La animada conversación hizo que, poco
a poco, y sin ser conscientes, fuéramos acercándonos el uno al otro, hasta que,
cuando reparamos en ello, estábamos en contacto físico y con nuestros rostros a
unos centímetros de distancia. Habías puesto una pierna sobre la mía, teniendo
que remangarte discretamente el vestido que llevabas, acariciabas mi brazo
cuando hablaba, en signo de confirmación y yo, como si fuéramos pareja desde
hacía tiempo, te masajeaba el pie que tenía sobre mi muslo.
Lo inevitable no quisimos evitarlo y
nuestros labios se buscaron rozándose y provocándote una sonora y profunda
inspiración. Entreabrimos las bocas y nos fundimos en un cálido beso sellado
por la rúbrica de nuestras lenguas que, descaradas, asomaban, se buscaban y
enredaban mientras nuestros cuerpos se templaban.
Las manos no mantuvieron la
compostura. Mientras, a la vez que te acariciaba con sutileza el cuello,
recogía tu melena detrás de tu cabeza, tú aflojabas, bajo mi camiseta, el
cinturón que llevaba puesto. La excitación de nuestros cuerpos comenzó a
manifestarse indisimuladamente, con un irreverente abultamiento en mi bragueta
y con tus pezones marcados como botones a través de tu vestido.
Nos recompusimos unos segundos sin
dejar de mirarnos, recuperamos el aliento perdido, le dimos otro largo trago a
la cerveza y buscando en un bolsillo de tu vestido encontraste una goma de pelo
con la que te hiciste una coleta.
Sin tregua para más reposo, apoyaste
tus manos en mi pecho y me empujaste provocando que quedara tumbado en el
chaiselonge. Arrastraste tus manos sobre mi camiseta y descubriste mi vientre,
desabotonaste mi vaquero y, con fuerza, tiraste de los pantalones hasta que me
los quitaste por completo, quedando ante ti con un bóxer de lycra negro. Me
quité la camiseta yo mismo, dejando mi cuerpo solo vistiendo el deformado
calzoncillo por esa brutal erección.
Te abalanzaste sobre mí y volvimos a
besarnos ansiosamente, pero la intensidad del ósculo fue mermando y
metamorfoseándose en un romántico beso. Lentamente, entre roce y roce de los
labios, fuiste distrayendo el camino de tu boca, que comenzó a recorrer mi
cuello, descendiendo por mi pecho, alcanzando mi abdomen y deteniéndose en la
frontera que la lycra marcaba.
Y confiado en que me liberarías de la
poca presión que sobre mi ejercía la elástica prenda, me sorprendiste dándome
un calculado mordisquito en el tronco de mi miembro a través del bóxer. Me
estremecí un instante, levantaste la cabeza mirándome a los ojos y sonreíste
perversamente. Sólo dijiste –tranquilo, y seguiste mordisqueándome hasta que, a
través del calzoncillo, traspasaron unas gotas de ese líquido que involuntariamente
expelo cuando mi excitación es máxima. Al ver el círculo brillante y viscoso no
tuviste mejor idea que darme un último, por el momento, mordisco en la punta de
mi polla, que ya palpitaba nerviosa e inquieta.
Inmediatamente después, mordisqueaste
mi vientre desnudo mientras, agarrando mi calzoncillo por mis caderas, lo
arrastraste por mis piernas hasta que me lo sacaste por completo.
Mi erección se erguía ante ti,
tintineante y con suma habilidad, te inclinaste sobre ella engullendo mi
masculinidad hasta donde tu garganta te permitió.
Diosssssssssssssss, me vas a
destrozar, fue lo único que acerté a decir, y mientras seguías mirándome a los
ojos, comenzaste a retirarte lentamente, hasta que entre tus labios quedó mi
hinchadísimo glande. Lo lamiste con deseo mientras con tus manos arañabas mis
muslos, desde mis caderas hasta mis rodillas, una y otra vez, perfectamente
sincronizadas con las succiones que tu boca aplicaba en la punta de mi sexo,
haciéndome sentir que me ibas a arrancar el alma.
Seguidamente comenzaste a masajear mis
testículos, que sentía hinchados y pesados por la excitación acumulada. Los
movías con maestría en la palma de una mano, mientras con la otra explorabas
territorios más íntimos que encontraste sin dificultad cuando me hiciste
levantar una pierna y apoyar el pie sobre el respaldo del sofá.
Sentía mi verga empapada, mis huevos hinchados
y una ligera humedad, por el hilillo de tu saliva que resbalaba por mi ingle
derecha y, sin advertir, con la yema de un dedo recogiste parte de ese reguero
y lo llevaste hasta mi esfínter que comenzaste a masajear dibujando círculos
sobre los anillos de mi ano. Sentía la yema de tu dedo resbalar con suavidad y
aplicar una medida presión hasta que esa presión comenzó a aumentar
progresivamente y, al tiempo que me apretabas fuerte las pelotas, invadiste mi
culo con tu dedo haciéndome gruñir como una bestia.
Eso es, Rafa, gruñe y goza, me
dijiste. ¡Para!, ¡Para! te rogué y por suerte para mí paraste. ¡Joder!, podría
correrme en cualquier momento, te aseguré y sarcásticamente contestaste ¿Eso
estaría mal? No estaría mal, pero a mí también me gusta dar placer.
E incorporándome y cogiéndote de la
coleta, tiré de tu cabello hacia atrás haciéndote levantar la cabeza y te besé
en un gesto de masculina dominación. Es mi turno, anuncié. Y comencé a desabotonar
el vaporoso vestido que llevabas, lo que hizo que los tirantes cayeran por tus
brazos, dejando el vestido arrugado en tu cintura. Llevabas un sostén de encaje,
con unos dibujos florales, muy liviano y nada recargado, con unos tirantes de
esos transparentes, creo que, de silicona, que apenas se ven, que protegía unos
senos que intuía generosos.
Te invité a ponerte de pie, frente a
mí, con un gesto de la mirada y lo entendiste rápidamente. En el momento en que
te levantaste, el vestido cayó a tus pies, y te ayudé a quitarlo de ahí para
evitar pisarlo. Te tenía frente a mí, cual Venus de Milo, con un bonito
sujetador que estaba deseando soltar y con una braguita tipo culotte a juego.
La transparencia de tu ropa interior enseñaba tus areolas tostadas y tus
pezones erguidos y tu pubis se dibujaba recortado y definido.
Sin levantarme del sofá, apoyé mi
cabeza en tu vientre y comencé a darte besitos a la altura del ombligo,
moviendo mi boca de una cadera a otra, descendiendo lentamente, hasta hundir mi
rostro en tu pubis, inhalando el aroma que tu excitación desprendía.
Tiré del culotte hacia abajo y me
ayudaste a quitártelo levantando ligeramente los pies. Tienes un coñito
precioso, cariño, y ayudándote a levantar una pierna, apoyé tu pie en mi hombro
y acerqué mi cabeza a tu entrepierna. Apenas había rozado con mi lengua tus
labios vaginales, un ahogado gemido salió de tu garganta y te apoyaste con las
manos en mi cabeza, mientras mi boca empujaba contra ti.
Estás muy mojada, te dije, y me
encanta. Comencé a lamerte sin contemplaciones, dándote largos lengüetazos
desde tu perineo hasta tu clítoris, una y otra vez, alargando mi lengua cada
vez más, tensándola cada vez más, frotando cada vez más fuerte, abriéndome
camino hasta que mi lengua lamía sin compasión desde tu ano hasta tu vértice de
máximo placer.
Esa mezcla viscosa de tus flujos con
mi saliva y ese olor a excitación mantenían mi erección álgida todavía.
Me puse de pie para liberar tus tetas
del sostén y entonces reparé en que por el balcón del salón comenzaba a clarear
el día.
Te abracé de pie y mi polla se aplastó
contra tu tripita. Levantaste un pie y lo apoyaste en el sofá mientras pasabas
una mano entre nuestros cuerpos, cogías mi verga y comenzabas a frotarte,
embadurnándome con la lubricante mezcla, lo que facilitaba que mi glande
resbalara entre tus labios vaginales sin ninguna dificultad.
Alargué mis manos por tu espalda y con
más intención que acierto conseguí soltar los corchetes del sujetador,
liberando tus tetas de su prisión. Resoplé un ¡Buffffff! ¡Vaya tetas! E
instintivamente llevé mis manos a sus copas para acunarlas y masajearlas,
mientras seguías masturbándote con la cabeza de mi pene.
En la calle se oía cada vez más jaleo
y revuelo, por lo que dedujimos que, si bien el silencio no había hecho acto de
presencia en toda la vigilia, ahora se acercaba la hora del próximo encierro.
En un receso del exceso de excitación,
a los dos se nos fue la mirada hacia esa silla majestuosa que iluminaba el
salón. Parecía cómoda, además de estable y consistente para soportar el peso de
los dos y en su favor jugaba que no tenía tapizado, lo que facilitaría su
limpieza en caso necesario.
Cogiéndote de la mano te llevé hacia
ella y me senté, mostrando más explícitamente mi erección. Levantaste las manos
hacia tu cabeza y, mientras te soltabas de nuevo el pelo, te sentabas a
horcajadas sobre mí dándome la cara.
Tus tetas quedaban a la altura de mi
rostro y automáticamente llevé mis labios para besar esas dos preciosas esferas
de suave y cálido tacto. Comencé a dibujar círculos sobre tus areolas, dándoles
golpecitos a tus pezones con la punta de mi lengua para terminar succionándolos
entre mis labios y tú, mientras tanto, movías tus caderas de atrás hacia
adelante, frotándote de nuevo contra mi verga.
Llevé mis manos a tus nalgas y te
indiqué el ritmo, pero querías más. Pasaste de nuevo una mano entre nosotros y,
agarrando mi polla con deseo, volviste a separar tus labios vaginales con la
punta de mi ariete, encaraste mi rigidez a la entrada de tu templo y, dejándote
caer suavemente me engulliste en tu interior.
Y por sorpresa se oyó el cohete que
anunciaba el comienzo del encierro. Y el jaleo de la calle se multiplicó
exponencialmente.
Y te agarraste con fuerza al respaldo de
la silla a la vez que comenzabas a mover tu culo de una manera endiabladamente
placentera.
El ruido aumentaba, voces, chillidos,
gritos y de tu coño salía un chapoteo difícil de reproducir.
En cada caída aplastabas mis huevos
con ese culo que me estaba llevando, con sus movimientos, al mismísimo paraíso.
Tus tetas bailaban descaradas ante mi
rostro mientras la multitud de los corredores parecía que estuvieran dentro de
la casa.
A mi mente vino el recuerdo del efecto
túnel de la carrera de por la mañana, buscando el placer de guiar el goce de la
hembra que me estaba montando en ese mismo momento.
El sonido de los cencerros se
aproximaba y esta vez era mi carnal badajo el que, ceñido entre tus dulces
muslos, se movía y agitaba con la velocidad y en la dirección que tus caderas
marcaban.
Y las pezuñas de los toros chocaban
contra el duro suelo como tú hacías con mis huevos en cada embestida,
aplastándolos contra el duro asiento y arrancándoles un sonido seco y cortante.
Y el alboroto comenzó a sonar como un
sordo ruido de fondo, amplificando los sonidos del carnal encuentro, de tus
gemidos ahogados, de mis guturales gruñidos, de nuestros sexos encharcados a
punto de estallar.
Y en el momento en que, al abandonar
la cara del morlaco, tropecé cayendo al suelo, al distraerme con tus nalgas y
con tus tetas me sentí caer justo cuando te desagarrabas corriéndote sobre mí a
la vez que me desbordaba inundándote con mi lechosa esencia.
Y caíste sobre mí dejando de saltar,
aplastando tus tetas en mi pecho y acomodándote con mi polla todavía en tu
interior. Nos besamos, estábamos sudados, pero complacidos.
El murmullo de la gente iba poco a
poco difuminándose.
Esa vez fui yo quien te dio unas
palmadas en el costado. Vamos, levanta, ya han pasado los toros.
Otro encierro, me dijiste. Otra
corrida, contesté.
🔥🔥😘😘
ResponderEliminarMuchas gracias, anónimo lector.
EliminarGracias cielo!! Me encanta.nuestro relato😘😘
ResponderEliminarGracias.
EliminarEspléndido y original relato muy apropiado para la fecha y desde luego intensamente realista si no lo viviste has sido un perfecto protagonista...
ResponderEliminarCelebro que te haya gustado. No, no lo viví, fue fruto de la inspiración en la fiesta y de mi libidinosa imaginación.
EliminarPues te vuelvo a felicitar por tu inspiración y esa sorprendente imaginación...
EliminarMuchísimas gracias, de nuevo.
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