La velada discurrió sin sobresaltos, todo siguiendo el guion previsto. Una charla interesante, ambiente agradable, música suave de fondo, temperatura confortable, luz tenue y unas velas encendidas en la mesa, cuyo tintineo se reflejaba en las, cada vez más dilatadas, pupilas de tus ojos. La cena fue frugal pero sabrosa, regada con unos buenos vinos y un cava frío, para refrescar nuestras bocas del dulce postre con sus burbujas chispeantes.
Hablamos de nuestros gustos e intereses, de lo que nos atraía del otro, de nuestros sueños por cumplir y, cuando sobre la mesa fueron desgranándose, como arrancadas de lo más profundo de nuestros subconscientes, esas fantasías ocultas que todos tenemos, me levanté, abrí un cajón del mueble del salón, y saqué un largo pañuelo de seda negra con el que, sin preguntarte, te privé del sentido de la vista.
No había terminado de anudarlo en la parte de atrás de tu cabeza cuando inspiraste profundamente, como queriendo prepararte para lo que restaba por llegar.
Seguidamente, y con otro pañuelo similar, anudé tus muñecas a tu espalda, lo que te provocó cierta inquietud, que yo calmé con mis palabras.
Perdiste el contacto conmigo y solamente te orientabas por el sonido seco de mis tacones sobre el parquet, por el aroma de mi perfume que viajaba en las suaves brisas de aire provocadas por mis movimientos, por el calor de mi cuerpo cuando me aproximaba a ti. Y cuando sentiste mis labios aproximarse a los tuyos, instintivamente, encogiste el estómago y juntaste las rodillas, como queriendo protegerte de algo que estabas deseando que sucediera. Nos besamos en un desafiante ósculo, de diferentes sabores, tímido pero excitante, inquieto pero premonitorio.
Solo te lo pregunté una vez: ¿Estás preparada?, sí, contestaste con rotundidad, y mis dedos dibujaron la silueta del cuello de la camisa sobre tus clavículas. Deslicé mis dedos con delicadeza y fui desabotonando tu blanca blusa, dejando tu torso al aire. Llevabas un sostén precioso, de suave blonda negra que protegía tus prominentes pechos. Besé tu cuello, tus hombros, dejando que la prenda resbalara por ellos, besé tu escote y solté el corchete que tu sujetador tenía entre las dos copas, liberando tus senos de su opresión, apareciendo tus hermosas tetas ante mi rostro, bellas, suaves, con las areolas tostadas y tus pezones todavía expectantes. Hundí mi rostro entre ellas e inspiré profundamente para comenzar a besarlas con delicadeza, hasta posar mis labios sobre los incipientes botones que las coronaban. Y haciendo círculos sutilmente con la punta de mi lengua sobre tus areolas, éstas se tornaron rugosas y tus pezones se erigieron desafiantes en esos preciosos senos.
Tu respiración había comenzado a agitarse y tu piel estaba cada vez más caliente. El roce de mis labios sobre ella me transmitía como tu temperatura aumentaba a medida que mi boca descendía recorriendo tu anatomía.
Llegué a tu ombligo, que besé con cariño, mientras mis manos corrían la cremallera que tu falda tenía en la cadera. Instintivamente levantaste tu cuerpo, apenas unos centímetros, lo suficientes para que la deslizara por tus piernas y te despojara de ella.
Poniendo una mano en cada rodilla las separé sin que opusieras ninguna resistencia y besé el rincón donde convergen tus muslos, arrancándote un ahogado gemido, a pesar de hacerlo sobre tu suave íntima prenda. El aroma embriagador que emanaba de tu oculta flor despertó mi más primitivo instinto y poniendo mis manos en tus caderas, cogí con fuerza tus bragas y tiré de ellas hasta llevarlas a tus tobillos.
Despertaron mis demonios y la lujuria pervertida se apoderó de mi ser, llevándome a libar con deseo el maná que de tu manantial comenzaba a manar.
Puse mi boca en la cara interna de tu rodilla izquierda y, apoyando ahí la punta de mi lengua, la arrastré sin compasión hasta llegar a tu ingle. Ascendí, intercalando pequeños mordisquitos en tu pubis, para bajar por tu ingle derecha y llevar mi lengua hasta esa rodilla por la cara interna de tu muslo. Suspirabas, y tu respiración agitada encendía cada vez más mi deseo. Hice con mi boca el camino de vuelta, hasta llegar a tu secreta flor. Y comencé a circunvalarla con mi lengua, pasando indiferente, al norte de tu cuerpo, por encima de tu caramelito de placer, alcanzando, al sur, tu perineo. Una y otra vez, como mortificante pena que te llevaba a no poder evitar mover tus nalgas en la silla buscando que el roce fuera más intenso, más fuerte, más salvaje, más sexual. Tus labios vaginales se habían desplegado y brillaban preciosos y, con suavidad, los rozaba con mi lengua haciendo que tu placer aumentara. Llevé mi lengua a esa tierra de nadie que tienes entre tu ano y tu sexo. La apoyé por completo y, presionando la arrastré, ascendiendo despacio, desplegando todos tus pétalos, recogiendo tu excitación acumulada, haciendo que tu coñito explotara como un bombón de licor, hasta llegar a tu clítoris, que abracé con mis labios y succioné de un golpe fuerte y seco, arrancándote un grito de placer sublime. Dibujé geométricas figuras sobre tu pequeño apéndice, que asomaba por completo debajo de la piel que lo protege, terso, turgente y desafiante.
Y apoyé mi lengua sobre él, dejándola inmóvil. Y cuando menos esperabas, presionando con fuerza sobre ti, la arrastré descendiendo por el centro de tu intimidad, terminando de abrir tu cuerpo en canal, pero al llegar al centro de tu sexo me detuve, tensé mi lengua y te penetré con ella, empujando todo lo que pude mi cara contra tu entrepierna, haciendo círculos imposibles en tu interior, acariciando todas tus paredes vaginales, mientras apretabas mi rostro con tus muslos y gemías con desesperación. Cuando intuí que estabas a punto de caer en el abismo de tu clímax, continué mi camino, descendiendo por tu cuerpo, llegando a tu perineo, y desde ahí, sin detenerme, levantando y separando tus nalgas con mis manos llevar esa mezcla imposible de flujos y saliva hasta tu ano, donde comencé a jugar con tu prohibido agujerito, lamiéndolo con deseo.
Te estremeciste al sentir mi lengua en ese rinconcito de tu cuerpo, pero te serenaste de inmediato, relajando tu cuerpo y permitiéndome jugar con él.
Ascendí de nuevo y comencé a lamer tu coñito, empapado por completo, sorbiendo tus labios vaginales hasta que resbalaban de mi boca y volvían a su lugar, succionando tu clítoris con fuerza, mientras la yema de mi dedo índice masajeaba tu ano. Comenzaste a mover tus caderas hacia mí, y mi lengua aceleró sus movimientos, sentía tu esfínter todavía contraído y lo presionaba con suavidad mientras hacía círculos a su alrededor. Tus suspiros se convirtieron en gemidos, tus gemidos en jadeos y esos jadeos en un desgarrador aullido de placer cuando comenzaste a correrte sin remedio, momento en el que relajaste tu ano y la yema de mi dedo invadió tu interior, arrancándote un gruñido de placer que me estremeció. Tus rodillas me tenían preso entre tus muslos, hasta que poco a poco, fuiste relajándote y dejándome ir.
Me incorporé y puse a tu espalda, mientras recuperabas el aliento. Besé tu cuello y, sin soltar los pañuelos de seda que te tenían inmóvil y ciega te pregunté: ¿Ha alcanzado tus expectativas?