Un baño al amanecer.
Un despertar solitario.
Un recuerdo imaginario.
Mis deseos por tu piel.
Nada es lo que parece, pues hasta el más romántico de los hombres tiene su lado oscuro.
Un baño al amanecer.
Un despertar solitario.
Un recuerdo imaginario.
Mis deseos por tu piel.
La toalla cubre la madura fruta.
La sabrosa pieza.
La turgente y dura.
La que tú deseas.
Tenía ganas de comer y decidí comerte a ti. Pero antes quise
enfriar tu piel. Bocado templado.
Con los nervios a flor de piel, entre
cántico y cántico, salto e intento estirar los músculos de las piernas preparándome
para el encierro. Los pantalones blancos, elásticos, impolutos y acertados, las
zapatillas deportivas, la camiseta, el pañuelico al cuello y “El Diario de
Navarra” del día anterior son todo mi atuendo. No es mi primer encierro en
Pamplona, pero reconozco que siento los mismos nervios que la primera vez que
lo corrí, hace ya unos cuantos años. Los encierros de esta pequeña, pero
maravillosa ciudad, imponen y la ponen en lo más alto del escalafón de ciudades
con encierros de toros bravos.
Hay mucha gente en el recorrido, si
bien las calles no están abarrotadas. Se nota que no es fin de semana. Los
toros de Jandilla esperan ajenos en los corrales de Santo Domingo cuando comienza
la tercera y última plegaria al Santo Patrón rogándole protección en la
peligrosa carrera, tras lo cual se oye el silbido agudo del cohete y unos
segundos después la explosión del mismo en medio del cielo azul,
desvaneciéndose en una nube de espeso humo blanco. Anuncio de que el festejo
comienza, sin retorno.
Los pastores abren las puertas de los
corrales de par en par y los cabestros, guiados por su propio instinto, buscan
la salida y comienzan a galopar cuesta arriba seguidos por los seis imponentes
toros.
La carrera limpia, pero peligrosa,
avanza por su histórico recorrido. Se oye a lo lejos el alboroto de los
corredores novatos que, dejándose llevar por el jaleo, echan a correr nerviosos
sin haber atisbado, ni de lejos, las astas de los morlacos.
El grupo es cada vez más tupido y
ahora sí suenan los cencerros de los bueyes que guían y protegen a la camada de
los bravos bóvidos. Los badajos se agitan golpeando con fuerza los latones a
cada salto de los mansos y las pezuñas de todos los animales retumban cuando
chocan contra el duro suelo.
Empieza mi carrera e intento mantener
el alto ritmo que trae, a pesar de llevar ya unos cientos de metros de alegre
trote. Encaramos Telefónica y todo se confunde. Entro en un túnel donde lo
único que veo es el hueco por dónde meterme y poder sentir el calor de la
testuz de un toro a pocos metros de mi cuerpo. Intuyo espacio suficiente, veo
los afilados cuernos y ese sitio reservado para mi egoísta lucimiento. Alto
precio el del riesgo a ser corneado por alimentar mi ego.
Corro, corro y corro, volviendo la
vista atrás para mantener la distancia con el bicho y de fondo oigo ese
murmullo ensordecedor ininteligible, donde se mezclan gritos de los corredores
y de público de mil lugares que disfrutan del efímero espectáculo desde los balcones
a lo largo del recorrido.
Busco salida y aprovecho la ocasión
para quitarme de entre los cuernos del toro dejando hueco a otro corredor,
ávido de su momento de gloria, antes de llegar a afrontar la entrada en la
cuesta del callejón y, apartándome a un lado hasta sentirme libre de peligro,
torpemente tropiezo y caigo de bruces aterrizando contra el suelo.
Asustado, y desconociendo si todavía
quedaban animales por venir, quedo tendido como ya había hecho alguna vez,
inmóvil, con la cabeza tapada y hecho un ovillo confiando que algún mozo me
avise cuando pase el riesgo, sintiendo pocos segundos, que se me hicieron
eternos, más tarde, el golpeteo amistoso de la palma de una mano en mi costado -vamos,
levanta, ya han pasado los toros, y al girar mi cabeza y abrir los ojos te vi,
sonriendo dulcemente. Me alargaste la mano y me recompuse. Gracias, cuando caes
nunca sabes qué va a pasar, traté de justificarme y, sin perder la sonrisa del
rostro, me dijiste, he visto tu carrera, estaba encaramada al vallado y he
visto cómo has cogido toro, cómo lo has llevado y cómo has sabido salir de ahí.
Vaya, dije sorprendido, eres toda una
entendida en la materia. Bueno, me gustan los encierros y, aunque no soy de
aquí, no me los pierdo ningún año.
Soy Rafa, me presenté, yo Inma,
correspondiste con esa angelical sonrisa y, con la sensación de conocernos
desde hacía años, los dos nos sentimos tan cómodos que seguimos charlando amigablemente.
No sé tú, pero yo, con los nervios del encierro he madrugado más de la cuenta,
no he desayunado y la carrera me ha abierto el apetito, contestándome con una
risotada divertida, bueno, yo también he madrugado para coger este sitio y sí,
también tengo hambre, así que, desenfadados, nos fuimos alejando del centro en
busca de una cafetería, no sin antes advertirle que no llevaba encima ni un
euro, lo que pareció no importarle nada.
Yo había ido desde Madrid, como casi todos
años, a casa de unos primos de mis padres, con los que teníamos una relación
muy estrecha y cercana. Sin hijos, jubilados y metidos en los “ochenta”, aunque
con un espíritu que para mí quisiera a su edad, estaban deseando que alguien
más joven fuera y les sacara de la monotonía, de manera que se conjugaba una
simbiótica relación en la que todos salíamos beneficiados. Yo disfrutaba de
unos días en Pamplona y los tres salíamos a dar paseos o a almorzar algún día
por ahí.
Inma, aunque afincada por avatares de
la vida en un pueblo cerca de Lleida, era originaria de una localidad de la
provincia de Huesca y, al igual que yo, estaba de visita en casa de unos tíos
suyos, más jóvenes que mis familiares y que, a diferencia de ellos, huían de
las fiestas aprovechando para hacer unas minivacaciones en un lugar tranquilo
de la costa.
Este año había ido sola y, a pesar de
que estaba alojada en una de las principales calles del encierro, desde dónde
podía disfrutar de las carreras con una vista privilegiada, le gustaba el
ambiente de la calle y buscaba el gentío que no tenía en su pueblo, por lo que
prefería bajar a la calle y subirse a una talanquera para ver los toros más de
cerca.
Llegamos a un bar tranquilo, con una
terraza en la que nos sentamos, a pesar de que la mañana estaba un poco fresca,
y dónde nos tomamos unos cafés y unos croissants. La carcajada fue sonora
cuando, antes de pedir al camarero, nos miramos desconfiados, y declinamos
tácitamente y casi simultáneamente los tradicionales huevos fritos con
chistorra. Sinceramente, confesé, me encantan, pero me gusta comérmelos con un
vaso de vino tinto y, a esta hora, creo que si me bebo ese vaso de vino caigo
rodando. Reíste mientras asentías con la cabeza.
Me invitaste amablemente. Disfrutamos
de divertidas confidencias y el tiempo pasó volando llevándonos a mitad de
mañana. ¡Vaya! Es hora de que nos despidamos, he quedado con mis tíos para ir a
tomar algo por ahí antes de la comida, pero si te apetece, estaré encantado de
quedar contigo esta tarde, o esta noche, no sé, te propuse confiando que tú
también quisieras que nos volviéramos a ver.
Claro que sí, me encantará, dijiste
sonriendo de nuevo. Perfecto, anota mi teléfono y llámame, no llevo nada encima
como te he dicho y, en un cotidiano acto, sacaste de tu mochilita tu teléfono
móvil y lanzaste una llamada a mi número. Ya tienes mi llamada perdida, me dijiste,
cuando sepas qué vas a hacer mándame un “WhatsApp“, yo aprovecharé para ver a
unos amigos.
Nos despedimos y, como te había dicho,
fui a casa de mis familiares, les tranquilicé por mi aspecto, manchado por el trompazo,
me di una ducha rápida, me cambié de ropa y los tres nos fuimos paseando por
los rincones escondidos y, ambientados pero tranquilos, que sólo los residentes
conocen.
Esta vez sí, por capricho de mis tíos
y dejándome querer, cayeron unos huevos fritos con chistorra con un vino tinto,
joven, de Rioja Alavesa, que maridaba a la perfección con la contundencia del
almuerzo.
No pude resistir la tentación, a pesar
de no ser aficionado a ello, de hacerle una foto al plato y mandártela,
respondiendo con el manido emoticono de la carcajada ladeada.
Terminamos de almorzar tarde, nos
fuimos a tomar un café con su correspondiente pacharán y cerca de las tres de
la tarde llegábamos a casa.
¿Qué planes tenéis preparados para
hoy? Les pregunté. Ninguno, la verdad. Hoy pensábamos descansar y no salir por
la tarde. Pues entonces igual salgo yo esta noche a tomar algo, les previne,
pero de momento voy a echarme la siesta. Tal y como me tumbé en la cama, abrí WhatsApp
y te mandé un mensaje invitándote a tomar algo por la noche. No respondiste de
inmediato así que, desactivé la conexión de datos y de wifi para no ser
molestado y me dispuse a dormir. Abrí los ojos y eran cerca de las ocho. Lo
primero que hice fue mirar el teléfono y vi que me habías contestado hacía dos
horas. Te saludé y, ahora sí, contestaste de inmediato.
Acabo de despertarme de la siesta,
Inma. ¿Te apetece que quedemos a tomar algo? Claro que sí, dijiste, yo he
quedado con unos amigos sobre las nueve, pero no sé adónde iremos. Vale, pues
me ducho y cuando vaya a salir de casa te llamo. Así convinimos. Me duché, me
vestí y al salir te llamé. Estamos en un bar que no sé cómo se llama, me
dijiste, pero te mando “ubicación”, y con la inestimable ayuda de Google Maps
me dispuse a buscar el sitio.
Estábamos relativamente cerca, apenas
a quince minutos caminando, aunque el tener que esquivar la multitud que
abarrotaba las calles me hizo tener que invertir cinco minutos más en llegar.
Por fin llegué. Estabas con dos
parejas de amigos que eran de tu pueblo, pero vivían en Pamplona. Nos tomamos
unas cervezas, comimos algo por ahí y serían aproximadamente las dos cuando tus
amigos se despidieron, tres de ellos madrugaban al día siguiente porque tenían
que trabajar y la cuarta chica, que no trabajaba, prefirió acompañar a su
pareja.
Quedamos los dos solos y decidimos
tomar una cerveza más. Hacía una temperatura maravillosa, eso sí, con una
cazadora vaquera, aunque la verdad es que era difícil encontrar un sitio
tranquilo y agradable para poder charlar.
¡Qué agobio de gente! Exclamé riendo,
y sabiendo que tú disfrutabas en ese entorno. La verdad es que hay muchísima
gente. Según se acerca el fin de semana, cada día se nota que llega más y más
gente, confirmaste. Rafa ¿Te apetece que vayamos a mi casa? Estoy sola y
estaremos más cómodos, tengo alguna cerveza en la nevera y podremos charlar sin
tanto jaleo.
Por un instante dudé, pero pensé ¡Qué
demonios! Mis tíos no me esperan, no tengo compromisos y, para qué negarlo,
Inma era una mujer morena, de ojos castaños, guapa, con un tipo bonito de
proporcionadas curvas y para más Inri, simpática y divertida, con una
conversación agradable e interesante y, por lo que me había demostrado, una
mujer inteligente, que es lo que más me puede “poner” de una mujer.
No quiero abusar de tu generosidad y
confianza, pero me encantará. Y un brillo especial iluminó tu mirada cuando me
oíste decir eso.
Pues vamos para allá, y abriéndonos
paso entre la gente, fuimos acercándonos a su casa. Vivía en una casa antigua y
bonita, en pleno recorrido del encierro. Subimos las tres plantas del edificio
y entramos en una vivienda que yo definiría como señorial. Elegantemente
decorada, con un estilo personal que me gustaba, sin ser minimalistamente
moderna ni obsoletamente antigua. En el salón, un gran chaiselonge era el rey de
la estancia, pero reparé en una silla que, no sé si por el diseño o por el
material, disparó mi imaginación hacia la vertiente más lujuriosa buscando
darle usos poco inocentes. Era de madera maciza, se intuía robusta y con un
gran respaldo liso, alto y sin ningún grabado ni dibujo, sólo con el canto
torneado en la parte más alta que remataba el mismo.
Nos sentamos en el sofá y comenzamos a
charlar. De fondo se oían las conversaciones entremezcladas de la gente, risas
escandalosas e incluso gritos, pero estábamos mucho más cómodos que en cualquier
bar.
¿Dónde está esa cerveza que me
ofreciste? Te pregunté guasón. Ahhh ¿Pero todavía te quedan ganas de más?
Contestaste “a la gallega”. Ahora mismo te traigo una. Y levantándote te
dirigiste a la cocina. No te acompañé, principalmente porque no era mi casa,
era la primera vez que estaba allí y nos habíamos conocido ese mismo día, y no
quería que pensaras que me entrometía dónde no me llamaban, aunque bien
pensado, habías sido tú la que me había invitado. En cualquier caso, aproveche
tu breve ausencia para, eso sí, tomarme la libertad de quitarme las deportivas,
lo que advertiste en cuanto regresaste. ¡Vaya, el señorito se ha puesto cómodo!,
me regañaste socarrona, mientras ayudándote entre tus propios pies, te sacabas
las “Converse” sin soltar los lazos de los cordones.
Teníamos un sentido del humor muy
parecido, bromistas, irónicos y con dobles sentidos en las frases, pero sin
malas intenciones.
Inma, me has caído muy bien y te estoy
infinitamente agradecido por lo de esta mañana, te confesé. Ahhh, ¿Por el café
y el croissant? No tiene importancia, contestaste haciendo de nuevo gala de ese
arte para articular frases con doble sentido. No pude evitar reírme, tuviste
suerte que no me apeteciera un almuerzo en condiciones, te hubiera salido más
caro. Y en un alarde de bravuconería me dijiste: te hubiera invitado a una
mariscada, y los dos estallamos en una poco elegante carcajada.
A la vista estaba que las buenas
sensaciones entre nosotros eran recíprocas y, mientras decapsulábamos esos
botellines de cerveza no dejamos de mirarnos fijamente a los ojos.
Serví esas “Paulaner” de trigo en las
dos copas que trajiste, le dimos un generoso trago a la densa cerveza y
seguimos charlando.
La animada conversación hizo que, poco
a poco, y sin ser conscientes, fuéramos acercándonos el uno al otro, hasta que,
cuando reparamos en ello, estábamos en contacto físico y con nuestros rostros a
unos centímetros de distancia. Habías puesto una pierna sobre la mía, teniendo
que remangarte discretamente el vestido que llevabas, acariciabas mi brazo
cuando hablaba, en signo de confirmación y yo, como si fuéramos pareja desde
hacía tiempo, te masajeaba el pie que tenía sobre mi muslo.
Lo inevitable no quisimos evitarlo y
nuestros labios se buscaron rozándose y provocándote una sonora y profunda
inspiración. Entreabrimos las bocas y nos fundimos en un cálido beso sellado
por la rúbrica de nuestras lenguas que, descaradas, asomaban, se buscaban y
enredaban mientras nuestros cuerpos se templaban.
Las manos no mantuvieron la
compostura. Mientras, a la vez que te acariciaba con sutileza el cuello,
recogía tu melena detrás de tu cabeza, tú aflojabas, bajo mi camiseta, el
cinturón que llevaba puesto. La excitación de nuestros cuerpos comenzó a
manifestarse indisimuladamente, con un irreverente abultamiento en mi bragueta
y con tus pezones marcados como botones a través de tu vestido.
Nos recompusimos unos segundos sin
dejar de mirarnos, recuperamos el aliento perdido, le dimos otro largo trago a
la cerveza y buscando en un bolsillo de tu vestido encontraste una goma de pelo
con la que te hiciste una coleta.
Sin tregua para más reposo, apoyaste
tus manos en mi pecho y me empujaste provocando que quedara tumbado en el
chaiselonge. Arrastraste tus manos sobre mi camiseta y descubriste mi vientre,
desabotonaste mi vaquero y, con fuerza, tiraste de los pantalones hasta que me
los quitaste por completo, quedando ante ti con un bóxer de lycra negro. Me
quité la camiseta yo mismo, dejando mi cuerpo solo vistiendo el deformado
calzoncillo por esa brutal erección.
Te abalanzaste sobre mí y volvimos a
besarnos ansiosamente, pero la intensidad del ósculo fue mermando y
metamorfoseándose en un romántico beso. Lentamente, entre roce y roce de los
labios, fuiste distrayendo el camino de tu boca, que comenzó a recorrer mi
cuello, descendiendo por mi pecho, alcanzando mi abdomen y deteniéndose en la
frontera que la lycra marcaba.
Y confiado en que me liberarías de la
poca presión que sobre mi ejercía la elástica prenda, me sorprendiste dándome
un calculado mordisquito en el tronco de mi miembro a través del bóxer. Me
estremecí un instante, levantaste la cabeza mirándome a los ojos y sonreíste
perversamente. Sólo dijiste –tranquilo, y seguiste mordisqueándome hasta que, a
través del calzoncillo, traspasaron unas gotas de ese líquido que involuntariamente
expelo cuando mi excitación es máxima. Al ver el círculo brillante y viscoso no
tuviste mejor idea que darme un último, por el momento, mordisco en la punta de
mi polla, que ya palpitaba nerviosa e inquieta.
Inmediatamente después, mordisqueaste
mi vientre desnudo mientras, agarrando mi calzoncillo por mis caderas, lo
arrastraste por mis piernas hasta que me lo sacaste por completo.
Mi erección se erguía ante ti,
tintineante y con suma habilidad, te inclinaste sobre ella engullendo mi
masculinidad hasta donde tu garganta te permitió.
Diosssssssssssssss, me vas a
destrozar, fue lo único que acerté a decir, y mientras seguías mirándome a los
ojos, comenzaste a retirarte lentamente, hasta que entre tus labios quedó mi
hinchadísimo glande. Lo lamiste con deseo mientras con tus manos arañabas mis
muslos, desde mis caderas hasta mis rodillas, una y otra vez, perfectamente
sincronizadas con las succiones que tu boca aplicaba en la punta de mi sexo,
haciéndome sentir que me ibas a arrancar el alma.
Seguidamente comenzaste a masajear mis
testículos, que sentía hinchados y pesados por la excitación acumulada. Los
movías con maestría en la palma de una mano, mientras con la otra explorabas
territorios más íntimos que encontraste sin dificultad cuando me hiciste
levantar una pierna y apoyar el pie sobre el respaldo del sofá.
Sentía mi verga empapada, mis huevos hinchados
y una ligera humedad, por el hilillo de tu saliva que resbalaba por mi ingle
derecha y, sin advertir, con la yema de un dedo recogiste parte de ese reguero
y lo llevaste hasta mi esfínter que comenzaste a masajear dibujando círculos
sobre los anillos de mi ano. Sentía la yema de tu dedo resbalar con suavidad y
aplicar una medida presión hasta que esa presión comenzó a aumentar
progresivamente y, al tiempo que me apretabas fuerte las pelotas, invadiste mi
culo con tu dedo haciéndome gruñir como una bestia.
Eso es, Rafa, gruñe y goza, me
dijiste. ¡Para!, ¡Para! te rogué y por suerte para mí paraste. ¡Joder!, podría
correrme en cualquier momento, te aseguré y sarcásticamente contestaste ¿Eso
estaría mal? No estaría mal, pero a mí también me gusta dar placer.
E incorporándome y cogiéndote de la
coleta, tiré de tu cabello hacia atrás haciéndote levantar la cabeza y te besé
en un gesto de masculina dominación. Es mi turno, anuncié. Y comencé a desabotonar
el vaporoso vestido que llevabas, lo que hizo que los tirantes cayeran por tus
brazos, dejando el vestido arrugado en tu cintura. Llevabas un sostén de encaje,
con unos dibujos florales, muy liviano y nada recargado, con unos tirantes de
esos transparentes, creo que, de silicona, que apenas se ven, que protegía unos
senos que intuía generosos.
Te invité a ponerte de pie, frente a
mí, con un gesto de la mirada y lo entendiste rápidamente. En el momento en que
te levantaste, el vestido cayó a tus pies, y te ayudé a quitarlo de ahí para
evitar pisarlo. Te tenía frente a mí, cual Venus de Milo, con un bonito
sujetador que estaba deseando soltar y con una braguita tipo culotte a juego.
La transparencia de tu ropa interior enseñaba tus areolas tostadas y tus
pezones erguidos y tu pubis se dibujaba recortado y definido.
Sin levantarme del sofá, apoyé mi
cabeza en tu vientre y comencé a darte besitos a la altura del ombligo,
moviendo mi boca de una cadera a otra, descendiendo lentamente, hasta hundir mi
rostro en tu pubis, inhalando el aroma que tu excitación desprendía.
Tiré del culotte hacia abajo y me
ayudaste a quitártelo levantando ligeramente los pies. Tienes un coñito
precioso, cariño, y ayudándote a levantar una pierna, apoyé tu pie en mi hombro
y acerqué mi cabeza a tu entrepierna. Apenas había rozado con mi lengua tus
labios vaginales, un ahogado gemido salió de tu garganta y te apoyaste con las
manos en mi cabeza, mientras mi boca empujaba contra ti.
Estás muy mojada, te dije, y me
encanta. Comencé a lamerte sin contemplaciones, dándote largos lengüetazos
desde tu perineo hasta tu clítoris, una y otra vez, alargando mi lengua cada
vez más, tensándola cada vez más, frotando cada vez más fuerte, abriéndome
camino hasta que mi lengua lamía sin compasión desde tu ano hasta tu vértice de
máximo placer.
Esa mezcla viscosa de tus flujos con
mi saliva y ese olor a excitación mantenían mi erección álgida todavía.
Me puse de pie para liberar tus tetas
del sostén y entonces reparé en que por el balcón del salón comenzaba a clarear
el día.
Te abracé de pie y mi polla se aplastó
contra tu tripita. Levantaste un pie y lo apoyaste en el sofá mientras pasabas
una mano entre nuestros cuerpos, cogías mi verga y comenzabas a frotarte,
embadurnándome con la lubricante mezcla, lo que facilitaba que mi glande
resbalara entre tus labios vaginales sin ninguna dificultad.
Alargué mis manos por tu espalda y con
más intención que acierto conseguí soltar los corchetes del sujetador,
liberando tus tetas de su prisión. Resoplé un ¡Buffffff! ¡Vaya tetas! E
instintivamente llevé mis manos a sus copas para acunarlas y masajearlas,
mientras seguías masturbándote con la cabeza de mi pene.
En la calle se oía cada vez más jaleo
y revuelo, por lo que dedujimos que, si bien el silencio no había hecho acto de
presencia en toda la vigilia, ahora se acercaba la hora del próximo encierro.
En un receso del exceso de excitación,
a los dos se nos fue la mirada hacia esa silla majestuosa que iluminaba el
salón. Parecía cómoda, además de estable y consistente para soportar el peso de
los dos y en su favor jugaba que no tenía tapizado, lo que facilitaría su
limpieza en caso necesario.
Cogiéndote de la mano te llevé hacia
ella y me senté, mostrando más explícitamente mi erección. Levantaste las manos
hacia tu cabeza y, mientras te soltabas de nuevo el pelo, te sentabas a
horcajadas sobre mí dándome la cara.
Tus tetas quedaban a la altura de mi
rostro y automáticamente llevé mis labios para besar esas dos preciosas esferas
de suave y cálido tacto. Comencé a dibujar círculos sobre tus areolas, dándoles
golpecitos a tus pezones con la punta de mi lengua para terminar succionándolos
entre mis labios y tú, mientras tanto, movías tus caderas de atrás hacia
adelante, frotándote de nuevo contra mi verga.
Llevé mis manos a tus nalgas y te
indiqué el ritmo, pero querías más. Pasaste de nuevo una mano entre nosotros y,
agarrando mi polla con deseo, volviste a separar tus labios vaginales con la
punta de mi ariete, encaraste mi rigidez a la entrada de tu templo y, dejándote
caer suavemente me engulliste en tu interior.
Y por sorpresa se oyó el cohete que
anunciaba el comienzo del encierro. Y el jaleo de la calle se multiplicó
exponencialmente.
Y te agarraste con fuerza al respaldo de
la silla a la vez que comenzabas a mover tu culo de una manera endiabladamente
placentera.
El ruido aumentaba, voces, chillidos,
gritos y de tu coño salía un chapoteo difícil de reproducir.
En cada caída aplastabas mis huevos
con ese culo que me estaba llevando, con sus movimientos, al mismísimo paraíso.
Tus tetas bailaban descaradas ante mi
rostro mientras la multitud de los corredores parecía que estuvieran dentro de
la casa.
A mi mente vino el recuerdo del efecto
túnel de la carrera de por la mañana, buscando el placer de guiar el goce de la
hembra que me estaba montando en ese mismo momento.
El sonido de los cencerros se
aproximaba y esta vez era mi carnal badajo el que, ceñido entre tus dulces
muslos, se movía y agitaba con la velocidad y en la dirección que tus caderas
marcaban.
Y las pezuñas de los toros chocaban
contra el duro suelo como tú hacías con mis huevos en cada embestida,
aplastándolos contra el duro asiento y arrancándoles un sonido seco y cortante.
Y el alboroto comenzó a sonar como un
sordo ruido de fondo, amplificando los sonidos del carnal encuentro, de tus
gemidos ahogados, de mis guturales gruñidos, de nuestros sexos encharcados a
punto de estallar.
Y en el momento en que, al abandonar
la cara del morlaco, tropecé cayendo al suelo, al distraerme con tus nalgas y
con tus tetas me sentí caer justo cuando te desagarrabas corriéndote sobre mí a
la vez que me desbordaba inundándote con mi lechosa esencia.
Y caíste sobre mí dejando de saltar,
aplastando tus tetas en mi pecho y acomodándote con mi polla todavía en tu
interior. Nos besamos, estábamos sudados, pero complacidos.
El murmullo de la gente iba poco a
poco difuminándose.
Esa vez fui yo quien te dio unas
palmadas en el costado. Vamos, levanta, ya han pasado los toros.
Otro encierro, me dijiste. Otra
corrida, contesté.
Hay mañanas que amanezco palpitante y
hambriento. Con ganas de poseerte y de comerte.
¿Me dejas desayunarte?
Te muestro el juguete,
aceptas el reto,
encuentra el momento.
¿Te atreves?
Igual que tras la tormenta siempre llega la calma, tras la pasión
que alborota el alma siempre llega la paz del placer sereno.
Pasión en la que nos entregamos, compartimos y nos fundimos,
compartiendo caricias, besos y abrazos.
Lenguas que se arrastran por las pieles, dejando su húmedo rastro
de venenosa saliva que se mezcla con el sudor de la piel y con los elixires
secretos del cuerpo que lame.
Almizcle que embriaga y lubrica, predisponiendo las mentes y los
cuerpos a un apasionado encuentro de amantes sin compasión, ansiosos por
descubrir el cuerpo ajeno.
Perfume que destilan los poros de la piel brillante, incienso
profundo y excitante el que de nuestras entrepiernas sale.
Hasta que la fuerza mana, bruta, indisciplinada y salvaje,
acompasando caderas, reventando nuestros vientres, inundando nuestros cuerpos y
dejando en las yemas de nuestros dedos impregnado el aroma del visceral
encuentro, como señal indeleble de los rincones recorridos, explorados y complacidos.
Olores que lo dicen todo y que penetran en tu mente adueñándose de
tu recuerdo, como te penetraba anoche adueñándome de tu cuerpo.
Aroma que en nuestra cabeza dibuja gemidos, vaivenes y coloridos
éxtasis.
Hay días en los que el amanecer toca a
la puerta de tu sueño vestido de mujer, envuelta en sutiles prendas de gasa.
Días en los que reacciona ante la luz tu más íntima anatomía. Días en los que
despiertas con una excitación sobrecogedora, con tus pupilas brillando de
deseo, con el olfato afinado para percibir todos los estímulos, con tu piel
caliente y sensible, con tu sexo deseoso y preparado para batirse en duelo con
la más apasionada mujer. Hay días en los que despiertas desconcertadamente excitado
sin causa aparente… o quizás sí que la hubo y fuiste tú la protagonista de mis sueños.
El calor tropical de la noche no nos hubiera dejado dormir si no
hubiera sido por nuestro tórrido final de velada.
Después de cenar y de haber satisfecho nuestras necesidades
alimenticias, dimos rienda suelta a la imaginación para satisfacer nuestras
expectativas más carnales y, haciendo un alarde de improvisación, olvidamos viejos
prejuicios para abandonarnos a disfrutar.
Habíamos abierto los ventanales correderos del salón que dan
acceso a la terraza del jardín y apenas se notaba una ligera brisa, por lo que
decidimos salir fuera a disfrutar de un helado.
Estábamos vestidos muy informalmente, con la ropa cómoda que
solemos llevar para estar por casa, camisetas viejas y estiradas por el tiempo
y los lavados, esas que todas las semanas cuando van a la lavadora pensamos que
vamos a destinar para trapos pero que, no se sabe muy bien porqué, o bueno, sí
que se sabe, porque son comodísimas, terminamos doblando y dejando de nuevo
para volver a ponérnoslas, pantalones cortos y descalzos, que es como más nos
gusta estar por casa.
Estábamos en las tumbonas, con el respaldo incorporado,
comiéndonos nuestros helados, fríos y cremosos cuando al llevar una cucharada a
tu boca hiciste caer el helado sobre tu camiseta, lo que provocó que de tu
boquita de princesa saliera un exabrupto de carretero caminero que arrancó de
mí una sonora carcajada.
Mientras seguías, entre lamentándote y maldiciendo en lenguas
desconocidas, por terminar siempre manchándote, dejé mi helado en la mesita
auxiliar, me levanté, me senté en tu tumbona e intentando tranquilizarte sellé
tu boca con mis labios para que dejaras de protestar.
Accediste complacida dándome tu aprobación con los giros de tu lengua,
que se abría paso en busca de la mía mientras tiré desde los costados de tu
camiseta hacia arriba quitándotela y dejando a la vista tus pechos libres, que
reaccionaban bailando alegres con cada movimiento de tu cuerpo, escena que me
parecía de lo más bonita e hipnotizante.
Alargaste tu mano hacia la mesita auxiliar para dejar tu copa de
helado y aproveché para hacer lo mismo y recoger la mía y, sin preguntar, cogí
una cucharada de helado que extendí por las comisuras de tus labios e,
instintivamente, sacaste tu lengua para limpiarte tropezando con la mía que
comenzaba a lamerte el rostro hasta eliminar todo rastro del cremoso postre.
Nos miramos a los ojos y nuestras miradas hablaron, nuestras bocas
asintieron dibujando una discreta sonrisa y nuestros cuerpos comenzaron a
manifestar signos evidentes de un deseo más que evidente de seguir tomando el
postre.
Volví a tomar otra cucharada que extendí por tu cuello, que
ofreciste dejando caer tu cabeza hacia atrás. Y esta vez el helado comenzó a
resbalar por tu piel, perdiéndose entre tu escote. Alargando rápidamente mi
lengua no dejé que esa gota siguiera avanzando en su camino recogiéndola,
deshaciendo el recorrido andado y lamiendo el reguero del helado, pasando entre
tus pechos, que disfruté por ese tacto aterciopelado que sentía en mi rostro,
con esa calidez y esa dulzura que me atrapaba queriéndome impedir seguir, hasta
alcanzar tu cuello, que lamí y succioné hasta dejarte limpia.
Sentí tu corazón latiendo con fuerza y tu respiración
entrecortándose mientras se te escapaba algún gemido, signo inequívoco de que
estabas disfrutando del singular postre cuando sentiste mis dedos, cogiendo por
tus caderas el short que llevabas puesto junto con el elástico de tus braguitas
y, levantando tu cabeza y mirándome fijamente, sin articular palabra, hiciste
palanca con tus talones y tu espalda, elevando tus caderas, para que las
prendas salieran sin dificultad.
Tu cuerpo quedó a mi antojo desprovisto de cualquier adorno, salvo
de tu belleza natural.
El helado estaba cada vez más líquido, pero, aun así, cubrí con él
tus areolas y pezones que, al contacto con el fío postre, comenzaron a
inquietarse manifestando su sensibilidad con una delicada turgencia. Y me
dispuse a dibujar círculos sobre tus pechos con la punta de mi lengua,
recogiendo el helado, saboreándolo, lamiéndolo y lamiéndote hasta dejar tus
tetas impolutas y tus pezones erguidos, no pudiendo despedirme de ellos sin
agasajarlos con una ligera succión entre mis labios.
Yo había comenzado a transpirar y mi excitación era obvia, así que,
motu proprio, me quité la camiseta, las bermudas vaqueras y el bóxer, quedando
así los dos en igualdad de condiciones, totalmente desnudos.
Todavía quedaba algo de helado en mi copa. Ayudándote, reclinamos
por completo el respaldo de tu tumbona y quedaste yaciendo boca arriba. Cierra
los ojos, te indiqué, obedeciendo de inmediato. Desde las copas de tus pechos
dibujé dos senderos de helado, que como riachuelos se desdibujaban por tu
vientre camino de tu ombligo, donde convergían y desde el que continuaban, ya
convertidos en río en dirección a tu pubis que, muy lentamente, iban regando.
Y mi lengua entro en acción, lamiendo tus tetas con cuidado y,
lamiendo de abajo hacia arriba, limpiando tu piel por medidos tramos. Primero
de tu ombligo a tus pechos, continuando de tu pubis a tu ombligo, dejando para
el final tu rincón más sabroso.
Habías separado tus piernas y sentiste un lengüetazo, lento y
largo, que con la presión justa se arrastraba desde tu perineo hasta tu clítoris,
haciéndote suplicar un alargado “Diiiiiioooooooooooosssssssssssssssssss” que me
llegó a estremecer.
No pudiste, ni evitaste, mover tus caderas buscando la fricción de
tu coño con mi rostro, y mi lengua se afanó por asear todos los rincones del templo
que estaba deseando profanar.
¡Paaraaa, paaraaaa, para que me corro!, me dijiste temerosa por
terminar antes de lo deseado el festival de sensaciones y, empujada como por un
resorte, te incorporaste buscando ansiosa mi cuerpo que ya exhibía una
desmedida erección
Vamos, cariño, túmbate, me dijiste con un tono realmente lujurioso
y de inmediato me acomodé mirando al cielo en la tumbona.
Cogiste la copa de tu helado y, con la cuchara, dejaste caer unas
gotas de tu postre sobre mis pequeñas tetillas, que no tardaste en lamer,
intentando mordisquear mis pequeños pezones que ya habías despertado de su
letargo.
Continuaste con tu tortura sobre mí calmando así tu revancha,
avanzando por mi torso hasta alcanzar mi abdomen.
El helado, cada vez más líquido, aún seguía estando lo
suficientemente frío para sentir la diferencia de temperatura en mi cuerpo.
Sentía tu aliento abrasando mi piel en contraste con el frío que
todavía mantenía el postre, no pudiendo evitar encoger el estómago y tensar mis
músculos más íntimos, haciendo que mi verga se irguiera irrespetuosamente, lo
cual no pasó desapercibido para ti y, maliciosa y hábilmente, haciendo un
perfecto círculo con tus dedos índice y pulgar, anillaste mi polla por la parte
más próxima a mi pubis, manteniéndola totalmente vertical y descubierta,
mostrando mi hinchado y violáceo glande, terso, suave y brillante, que no
tardaste en cubrir con el cremoso helado. Sentí frío y humedad en la cabeza de
mi ariete, y excitación, por la sensación y por la situación y, levantando mi
cabeza, vi que el helado resbalaba por todo el tronco de mi masculinidad hasta
llegar a tus dedos, que desbordaba alcanzado mis testículos, que cargados,
pesados y calientes, eran refrigerados por el ya licuado helado.
Y de tu boca salió puro fuego y endiablado arte que, besando,
lamiendo, recorriendo y engullendo mi falo, me hizo entrar en un estado de seminconsciencia
casi tántrico por la intensidad del placer que me estabas provocando.
La mezcla del frío con el calor de tu boca, que succionaba de mí
absorbiendo los restos de helado me estremecía, haciéndome tensar los
cuádriceps de mis piernas y apretando fuerte mis glúteos y mi esfínter para
contener el placer.
Tu lengua se movía con maestría sobre los bordes de mi glande,
incidiendo en los puntos que proporcionaba máximo placer. Esa sensación intensa
sobre el frenillo de mi miembro me hacía desesperar y, sólo cuando observaste
que expelía involuntariamente unas gotas de líquido preseminal, me dejaste
reposar, no sin antes lamerlas hasta no dejar ni rastro.
Alargaste tu mano manchada para que te correspondiera, lamiéndote
los dedos para eliminar los restos de helado y, cuando terminé, comenzaste a
lamer el tronco de mi mástil, deslizando tu lengua por mis ingles, hasta
limpiar mis huevos, pero, todavía insatisfecha, los succionaste de uno en uno
en varias ocasiones introduciéndotelos en tu boca hasta que me hiciste gemir.
Vaya, parece que esto te gusta, me dijiste traviesa y, no sé muy
bien cómo, cuando me di cuenta tenía las rodillas pegadas a mi pecho y,
totalmente indefenso, me mostraba a ti que aguardabas sentada en la tumbona frente
a mí.
Acercaste tu cabeza a mi intimidad y comenzaste a lamer con ansia,
dejando caer tu lengua bajo mis testículos, que levantabas agarrándolos con una
mano, lamiendo todos mis rincones, descendiendo por mi perineo y recreándote en
mi delicado agujero que, ante tales estímulos, comenzó a contraerse fuerte,
prolongada e involuntariamente.
Habías conseguido tu objetivo, pero todavía no estabas plenamente
satisfecha, por lo que con acrobático estilo te pusiste a horcajadas sobre mi
rostro, dejando al alcance de mi boca tu preciado tesoro.
Alargué inocentemente mi lengua hasta rozar tus labios vaginales,
que estaban plenamente abiertos y desplegados, pensando que era mi botín,
cuando volví a sentir tu boca succionando con fuerza mi glande. Habías
orquestado, unilateralmente, un majestuoso “sesenta y nueve”, dejándome a tu
flor a mi alcance, pero haciéndome saber que eras la dueña de mi capullo.
Apenas fueron unos segundos de besos, lamidas y succiones, los
suficientes para quedar en igualdad de condiciones hasta que, de nuevo por tu
propia decisión, pensaste que había llegado el momento de buscar el fin a tan
prolongada tortura.
Volteándote y, todavía con una pierna a cada lado de la tumbona, te
desplazaste hacia atrás mientras me mirabas a los ojos, hasta calcular el lugar
exacto desde el que comenzar a descender y buscar el acople de nuestros
excitados cuerpos.
Sentí el abrasador y viscoso tacto de tus flujos sobre mi
masculina erección y cómo comenzabas a frotarte moviendo tus caderas de atrás
hacia adelante y viceversa. Ese gesto no era desconocido para mí, pero se
prolongó unos segundos más de lo habitual y mientras contemplaba tus tetas
bamboleándose pensé que te estabas pajeando conmigo sin el más mínimo reparo.
¿No quieres tenerme dentro? Te pregunte con voz ronca y, sin decir
ni una palabra, con una mano levantaste mi polla y la encaraste a tu entrada,
dejándote caer con calculada fuerza hasta aplastar mis huevos con tu culo. Te
quedaste quieta y, al sentir mis manos en tus caderas, comenzaste a mover tu
cintura, lentamente al principio, con ritmo alegre más tarde y desbocadamente
después.
Sí, vamos, sigue así, más fuerte, te pedí, a la vez que llevaba
una mano a tu pubis y comenzaba a masturbarte simultáneamente.
Tu coñito se estaba licuando por momentos y sentía tu néctar
resbalando por mis ingles y por mis testículos, lo cual me excitaba
salvajemente.
Vamos amor, un poco más, te dije, tu clítoris se sentía hinchado y
abultado, prominente y desafiante, y nuestros gemidos se acompasaban
sincronizados con tus movimientos de cadera hasta que un gruñido animal salió
de mi garganta y comencé a inundar tu interior con mi blanca esencia, al tiempo
que gritabas un sssssssiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii confirmatorio de la llegada
de tu clímax, dejándote caer sobre mi pecho.
Con tus tetas aplastadas contra mi torso te abracé, recorriendo tu
sudada espalda con la yema de mis dedos mientras nos besábamos románticamente
después de la menos romántica cópula.
Estábamos realmente exhaustos, pero satisfechos. Sudados y
manchados por los restos del helado y de nuestros propios fluidos. Disfrutamos
de esa sensación de paz espiritual y relajación muscular hasta que por obra de
la naturaleza y del agotamiento natural, mi tensa rigidez se convirtió en
arrugada flacidez, y resbalé de tu interior como quien por obligación abandona
un paraíso.
La noche había avanzado, el calor no cedía y el cansancio
acechaba, así que nos dimos una ducha fría una vez recuperado el aliento y nos
fuimos a dormir.
El sol nos despertó temprano y amanecimos sudorosos. Como es
habitual en mí, lo primero que hice fue poner la cafetera en marcha para
saborear, y de paso despejarme, con un café recién hecho. La negra y tostada
infusión caía sobre la taza, puse música suave para comenzar bien el domingo y
apareciste ante mí. Nos miramos, sonreímos, nos abrazamos y nos besamos.
No sé cómo acabará el desayuno, por si acaso, que no falte un
refrescante helado.
Ella no había estado nunca allí pero su curiosidad innata le
impelía a probar esa sensación que, en varias ocasiones, había leído que se
sentía cuando la brisa acaricia tu piel, cuando el agua salada del mar se
desliza por todos los rincones de tu cuerpo desnudo, cuando el sol templa tu
piel en toda la extensión de tu anatomía.
Él era un asiduo de esa playa y, a su pesar, se había ganado un
cierto y díscolo prestigio, del que no se sentía especialmente orgulloso, entre
el resto de bañistas habituales. Conocía a casi todas las mujeres que allí
estaban, y todos conocían de sus flirteos y amoríos.
La pudorosa mujer se puso en un rincón discreto, ligeramente
apartado del resto de gente, extendió un enorme plaid, sobre el que colocó
cuidadosamente su bolsa. Se tumbó sobre él y, comprobando que nadie reparaba en
ella, comenzó a desvestirse. Se quitó los pantalones cortos, la camiseta, y se
quedó con el biquini que traía puesto. No quiso desnudarse del todo porque,
además de su pudor, sentía cierta vergüenza por su cuerpo, ya que le sobraban
ciertos kilos pero, sin embargo, estaba tan harta de pensar en lo que dijeran
los demás, de esos estándares de cuerpos perfectos, de esas modelos rubias, de
pelo largo y planchado, tetas perfectas, largas y torneadas piernas, soñadas
por todos los hombres, que decidió que le daba exactamente lo mismo, pensó que
qué coño, ella era inteligente y divertida, buena amiga y mejor amante, por lo
que armándose de valor, poco a poco, bajó los tirantes de la parte de arriba de
su biquini negro, llevó sus manos a la espalda, soltó el corchete del sostén, y
se desprendió del mismo, dejando sus generosos pechos a la vista en un natural
topless. Se embadurnó de crema solar con factor de protección extremo porque
era muy blanca de piel y no quería estar al día siguiente roja como un camarón
recién cocido y se dispuso a disfrutar.
Ingenua y enfrascada en sus pensamientos para superar esas
barreras que le impedían disfrutar plenamente de la tarde de playa, no se dio
cuenta de que estaba siendo observada. Él, un varón seguro de sí mismo, pronto
supo que ella era nueva en la cala, no sólo porque no recordaba haberla visto
antes allí, sino también por su actitud inquieta y artificial, dedicando un
buen rato a observarla. Él estaba, como era habitual en todos los que allí
solían ir en cuanto se instalaban sobre la arena, completamente desnudo e
irradiaba cierta arrogancia ya que estaba muy orgulloso de sus masculinos
atributos, los cuales no pasaban desapercibidos.
Miró de soslayo a algunas de las mujeres con las que ya había
tenido algún escarceo y que, desnudas, le invitaban a acercarse. No era ajeno a
ese deseo que despertaba y tampoco lo era al buen recuerdo que dejaba, pero estaba
hastiado de esa situación, no le apetecía la caza fácil, en su fuero interno
reconocía haber caído en las tentaciones de la carne, de un desahogo sin
compromiso, pero no quería sentirse un depredador. Esos fugaces encuentros le
dejaban una sensación de vacío de la que tardaba días en recuperarse. Quería
conocer a alguien distinto, le apetecía lo ignorado, le apetecía lo diferente,
lo desconocido, lo auténtico, pero no por lo exótico, sino por encontrar
alguien que no fuera tan superficial y que tuviera cierto calado intelectual. Se
quedó sentado en su toalla, observándola con todo el descaro del mundo. Ella,
absorta en esa nueva situación, en un momento dado sintió que estaba en la
pista central de un gran circo, contemplada por toda la platea pendiente de sus
movimientos, pero decidida como estaba, determinó que iba a tomárselo con
calma, se tumbó boca arriba, se puso las gafas de sol, cogió el libro y empezó
a leer.
Él, tras haberle concedido unos minutos para ver cómo se
desenvolvía, se levantó, se acercó hasta ella y, con cierta arrogancia, después
de leer el título del libro, le dijo: hola, tú eres nueva aquí, ¿Verdad? Porque
esto es una playa nudista, no es textil, y estás en la zona nudista, por lo que
deberías desnudarte del todo.
Ella apartó el libro, bajó hasta el puente de la nariz sus gafas
de sol, que también estaban graduadas, le miró de arriba abajo, deteniéndose inconscientemente
en alguna parte de su anatomía, y le dijo, ignorando su maleducado tono, sí, sé
que es una playa nudista y estoy aquí para eso, pero déjame tranquila, necesito
mi tiempo y me lo voy a tomar con calma.
Quedó sorprendido por la seguridad que transmitía y el tono
irónico y sarcástico de su voz, con el que no estaba acostumbrado que le
contestasen. Lo habitual era que, sobre todo las mujeres, asintiesen crédulas
sus tesis y argumentos, no debatiéndole en lo profundo, rindiéndose todas a sus
pies, bueno, a sus pies no, rindiéndose todas a él. Perplejo, la miró asombrado,
apartó un poco la tapa del libro y le preguntó ¿De qué va? Y ella le contestó,
¿De verdad quieres saberlo? Y él dijo: para una persona que me encuentro que
está dispuesta a hablar, sí, me apetece hablar contigo y saber de qué va el
libro.
Ella se incorporó y se sentó en la toalla, él le preguntó si se
podía sentar, asintió con un elegante gesto de cabeza y, puesto que el plaid
era grande, se acomodó a su lado, pero respetando su espacio.
Olvidándose de que estaba desnuda de cintura para arriba, con
total naturalidad empezó a hablar con él. En realidad, la actitud de macho alfa
prepotente era sólo eso, una impostura, una coraza una falsa fachada que
protegía su sensibilidad. Cuando reparabas en él se percibía algo, una
inteligencia natural, tenía cierta delicadeza, tenía una cierta ironía y un
cierto sarcasmo, pero nunca había tenido interés en desarrollarlos puesto que con
su impostor papel no lo había necesitado.
Cuando se dieron cuenta llevaban hablando un buen rato. El sol
estaba empezando a caer, a pesar de lo cual hacía bastante calor, por lo que él
le propuso darse un baño
Relajada e integrada en ese nuevo entorno, dejó el libro en su
bolsa y fueron caminando hacia el agua, separados por esa distancia de respeto,
pero enfrascados en su conversación.
Rieron cómplices al entrar en el agua, nadaron unas brazadas y
volvieron a hacer pie, se bañaron tranquilamente, siguieron charlando y
conociéndose, lenta pero agradablemente y decidieron salir para secarse
aprovechando los últimos rayos de sol.
Al llegar a la toalla se dio cuenta de que no había traído biquini
para cambiarse y él le dijo: déjalo que se seque, quítatelo y déjalo que se
seque, además, todo el mundo te está mirando porque eres la única que lleva
puesta la braguita.
Volvió a reflexionar en su interior, si estoy aquí es por algo. Si
estoy aquí es porque todo me da lo mismo en este momento, si estoy aquí es
porque puedo, porque quiero y porque me da la gana y, ahondando un poco más,
porque quiero superar mis miedos y saltar esas barreras y, además, aquí no me
conoce nadie, así que, simplemente, se bajó el bañador hasta sacárselo por los
pies. No era la mujer más delgada, no tenía las piernas más largas ni definidas,
simplemente era una mujer y allí, en el centro de su feminidad, seguía habiendo
vello, a diferencia de muchas mujeres que no lo tenían. A él le gustó y haciendo
un esfuerzo, fue capaz de seguir hablando con ella sin desviar su mirada, disfrutando
de la primera de sus mil y una noches.
Si no te importa, voy a recoger mis cosas y me pongo a tu lado,
dijo él y, casi sin esperar la afirmación de la respuesta, se dirigió hacia el
lado de la playa donde tenía su bolsa y su toalla.
No pudiste evitar mirarlo, caminado de espaldas, observando sus
glúteos tensándose a cada paso y su marcial, pero comedido, braceo. Lo contemplaste
agachándose, casi absorta cuando apreciaste la magnitud de su masculinidad al
ponerse en cuclillas para recoger en su bolsa lo que había esparcido por la
toalla y, cuando se incorporó y comenzó a caminar hacia de ti de nuevo,
evitaste la mirada furtiva como una niña a la que acaban de descubrir espiando
una intimidad.
En unos segundos estaba de nuevo a tu lado, acomodándose y
sentándose en su toalla.
La tarde seguía avanzando dejando que la luna asomase y, sin pedir
permiso, empujase al sol a recogerse.
La playa, poco a poco, comenzaba a quedar desierta. No había niños
y que fuera víspera de San Juan propiciaba que la gente se retirara un poco
antes para tener tiempo para cambiarse y bajar a la verbena que se celebraba en
la celebración del estival Santo en la plaza de esa pequeña localidad
menorquina.
Cuando nos dimos cuenta estábamos tú y yo solos, charlando
animadamente hasta que te pregunté ¿Se ha secado ya tu biquini? No, contestaste
lamentándolo.
Vamos a darnos un baño, te propuse, y disfruta de nadar sin ropa. Sorprendida,
por un lado, pero agradecida por otro, puesto que realmente era lo que habías
ido a experimentar, te sonrojaste un segundo y esbozando una tímida sonrisa me
dijiste: vale.
Nuestros ojos se iluminaban cuando nuestras miradas se cruzaban.
Los kilos que, según tú, me habías confesado que pensabas que te sobraban,
dibujaban a mi vista curvas sinuosas que invitaban a ser recorridas disfrutando
de ellas en cada caricia, como un motorista hace en una serpenteante carretera
de montaña. Te veía tan deseable, tan desnuda, tan rotunda, que un masculino
deseo comenzaba a despertarse en mi entrepierna, y no, no era por satisfacer mi
ego, era porque tu intelecto había ido atrapándome y descubriéndome a una mujer
excepcional, que necesitaba disfrutar en el más amplio concepto del término,
que necesitaba sentirse querida, amada y deseada.
Poco a poco nos fuimos acercando al agua y, como una niña
temerosa, alargaste tu mano buscando el apoyo de la mía para ayudarte a guardar
el equilibrio al entrar en el mar, a pesar de que la playa era larga, cubriendo
poco a poco y con el mar en absoluta calma, hasta el punto de que parecía una
bonita laguna, rodeada de pinos por la parte terrestre y abierta al infinito
por el lado del mar.
Caminando lentamente, inconscientemente te pusiste de puntillas
cuando sentiste el agua bañar tu pubis, que quedaba con los rizos de tu vello
estirados y goteando hasta que, finalmente, el agua lo cubrió por completo.
Creo que hice lo mismo cuando sentí la fresca agua en mis testículos, un par de
pasos más tarde, ya que mido algo más que tú, pero seguimos avanzando hasta que
el agua casi cubrió tu pecho.
Volvimos a dar unas brazadas mar adentro y regresamos hasta hacer
pie. Estábamos muy cerca y el agotado sol se reflejaba en el mar dibujando una estela
crepuscular y fantástica. Mira, te dije, contempla como se esconde, y me puse
tras de ti abrazándote por la cintura. Tu reacción fue serena pues lo único que
alcanzaste a hacer fue coger mis manos, que se posaban sobre tu ombligo, con
las tuyas propias. Sin pensarlo, husmeé con mi nariz en tu cuello, apartando tu
cabello mojado y te besé, respondiéndome con un sonoro pero discreto suspiro.
Disfrutamos de esa puesta de sol desde el agua, contemplando como
el astro rey, lenta, pero inexpugnablemente, iba acostándose en el mar,
empujando por otro lado a la luna, que comenzaba a iluminar la cala con su
nívea luz, dibujando, poco a poco, otra estela sobre el agua.
El agua había perdido algunos grados de temperatura, pero creo que
se los habían robado nuestros cuerpos, que estaban cada vez más calientes.
Acomodado en tu espalda, y sintiendo mi aliento en tu nuca,
dejaste caer hacia atrás tu cabeza exponiendo tu cuello, por lo que comencé a
darte bocaditos sobre los hombros, mordisquitos en la nuca y besitos en el
cuello. Tus suspiros acompañaban cada movimiento de mis labios y mis manos
habían comenzado a deslizarse por tu cuerpo, sujetándote por las caderas y
deslizándose por tus costados, ascendiendo hacia tus axilas, tropezando con las
redondeces de tus pechos, que acuné con mimo en las palmas de mis manos y que
masajeé con cuidado mientras tu respiración se iba entrecortando.
Mi masculinidad había reaccionado y, progresivamente, iba
endureciéndose y tropezando entre tus nalgas. Me sentiste y me buscaste,
separando tus muslos para facilitar que entre ellos pasara y, quedando con las
piernas semiflexionadas para ajustarme a tu altura, comenzaste a mover tus
caderas frotándote conmigo.
Era un baile endiablado en el que, en cada movimiento de tu
cintura, sentía la fricción de tu entrepierna, que resbalaba sobre mi erección
y me provocaba con el roce de tu vello hasta hacerme alcanzar una dureza
desconocida.
En tu oído gruñía ahogando mis placeres, mientras guiabas mis
caderas con tus manos, que habías llevado hacia atrás y mientras mis manos
seguían masajeando tus tetas y pinzando tus pezones que, turgentes, se marcaban
con descaro.
Con el sol desaparecido y la luna radiante, te giraste frente a mí
y me miraste fijamente. Tu mirada había cambiado y la timidez se había
convertido en seguridad. Transmitías fuerza, energía, dominio y deseo y estabas
dispuesta a aprovechar esa ocasión para disfrutarla al máximo.
Me abrazaste por el cuello y comenzamos a besarnos
apasionadamente, con nuestros cuerpos desnudos, ceñidos uno al otro, con tus
tetas aplastadas en mi pecho, con mi erección contra tu tripita, hasta que,
poco a poco, fuimos yendo aguas adentro, hasta que mis hombros quedaron
cubiertos, momento que aprovechaste, junto a la ingravidez que el mar te
proporcionaba, para abrazar mi cintura con tus muslos, ayudándote sujetando tus
nalgas con mis manos.
Nuestras lenguas enzarzadas no cejaban en su juego, y ahora tu
entrepierna quedaba expuesta a la rigidez de mi mástil que, torpemente,
topeteaba entre tus muslos. Sentía los rizos de tu vello en mi glande y eso me
enervaba más todavía, y me llevaba a alargar mis manos bajo tus nalgas para
descubrir por completo la entrada a tus entrañas.
Estabas increíblemente guapa bajo la luz de la luna y me estabas
desesperando de placer. ¿Quieres tenerme dentro? Te pregunté. Por favor, me
contestaste, y en un acertado movimiento, sentí en la punta de mi glande la
calidez de tus flujos y la suavidad de tu vulva, a la vez que clavaste tus
talones en mi culo y comencé a enterrar muy lentamente mi verga en tu interior.
Un largo gemido tuyo se confundió con un gutural gruñido mío hasta
que mis testículos quedaron en el umbral de tu túnel.
Quedé inmóvil, sintiendo como habías comenzado a contraer
involuntaria, fuerte y rítmicamente tu vagina sobre mi polla.
Grrrrrr qué placer! Fue lo único que alcancé a decirte, mientras
comenzabas a moverte, haciendo fuerza con tus manos y tus talones y aupada por
mis manos.
La sensación era de un goce absoluto, de un coñito delicioso, de
unos pezones tan duros que casi arañaban mi pecho, de una lengua virtuosa que
se enredaba con la mía, de unos gemidos celestiales, de un culo salvaje, de una
mujer con mayúsculas.
De un ritmo en las caderas para mí desconocido, de una pasión sin
igual, de una entrega absoluta, de un placer descomunal.
Vamos, cariño, empuja fuerte, me dijiste, sabiendo que mis
movimientos eran torpes y eras tú la que saltaba sobre mí, insertándose mi daga
en lo más profundo de su cuerpo, una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez
más rápido, cada vez más profundo.
Mis manos seguían masajeando tus glúteos, y con los dedos
alargados rozaba tus ingles y tus labios vaginales, apartando con destreza tu
vello para que no te molestara en las embestidas y, obscenos, buscando tu
culito para acariciarlo.
Al sentir la yema de mi dedo sobre tu esfínter sentí como
contraías fuerte tus músculos más íntimos a la vez que apretaste tus muslos
sobre mi cintura casi con violencia. ¿No te gusta? Pregunté, pues lo único que
buscaba era complacerte. Nunca me han acariciado ahí, y me ha sorprendido, pero
me gusta. Muy cuidadosamente fui masajeándote, dibujando círculos sobre los
anillos de tu esfínter, mientras comenzabas a recuperar el ritmo de tu trote
sobre mi erección.
Cuanto más intensos eran mis círculos, más fuerte te dejabas caer.
Vamos cariño, no aguanto más, yo tampoco, confesaste, y dejando de saltar, pasaste
una mano entre nuestros cuerpos, comenzaste a frotar tu acolchado pubis contra
el mío, restregándote mi polla en el interior de tu coñito y masturbándote el
clítoris cada vez más rápido y fuerte.
Tu respiración se hizo incontrolable y, cuando la yema de mi dedo
presionó tu ano, un desgarrador gemido me anunció tu clímax, mientras tu mano
se agitaba entre nuestros vientres hasta quedar satisfecha.
Vamos cariño, ahora tú, me dijiste sin soltarte y, comenzando de
nuevo a moverte comenzaste a apretarme interiormente haciéndome sentir que me ibas
a ordeñar, mientras intentaba empujar dentro de ti hasta no soportar más tanto
placer y comenzar a descargar mi semen en tu interior soltando un primitivo y
prolongado gruñido.
Quedamos quietos, abrazados y todavía unidos, recuperando la
respiración y calmando nuestros pulsos hasta que fui abandonando tu refugio.
Nos recompusimos como pudimos y regresamos de nuevo a las toallas,
donde nos tumbamos para secarnos a la luz de la luna.
¿Se secó tu biquini? No, me dijiste, pero no importa, hoy haré
otra cosa más que nunca había hecho antes, me pondré las bermudas sin ropa
interior.
Seguimos hablando y ganando todavía más confianza el uno en el
otro. Abandonamos la playa, dispuestos a repetir otra tarde de baño nudista,
pero esa noche acababa de comenzar, era la noche de San Juan y la íbamos a
disfrutar. Nos fuimos a duchar y arreglar y quedamos para cenar algo por ahí e
ir a bailar a la verbena.
Fue una noche mágica, imposible de olvidar.
La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...