METRICOOL

domingo, 6 de agosto de 2023

"SAN FERMINES"



Con los nervios a flor de piel, entre cántico y cántico, salto e intento estirar los músculos de las piernas preparándome para el encierro. Los pantalones blancos, elásticos, impolutos y acertados, las zapatillas deportivas, la camiseta, el pañuelico al cuello y “El Diario de Navarra” del día anterior son todo mi atuendo. No es mi primer encierro en Pamplona, pero reconozco que siento los mismos nervios que la primera vez que lo corrí, hace ya unos cuantos años. Los encierros de esta pequeña, pero maravillosa ciudad, imponen y la ponen en lo más alto del escalafón de ciudades con encierros de toros bravos.

Hay mucha gente en el recorrido, si bien las calles no están abarrotadas. Se nota que no es fin de semana. Los toros de Jandilla esperan ajenos en los corrales de Santo Domingo cuando comienza la tercera y última plegaria al Santo Patrón rogándole protección en la peligrosa carrera, tras lo cual se oye el silbido agudo del cohete y unos segundos después la explosión del mismo en medio del cielo azul, desvaneciéndose en una nube de espeso humo blanco. Anuncio de que el festejo comienza, sin retorno.

Los pastores abren las puertas de los corrales de par en par y los cabestros, guiados por su propio instinto, buscan la salida y comienzan a galopar cuesta arriba seguidos por los seis imponentes toros.

La carrera limpia, pero peligrosa, avanza por su histórico recorrido. Se oye a lo lejos el alboroto de los corredores novatos que, dejándose llevar por el jaleo, echan a correr nerviosos sin haber atisbado, ni de lejos, las astas de los morlacos.

El grupo es cada vez más tupido y ahora sí suenan los cencerros de los bueyes que guían y protegen a la camada de los bravos bóvidos. Los badajos se agitan golpeando con fuerza los latones a cada salto de los mansos y las pezuñas de todos los animales retumban cuando chocan contra el duro suelo.

Empieza mi carrera e intento mantener el alto ritmo que trae, a pesar de llevar ya unos cientos de metros de alegre trote. Encaramos Telefónica y todo se confunde. Entro en un túnel donde lo único que veo es el hueco por dónde meterme y poder sentir el calor de la testuz de un toro a pocos metros de mi cuerpo. Intuyo espacio suficiente, veo los afilados cuernos y ese sitio reservado para mi egoísta lucimiento. Alto precio el del riesgo a ser corneado por alimentar mi ego.

Corro, corro y corro, volviendo la vista atrás para mantener la distancia con el bicho y de fondo oigo ese murmullo ensordecedor ininteligible, donde se mezclan gritos de los corredores y de público de mil lugares que disfrutan del efímero espectáculo desde los balcones a lo largo del recorrido.

Busco salida y aprovecho la ocasión para quitarme de entre los cuernos del toro dejando hueco a otro corredor, ávido de su momento de gloria, antes de llegar a afrontar la entrada en la cuesta del callejón y, apartándome a un lado hasta sentirme libre de peligro, torpemente tropiezo y caigo de bruces aterrizando contra el suelo.

Asustado, y desconociendo si todavía quedaban animales por venir, quedo tendido como ya había hecho alguna vez, inmóvil, con la cabeza tapada y hecho un ovillo confiando que algún mozo me avise cuando pase el riesgo, sintiendo pocos segundos, que se me hicieron eternos, más tarde, el golpeteo amistoso de la palma de una mano en mi costado -vamos, levanta, ya han pasado los toros, y al girar mi cabeza y abrir los ojos te vi, sonriendo dulcemente. Me alargaste la mano y me recompuse. Gracias, cuando caes nunca sabes qué va a pasar, traté de justificarme y, sin perder la sonrisa del rostro, me dijiste, he visto tu carrera, estaba encaramada al vallado y he visto cómo has cogido toro, cómo lo has llevado y cómo has sabido salir de ahí.

Vaya, dije sorprendido, eres toda una entendida en la materia. Bueno, me gustan los encierros y, aunque no soy de aquí, no me los pierdo ningún año.

Soy Rafa, me presenté, yo Inma, correspondiste con esa angelical sonrisa y, con la sensación de conocernos desde hacía años, los dos nos sentimos tan cómodos que seguimos charlando amigablemente. No sé tú, pero yo, con los nervios del encierro he madrugado más de la cuenta, no he desayunado y la carrera me ha abierto el apetito, contestándome con una risotada divertida, bueno, yo también he madrugado para coger este sitio y sí, también tengo hambre, así que, desenfadados, nos fuimos alejando del centro en busca de una cafetería, no sin antes advertirle que no llevaba encima ni un euro, lo que pareció no importarle nada.

Yo había ido desde Madrid, como casi todos años, a casa de unos primos de mis padres, con los que teníamos una relación muy estrecha y cercana. Sin hijos, jubilados y metidos en los “ochenta”, aunque con un espíritu que para mí quisiera a su edad, estaban deseando que alguien más joven fuera y les sacara de la monotonía, de manera que se conjugaba una simbiótica relación en la que todos salíamos beneficiados. Yo disfrutaba de unos días en Pamplona y los tres salíamos a dar paseos o a almorzar algún día por ahí.

Inma, aunque afincada por avatares de la vida en un pueblo cerca de Lleida, era originaria de una localidad de la provincia de Huesca y, al igual que yo, estaba de visita en casa de unos tíos suyos, más jóvenes que mis familiares y que, a diferencia de ellos, huían de las fiestas aprovechando para hacer unas minivacaciones en un lugar tranquilo de la costa.

Este año había ido sola y, a pesar de que estaba alojada en una de las principales calles del encierro, desde dónde podía disfrutar de las carreras con una vista privilegiada, le gustaba el ambiente de la calle y buscaba el gentío que no tenía en su pueblo, por lo que prefería bajar a la calle y subirse a una talanquera para ver los toros más de cerca.

Llegamos a un bar tranquilo, con una terraza en la que nos sentamos, a pesar de que la mañana estaba un poco fresca, y dónde nos tomamos unos cafés y unos croissants. La carcajada fue sonora cuando, antes de pedir al camarero, nos miramos desconfiados, y declinamos tácitamente y casi simultáneamente los tradicionales huevos fritos con chistorra. Sinceramente, confesé, me encantan, pero me gusta comérmelos con un vaso de vino tinto y, a esta hora, creo que si me bebo ese vaso de vino caigo rodando. Reíste mientras asentías con la cabeza.

Me invitaste amablemente. Disfrutamos de divertidas confidencias y el tiempo pasó volando llevándonos a mitad de mañana. ¡Vaya! Es hora de que nos despidamos, he quedado con mis tíos para ir a tomar algo por ahí antes de la comida, pero si te apetece, estaré encantado de quedar contigo esta tarde, o esta noche, no sé, te propuse confiando que tú también quisieras que nos volviéramos a ver.

Claro que sí, me encantará, dijiste sonriendo de nuevo. Perfecto, anota mi teléfono y llámame, no llevo nada encima como te he dicho y, en un cotidiano acto, sacaste de tu mochilita tu teléfono móvil y lanzaste una llamada a mi número. Ya tienes mi llamada perdida, me dijiste, cuando sepas qué vas a hacer mándame un “WhatsApp“, yo aprovecharé para ver a unos amigos.

Nos despedimos y, como te había dicho, fui a casa de mis familiares, les tranquilicé por mi aspecto, manchado por el trompazo, me di una ducha rápida, me cambié de ropa y los tres nos fuimos paseando por los rincones escondidos y, ambientados pero tranquilos, que sólo los residentes conocen.

Esta vez sí, por capricho de mis tíos y dejándome querer, cayeron unos huevos fritos con chistorra con un vino tinto, joven, de Rioja Alavesa, que maridaba a la perfección con la contundencia del almuerzo.

No pude resistir la tentación, a pesar de no ser aficionado a ello, de hacerle una foto al plato y mandártela, respondiendo con el manido emoticono de la carcajada ladeada.

Terminamos de almorzar tarde, nos fuimos a tomar un café con su correspondiente pacharán y cerca de las tres de la tarde llegábamos a casa.

¿Qué planes tenéis preparados para hoy? Les pregunté. Ninguno, la verdad. Hoy pensábamos descansar y no salir por la tarde. Pues entonces igual salgo yo esta noche a tomar algo, les previne, pero de momento voy a echarme la siesta. Tal y como me tumbé en la cama, abrí WhatsApp y te mandé un mensaje invitándote a tomar algo por la noche. No respondiste de inmediato así que, desactivé la conexión de datos y de wifi para no ser molestado y me dispuse a dormir. Abrí los ojos y eran cerca de las ocho. Lo primero que hice fue mirar el teléfono y vi que me habías contestado hacía dos horas. Te saludé y, ahora sí, contestaste de inmediato.

Acabo de despertarme de la siesta, Inma. ¿Te apetece que quedemos a tomar algo? Claro que sí, dijiste, yo he quedado con unos amigos sobre las nueve, pero no sé adónde iremos. Vale, pues me ducho y cuando vaya a salir de casa te llamo. Así convinimos. Me duché, me vestí y al salir te llamé. Estamos en un bar que no sé cómo se llama, me dijiste, pero te mando “ubicación”, y con la inestimable ayuda de Google Maps me dispuse a buscar el sitio.

Estábamos relativamente cerca, apenas a quince minutos caminando, aunque el tener que esquivar la multitud que abarrotaba las calles me hizo tener que invertir cinco minutos más en llegar.

Por fin llegué. Estabas con dos parejas de amigos que eran de tu pueblo, pero vivían en Pamplona. Nos tomamos unas cervezas, comimos algo por ahí y serían aproximadamente las dos cuando tus amigos se despidieron, tres de ellos madrugaban al día siguiente porque tenían que trabajar y la cuarta chica, que no trabajaba, prefirió acompañar a su pareja.

Quedamos los dos solos y decidimos tomar una cerveza más. Hacía una temperatura maravillosa, eso sí, con una cazadora vaquera, aunque la verdad es que era difícil encontrar un sitio tranquilo y agradable para poder charlar.

¡Qué agobio de gente! Exclamé riendo, y sabiendo que tú disfrutabas en ese entorno. La verdad es que hay muchísima gente. Según se acerca el fin de semana, cada día se nota que llega más y más gente, confirmaste. Rafa ¿Te apetece que vayamos a mi casa? Estoy sola y estaremos más cómodos, tengo alguna cerveza en la nevera y podremos charlar sin tanto jaleo.

Por un instante dudé, pero pensé ¡Qué demonios! Mis tíos no me esperan, no tengo compromisos y, para qué negarlo, Inma era una mujer morena, de ojos castaños, guapa, con un tipo bonito de proporcionadas curvas y para más Inri, simpática y divertida, con una conversación agradable e interesante y, por lo que me había demostrado, una mujer inteligente, que es lo que más me puede “poner” de una mujer.

No quiero abusar de tu generosidad y confianza, pero me encantará. Y un brillo especial iluminó tu mirada cuando me oíste decir eso.

Pues vamos para allá, y abriéndonos paso entre la gente, fuimos acercándonos a su casa. Vivía en una casa antigua y bonita, en pleno recorrido del encierro. Subimos las tres plantas del edificio y entramos en una vivienda que yo definiría como señorial. Elegantemente decorada, con un estilo personal que me gustaba, sin ser minimalistamente moderna ni obsoletamente antigua. En el salón, un gran chaiselonge era el rey de la estancia, pero reparé en una silla que, no sé si por el diseño o por el material, disparó mi imaginación hacia la vertiente más lujuriosa buscando darle usos poco inocentes. Era de madera maciza, se intuía robusta y con un gran respaldo liso, alto y sin ningún grabado ni dibujo, sólo con el canto torneado en la parte más alta que remataba el mismo.

Nos sentamos en el sofá y comenzamos a charlar. De fondo se oían las conversaciones entremezcladas de la gente, risas escandalosas e incluso gritos, pero estábamos mucho más cómodos que en cualquier bar.

¿Dónde está esa cerveza que me ofreciste? Te pregunté guasón. Ahhh ¿Pero todavía te quedan ganas de más? Contestaste “a la gallega”. Ahora mismo te traigo una. Y levantándote te dirigiste a la cocina. No te acompañé, principalmente porque no era mi casa, era la primera vez que estaba allí y nos habíamos conocido ese mismo día, y no quería que pensaras que me entrometía dónde no me llamaban, aunque bien pensado, habías sido tú la que me había invitado. En cualquier caso, aproveche tu breve ausencia para, eso sí, tomarme la libertad de quitarme las deportivas, lo que advertiste en cuanto regresaste. ¡Vaya, el señorito se ha puesto cómodo!, me regañaste socarrona, mientras ayudándote entre tus propios pies, te sacabas las “Converse” sin soltar los lazos de los cordones.

Teníamos un sentido del humor muy parecido, bromistas, irónicos y con dobles sentidos en las frases, pero sin malas intenciones.

Inma, me has caído muy bien y te estoy infinitamente agradecido por lo de esta mañana, te confesé. Ahhh, ¿Por el café y el croissant? No tiene importancia, contestaste haciendo de nuevo gala de ese arte para articular frases con doble sentido. No pude evitar reírme, tuviste suerte que no me apeteciera un almuerzo en condiciones, te hubiera salido más caro. Y en un alarde de bravuconería me dijiste: te hubiera invitado a una mariscada, y los dos estallamos en una poco elegante carcajada.

A la vista estaba que las buenas sensaciones entre nosotros eran recíprocas y, mientras decapsulábamos esos botellines de cerveza no dejamos de mirarnos fijamente a los ojos.

Serví esas “Paulaner” de trigo en las dos copas que trajiste, le dimos un generoso trago a la densa cerveza y seguimos charlando.

La animada conversación hizo que, poco a poco, y sin ser conscientes, fuéramos acercándonos el uno al otro, hasta que, cuando reparamos en ello, estábamos en contacto físico y con nuestros rostros a unos centímetros de distancia. Habías puesto una pierna sobre la mía, teniendo que remangarte discretamente el vestido que llevabas, acariciabas mi brazo cuando hablaba, en signo de confirmación y yo, como si fuéramos pareja desde hacía tiempo, te masajeaba el pie que tenía sobre mi muslo.

Lo inevitable no quisimos evitarlo y nuestros labios se buscaron rozándose y provocándote una sonora y profunda inspiración. Entreabrimos las bocas y nos fundimos en un cálido beso sellado por la rúbrica de nuestras lenguas que, descaradas, asomaban, se buscaban y enredaban mientras nuestros cuerpos se templaban.

Las manos no mantuvieron la compostura. Mientras, a la vez que te acariciaba con sutileza el cuello, recogía tu melena detrás de tu cabeza, tú aflojabas, bajo mi camiseta, el cinturón que llevaba puesto. La excitación de nuestros cuerpos comenzó a manifestarse indisimuladamente, con un irreverente abultamiento en mi bragueta y con tus pezones marcados como botones a través de tu vestido.

Nos recompusimos unos segundos sin dejar de mirarnos, recuperamos el aliento perdido, le dimos otro largo trago a la cerveza y buscando en un bolsillo de tu vestido encontraste una goma de pelo con la que te hiciste una coleta.

Sin tregua para más reposo, apoyaste tus manos en mi pecho y me empujaste provocando que quedara tumbado en el chaiselonge. Arrastraste tus manos sobre mi camiseta y descubriste mi vientre, desabotonaste mi vaquero y, con fuerza, tiraste de los pantalones hasta que me los quitaste por completo, quedando ante ti con un bóxer de lycra negro. Me quité la camiseta yo mismo, dejando mi cuerpo solo vistiendo el deformado calzoncillo por esa brutal erección.

Te abalanzaste sobre mí y volvimos a besarnos ansiosamente, pero la intensidad del ósculo fue mermando y metamorfoseándose en un romántico beso. Lentamente, entre roce y roce de los labios, fuiste distrayendo el camino de tu boca, que comenzó a recorrer mi cuello, descendiendo por mi pecho, alcanzando mi abdomen y deteniéndose en la frontera que la lycra marcaba.

Y confiado en que me liberarías de la poca presión que sobre mi ejercía la elástica prenda, me sorprendiste dándome un calculado mordisquito en el tronco de mi miembro a través del bóxer. Me estremecí un instante, levantaste la cabeza mirándome a los ojos y sonreíste perversamente. Sólo dijiste –tranquilo, y seguiste mordisqueándome hasta que, a través del calzoncillo, traspasaron unas gotas de ese líquido que involuntariamente expelo cuando mi excitación es máxima. Al ver el círculo brillante y viscoso no tuviste mejor idea que darme un último, por el momento, mordisco en la punta de mi polla, que ya palpitaba nerviosa e inquieta.

Inmediatamente después, mordisqueaste mi vientre desnudo mientras, agarrando mi calzoncillo por mis caderas, lo arrastraste por mis piernas hasta que me lo sacaste por completo.

Mi erección se erguía ante ti, tintineante y con suma habilidad, te inclinaste sobre ella engullendo mi masculinidad hasta donde tu garganta te permitió.

Diosssssssssssssss, me vas a destrozar, fue lo único que acerté a decir, y mientras seguías mirándome a los ojos, comenzaste a retirarte lentamente, hasta que entre tus labios quedó mi hinchadísimo glande. Lo lamiste con deseo mientras con tus manos arañabas mis muslos, desde mis caderas hasta mis rodillas, una y otra vez, perfectamente sincronizadas con las succiones que tu boca aplicaba en la punta de mi sexo, haciéndome sentir que me ibas a arrancar el alma.

Seguidamente comenzaste a masajear mis testículos, que sentía hinchados y pesados por la excitación acumulada. Los movías con maestría en la palma de una mano, mientras con la otra explorabas territorios más íntimos que encontraste sin dificultad cuando me hiciste levantar una pierna y apoyar el pie sobre el respaldo del sofá.

Sentía mi verga empapada, mis huevos hinchados y una ligera humedad, por el hilillo de tu saliva que resbalaba por mi ingle derecha y, sin advertir, con la yema de un dedo recogiste parte de ese reguero y lo llevaste hasta mi esfínter que comenzaste a masajear dibujando círculos sobre los anillos de mi ano. Sentía la yema de tu dedo resbalar con suavidad y aplicar una medida presión hasta que esa presión comenzó a aumentar progresivamente y, al tiempo que me apretabas fuerte las pelotas, invadiste mi culo con tu dedo haciéndome gruñir como una bestia.

Eso es, Rafa, gruñe y goza, me dijiste. ¡Para!, ¡Para! te rogué y por suerte para mí paraste. ¡Joder!, podría correrme en cualquier momento, te aseguré y sarcásticamente contestaste ¿Eso estaría mal? No estaría mal, pero a mí también me gusta dar placer.

E incorporándome y cogiéndote de la coleta, tiré de tu cabello hacia atrás haciéndote levantar la cabeza y te besé en un gesto de masculina dominación. Es mi turno, anuncié. Y comencé a desabotonar el vaporoso vestido que llevabas, lo que hizo que los tirantes cayeran por tus brazos, dejando el vestido arrugado en tu cintura. Llevabas un sostén de encaje, con unos dibujos florales, muy liviano y nada recargado, con unos tirantes de esos transparentes, creo que, de silicona, que apenas se ven, que protegía unos senos que intuía generosos.

Te invité a ponerte de pie, frente a mí, con un gesto de la mirada y lo entendiste rápidamente. En el momento en que te levantaste, el vestido cayó a tus pies, y te ayudé a quitarlo de ahí para evitar pisarlo. Te tenía frente a mí, cual Venus de Milo, con un bonito sujetador que estaba deseando soltar y con una braguita tipo culotte a juego. La transparencia de tu ropa interior enseñaba tus areolas tostadas y tus pezones erguidos y tu pubis se dibujaba recortado y definido.

Sin levantarme del sofá, apoyé mi cabeza en tu vientre y comencé a darte besitos a la altura del ombligo, moviendo mi boca de una cadera a otra, descendiendo lentamente, hasta hundir mi rostro en tu pubis, inhalando el aroma que tu excitación desprendía.

Tiré del culotte hacia abajo y me ayudaste a quitártelo levantando ligeramente los pies. Tienes un coñito precioso, cariño, y ayudándote a levantar una pierna, apoyé tu pie en mi hombro y acerqué mi cabeza a tu entrepierna. Apenas había rozado con mi lengua tus labios vaginales, un ahogado gemido salió de tu garganta y te apoyaste con las manos en mi cabeza, mientras mi boca empujaba contra ti.

Estás muy mojada, te dije, y me encanta. Comencé a lamerte sin contemplaciones, dándote largos lengüetazos desde tu perineo hasta tu clítoris, una y otra vez, alargando mi lengua cada vez más, tensándola cada vez más, frotando cada vez más fuerte, abriéndome camino hasta que mi lengua lamía sin compasión desde tu ano hasta tu vértice de máximo placer.

Esa mezcla viscosa de tus flujos con mi saliva y ese olor a excitación mantenían mi erección álgida todavía.

Me puse de pie para liberar tus tetas del sostén y entonces reparé en que por el balcón del salón comenzaba a clarear el día.

Te abracé de pie y mi polla se aplastó contra tu tripita. Levantaste un pie y lo apoyaste en el sofá mientras pasabas una mano entre nuestros cuerpos, cogías mi verga y comenzabas a frotarte, embadurnándome con la lubricante mezcla, lo que facilitaba que mi glande resbalara entre tus labios vaginales sin ninguna dificultad.

Alargué mis manos por tu espalda y con más intención que acierto conseguí soltar los corchetes del sujetador, liberando tus tetas de su prisión. Resoplé un ¡Buffffff! ¡Vaya tetas! E instintivamente llevé mis manos a sus copas para acunarlas y masajearlas, mientras seguías masturbándote con la cabeza de mi pene.

En la calle se oía cada vez más jaleo y revuelo, por lo que dedujimos que, si bien el silencio no había hecho acto de presencia en toda la vigilia, ahora se acercaba la hora del próximo encierro.

En un receso del exceso de excitación, a los dos se nos fue la mirada hacia esa silla majestuosa que iluminaba el salón. Parecía cómoda, además de estable y consistente para soportar el peso de los dos y en su favor jugaba que no tenía tapizado, lo que facilitaría su limpieza en caso necesario.

Cogiéndote de la mano te llevé hacia ella y me senté, mostrando más explícitamente mi erección. Levantaste las manos hacia tu cabeza y, mientras te soltabas de nuevo el pelo, te sentabas a horcajadas sobre mí dándome la cara.

Tus tetas quedaban a la altura de mi rostro y automáticamente llevé mis labios para besar esas dos preciosas esferas de suave y cálido tacto. Comencé a dibujar círculos sobre tus areolas, dándoles golpecitos a tus pezones con la punta de mi lengua para terminar succionándolos entre mis labios y tú, mientras tanto, movías tus caderas de atrás hacia adelante, frotándote de nuevo contra mi verga.

Llevé mis manos a tus nalgas y te indiqué el ritmo, pero querías más. Pasaste de nuevo una mano entre nosotros y, agarrando mi polla con deseo, volviste a separar tus labios vaginales con la punta de mi ariete, encaraste mi rigidez a la entrada de tu templo y, dejándote caer suavemente me engulliste en tu interior.

Y por sorpresa se oyó el cohete que anunciaba el comienzo del encierro. Y el jaleo de la calle se multiplicó exponencialmente.

Y te agarraste con fuerza al respaldo de la silla a la vez que comenzabas a mover tu culo de una manera endiabladamente placentera.

El ruido aumentaba, voces, chillidos, gritos y de tu coño salía un chapoteo difícil de reproducir.

En cada caída aplastabas mis huevos con ese culo que me estaba llevando, con sus movimientos, al mismísimo paraíso.

Tus tetas bailaban descaradas ante mi rostro mientras la multitud de los corredores parecía que estuvieran dentro de la casa.

A mi mente vino el recuerdo del efecto túnel de la carrera de por la mañana, buscando el placer de guiar el goce de la hembra que me estaba montando en ese mismo momento.

El sonido de los cencerros se aproximaba y esta vez era mi carnal badajo el que, ceñido entre tus dulces muslos, se movía y agitaba con la velocidad y en la dirección que tus caderas marcaban.

Y las pezuñas de los toros chocaban contra el duro suelo como tú hacías con mis huevos en cada embestida, aplastándolos contra el duro asiento y arrancándoles un sonido seco y cortante.

Y el alboroto comenzó a sonar como un sordo ruido de fondo, amplificando los sonidos del carnal encuentro, de tus gemidos ahogados, de mis guturales gruñidos, de nuestros sexos encharcados a punto de estallar.

Y en el momento en que, al abandonar la cara del morlaco, tropecé cayendo al suelo, al distraerme con tus nalgas y con tus tetas me sentí caer justo cuando te desagarrabas corriéndote sobre mí a la vez que me desbordaba inundándote con mi lechosa esencia.

Y caíste sobre mí dejando de saltar, aplastando tus tetas en mi pecho y acomodándote con mi polla todavía en tu interior. Nos besamos, estábamos sudados, pero complacidos.

El murmullo de la gente iba poco a poco difuminándose.

Esa vez fui yo quien te dio unas palmadas en el costado. Vamos, levanta, ya han pasado los toros.

Otro encierro, me dijiste. Otra corrida, contesté.


 

8 comentarios:

  1. Gracias cielo!! Me encanta.nuestro relato😘😘

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  2. Espléndido y original relato muy apropiado para la fecha y desde luego intensamente realista si no lo viviste has sido un perfecto protagonista...

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    1. Celebro que te haya gustado. No, no lo viví, fue fruto de la inspiración en la fiesta y de mi libidinosa imaginación.

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    2. Pues te vuelvo a felicitar por tu inspiración y esa sorprendente imaginación...

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