Y tras ofrecerme a tu voluntad, con tus muslos sedientos drenaste
mi miembro, hasta dejarme completamente seco.
Nada es lo que parece, pues hasta el más romántico de los hombres tiene su lado oscuro.
Y tras ofrecerme a tu voluntad, con tus muslos sedientos drenaste
mi miembro, hasta dejarme completamente seco.
Empuja con fuerza, me pediste. Y clavándome en lo más profundo de
tu cuerpo, nuestros sexos comenzaron a palpitar sincrónica y rítmicamente.
Debí suponer que un café no apagaría tu sed. Que un beso no
calmaría tu hambre. Que un abrazo no saciaría tus ganas de mí. Y prisionero de
tus muslos nos abandonamos al placer.
Te llevé a ver las estrellas y, tras la pasión a la luz de la
luna, amanecimos gozosos al alba.
Sólo dame una razón para que no te deje montarme, para que te
prive de mi cuerpo, para que te niegue el placer.
Si ya me gusta que me abraces, sentir tu lengua en mi piel no
sabes lo que me provoca.
¿Me dejas darte los buenos días? No hace falta que digas nada, un gemido será suficiente muestra de libre consentimiento.
¿Los compartimos?
Mañana
de domingo, en la que compartimos un paseo por el Retiro, risas, confidencias,
sorpresas agradables aliñadas al sol en una terraza con unas cervezas y unas
tapas. El verano amenaza con ese sopor por el calor y nos lleva a refugiarnos
en casa. Nos dormimos una siesta reconfortante y relajada, en la que nuestros
desnudos cuerpos se respetan, a pesar de los inevitables roces, alguna caricia
robada y besos cómplices. Despierto y duermes. Voy a la cocina a por un vaso de
agua y al regresar contemplo tu estampa. Me descubres yendo hacia ti, me miras
fijamente y percibes ese brillo en mis pupilas que delatan el placer que deseo
hacerte sentir. No articulas palabra, pero los gestos hablan. Y si el deseo
invade mi sexo, tus muslos abrasan. Me acerco y me acoges, me alcanzas y tiras
de mí hacia ti como esa pantera que alcanza su presa, celosa por devorarla. Y
la lucha empieza, suenan timbales al ritmo que las ansias nos marcan. Los sexos
despiertan, y se enervan, se crecen, se abren, se mojan. Los gemidos invaden la
sala, los gruñidos caen sobre la almohada, los cuerpos se baten en lid
sofocada. Y afloran sudores, saliva, fluidos que provocan que nuestras pieles
resbalen. Y entro hasta tú más profundo interior extrayendo de ti tu mejor
néctar. Me clavas las uñas, me estiro, me anudas con tus muslos, te empujo, te
arqueas, me tenso, me atrapas, te giras, me montas salvaje. Y en brutal
cabalgada jadeas al límite, hasta saciar tu sed, hasta alcanzar tu clímax,
hasta hacerme gruñir, hasta exprimir mi más masculina dureza. Caes sobre mi
pecho, te acojo, te beso, te mimo, te cuido, te calmo, te abrazo.
Repasando
en los viejos volúmenes de mi biblioteca, encontré tres ejemplares en los que
suelo refugiarme con cierta periodicidad. No son grandes obras, pero me
escuchan sin juzgarme, cuando ahogado en dudas recurro a ellos buscando
respuestas.
Quizá
sea por mi mala cabeza, mi mala suerte, mi exigencia o, en ocasiones, mi
impertinencia, pero como hombre y mortal, a veces soy pecador y caigo ante
tentaciones de las que es mejor guardar buenos recuerdos que arrepentirse, pues
en su goce estuvo el pecado y en el placer la penitencia.
En
ocasiones me da por hacer anotaciones, pequeños apuntes, breves reseñas que me
ayuden a recordar esa fantasía que mi mente imaginó o ese prohibido placer que
mi carne disfrutó, en el tálamo compartido con la lujuria y la lascivia como
silentes testigos.
Y cuando
tengo algo de tiempo, ese bien tan preciado y muchas veces infravalorado, cosa
que no ocurre con frecuencia, lamentablemente para mí, repaso esas ideas
garabateadas y, con los ojos cerrados, recreo la escena fantaseada o, con
evocadoras profundas inspiraciones saboreo el regusto del goce disfrutado y
compartido y, con serena paciencia, intento darle forma a través de las letras
configurando, humildemente, mis propios tres viejos cuadernos.
De esta
forma acumulo, cual Diógenes, recuerdos y fantasías que se mezclan en mi mente
y, a la par que me complacen me confunden. La imaginación es poderosa en la
mente inquieta y el cuerpo que desea y, cuando se activa, empieza una espiral
sin fin en la que en cada giro aumenta la velocidad, aumenta el radio, aumenta
la estela, aumenta el deseo y el cuerpo despierta. Placer mental que se
retroalimenta al calor que la tinta de la pluma deja sobre el papel según se
dibujan las letras que describen la mental escena.
Y mi
inconformismo me lleva a leer y releer lo ya escrito buscando pulir rebabas y
abrillantar detalles, en los que me sumerjo, en apnea imposible que me priva
del vital aire a la par que la más primitiva de las excitaciones se apoderan de
mi voluntad, derivándome, cuál náufrago exhausto, a esa isla desierta en la que
mi masculinidad no conoce la vergüenza y se yergue desafiante en mi regazo
mientras termino de dar forma al texto, sobre el que queda algún borrón de
tinta cuando mi pulso tiembla por la excitación que mi cuerpo acumula dejando
el mismo muestras de gotas traslúcidas que involuntariamente mi miembro
expulsa.
Llega el
calor, la respiración agitada, el corazón acelerado, los sofocos, la salvaje
excitación de sentir el aire acariciando mi cuerpo desnudo sentado frente al
escritorio y las palpitaciones bajo mi vientre manteniendo erguido mi sexo que
clama por ser liberado en tan agónica escena.
Y en
placentera sincronía, al tiempo que los protagonistas de mi calenturienta…
¿fantasía?, ¿recuerdo?, quizá fusión de las mismas, se retuercen de placer
cuando les asalta el clímax, mi cuerpo les acompaña fundiéndose en un
compartido éxtasis que hace que me abandone hasta recuperar la cordura.
Perdón
por la impostura si acaso mi elucubración no fue de tu interés, más sólo
pretendía buscar refugio, como decía al principio, quizá de mis propios
demonios. No desaprovecharé la ocasión para invitarte a que eches un vistazo a
mis tres viejos e incompletos cuadernos, con la advertencia de que no pretenden
ser nada, sólo un pequeño refugio para mi pecadora alma.
La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...