METRICOOL

viernes, 31 de marzo de 2023

SENTADOS EN EL SOFÁ



Y la velada comenzó cuando, briosa, me despojaste de la chaqueta. Ahí se apagó la luz. Así se encendió el deseo.


 

jueves, 30 de marzo de 2023

ESPALDA DESNUDA



Y mientras bailábamos nos desnudamos, nos besamos, nos amamos.


 

miércoles, 29 de marzo de 2023

BAILE DESCALZOS



Sólo déjate llevar, te dije, y para no equivocarte decidiste poner tus pies sobre los míos. Nunca fue tan placentero un baile. ¿Bailas?


 

martes, 28 de marzo de 2023

BESO EN LA MESA



A la vista está que te gustó el menú, aunque tu impaciencia te llevará a buscar tú misma el postre.


 

lunes, 27 de marzo de 2023

ALARGA LA MANO




Alarga la mano y coge la mano que ofrezco. Dedos que se cruzan, yemas que se sienten, piel caliente. Mano que de la mano de tu entrega se afanará por complacerte. Amantes que yaciendo uno sobre otro, se atrapan por los sexos convirtiéndose en un solo ser mientras se cogen de las manos, apretando con fuerza sus dedos al sentir el desbocado cabalgar de sus vientres. ¿Coges mi mano?


 

domingo, 26 de marzo de 2023

DESAYUNO



Íbamos a desayunar, pero nos pudieron las ganas.

 

sábado, 25 de marzo de 2023

DUCHA



Hora de una reconfortante ducha. Pero qué aburrido es duchar solo. ¿Me acompañas?


 

viernes, 24 de marzo de 2023

DÍA INTERNACIONAL DEL BESO




¡Que se besen!, ¡que se besen!, ¡que se besen!, gritábamos los invitados al convite con el que, nuestros amigos, nos agasajaban en el día de su boda. Besos reclamamos como muestra inequívoca de amor apasionado entre una pareja. Y tras cada beso, las parejas asistentes se besaban también, mientras yo, entre otros, quedaba huérfano y desamparado sin nadie con quien compartir un ósculo. Era un día especial, para mis amigos, para los invitados, para todo el mundo en general pues, además de la fastuosa celebración, se celebraba el Día internacional del beso, evento que no pasó desapercibido para ninguno de nosotros y que hacía más insistente, si cabe, el hecho de celebrar, tanto la unión como el día, a base de besos con el más inocente de los pretextos.

La comida transcurría, como no podía ser de otra manera, entre besos y risas, acompañando las suculentas viandas con ricos caldos que, inevitablemente, y según avanzaba el menú, iban desplegando el poder de sus efluvios llevándonos a un estado de graciosa verborrea y desinhibición potenciada lo que, combinado con que el ambiente era distendido, propiciaba que se interactuara simpáticamente con el resto de invitados, aunque no los conocieras.

Así las cosas, llegamos al postre y yo, que soy de dulce, y chocolatero, repetí tarta y helado, regándolo con un exquisito cava, hasta ahora desconocido para mí, un Kripta Brut Nature que provocaba en la boca una sensación indescriptible cuando sus burbujitas resbalaban sobre la lengua hacia los lados de la boca para terminar arrastrándose hacia la garganta. Un trago corto, fresco y agradable, que dejaba un gusto realmente delicioso.

Y comenzó a sonar la música para amenizar la sobremesa y los bailones se levantaron y, haciendo un círculo en la pista, dejaron que los novios inauguraran el baile, siguiéndoles en el vals tras los primeros acordes. Yo, aprovechando mi soledad, preferí quedarme sentado, terminando mi última porción de helado y degustando ese cava.

A lo largo de la celebración había cruzado la mirada en un par de ocasiones con una chica de la mesa de enfrente. Una morena, que yo calificaría como “rotunda”, con la más positiva de las acepciones que el término implica, por su porte, sus hechuras y su manera de moverse, vamos, una mujer hecha y derecha, que ya por la mañana había llamado mi atención, con un vestido vaporoso y elegante, que le dibujaba una bonita silueta, marcando sus curvas sin obscenidad, pero con elegante provocación, con unos tacones de aguja que no parecían muy cómodos, a pesar de que ella se desenvolvía bien con ellos puestos, y un tocado en su cabeza, discreto pero bonito.

Ana, que así se llama ella, iba con un grupo de amigos. Yo, que estoy en mi, modestamente, bien llevada cincuentena, reparé que eran algo más jóvenes que yo, se les veía cómplices y me hizo, erróneamente, deducir que todos formaban idílicos binomios, pues fatídicamente para mis cálculos, eran cinco chicos y cuatro chicas y supuse que había otro varón desparejado, al igual que yo. Craso error, la desparejada era Ana y dos de los varones eran pareja entre sí, pero de estos extremos tendría noticia más tarde, bien avanzada la velada. Por otro lado, ser consciente de la diferencia de edad me llevo a concluir que no tenía ninguna opción de éxito en el juego de la conquista. Volví a errar en el cálculo para mi sorpresa, pero no adelantemos acontecimientos.

Retomando la sobremesa, volví a darle un sorbo a la copa de ese cava, que me tenía entusiasmado, en mí elegida soledad de la mesa, cuando al levantar la copa hacia mi rostro, reparé que esa morena me estaba mirando, casi descaradamente. Le sonreí y levanté la copa hacia el cielo, haciendo el gesto de compartir con ella un brindis. Me correspondió con la sonrisa, se sirvió una copa del espumoso y, sorprendentemente, se levantó y se vino hacia mí. Me puse en pie al ver que se acercaba, levantó su copa, alcé la mía y las chocamos, Ana, me dijo, Rafa, contesté, encantado, añadí, sonrió, por los novios, apuntó Ana, por los besos, dije yo, le dimos un sorbo a la copa, nos regalamos dos protocolarios besos y nos sentamos, uno junto al otro, a la mesa.

¿No bailas? Le pregunté. Y en un arrebato de sinceridad me dijo, acercando su boca a mi oreja: los tacones me están matando, soltando los dos al unísono una sonora carcajada. Para presumir, sufrir, le dije bromeando, asintiendo divertida ella con la cabeza. Comenzamos una animada charla y presentándonos un poco más en profundidad sin caer en el aburrimiento. De esta manera supe que era prima de la novia, y que el grupo con el que estaba eran también familiares. Hablamos de los novios, la relación que teníamos con ellos, de lo divertido de la celebración, del pantagruélico menú y de lo buenos que estaban los vinos, especialmente el cava, del que, según avanzaba la conversación, íbamos dando buena cuenta.

Ana era divertida, una mujer con recursos para desenvolverse bien en sociedad, era trabajadora social, lo que la llevaba a ser muy empática, buena conversadora, positiva, motivadora y con buena autoestima. Había salido de una relación hacía cuatro años, y tenía unos estupendísimos 45 años. Una edad fantástica en la que las mujeres, por lo menos para mí, están esplendorosas. Mucho más atractivas que las jovencitas de veinticinco, con la cabeza mejor amueblada y si, como es el caso, cuidan su físico con algo de deporte, con un cuerpo realmente imponente.

La conversación transcurría divertida. Se estableció entre nosotros una extraña, pero maravillosa, relación. Esas que se dan escasísimas veces, pero que cuando se dan, lo detectas en cuanto intercambias dos palabras con la otra persona. Esas en las que te sientes confiado y cómplice, como si hiciera años que te conocieras, encajando bromas y compartiendo chascarrillos. Feeling, lo llaman unos, química dicen otros, no importa el término sino la sensación. El caso es que, enfrascados en nuestra conversación terminamos el cava.

Me estás haciendo disfrutar mucho de esta sobremesa, le dije inocentemente y, con una media sonrisa y un brillo asesino en sus ojos castaños me susurró al oído: las buenas sobremesas se disfrutan cuando hay intimidad y, no es por nada, pero esto va para largo y un masaje en los pies me sentaría de maravilla. Palabras que me provocaron un agradable escalofrío que recorrió mi espalda desde la nuca hasta el cóccix. Siguiéndole el juego le dije: me gusta dar masajes, pero los buenos masajes se disfrutan cuando hay intimidad, suponiendo que el órdago la amilanaría, pero no estaba yo muy acertado esa tarde con mis vaticinios. Y valiente me contestó: tengo una habitación para mí sola en este mismo hotel, subamos a ella y demuéstramelo. Y cuando me quise dar cuenta íbamos camino de los ascensores que llevaban a las plantas de las habitaciones, con nuestras copas y una botella de cava que Ana había pedido pocos minutos antes y que, disimuladamente, distrajimos para degustar en la intimidad de la habitación.

Pulsé el botón del ascensor y en pocos segundos las puertas correderas se abrieron para nosotros. Entramos y pregunté el piso dónde tenía la habitación. Planta 12, me dijo Ana y la máquina comenzó el ascenso. Nos miramos con los ojos que se miran dos personas que se desean y de manera natural nos dimos un beso en los labios. Sonreímos y nos mantuvimos en silencio hasta llegar a nuestro destino.

Lo primero que hizo Ana fue descalzarse, dejando a un lado de la puerta sus zapatos tacón de aguja, y liberando un suspiro de alivio y acto seguido la ayudé, cortésmente, a quitar las horquillas que le sujetaban el tocado. Su cabello cayó como una cascada de agua, y su larga media melena suelta la hacía todavía más guapa.

La habitación era una suite. Al parecer, el hotel cometió un error con la reserva y la compensaron dándole una habitación de categoría superior. Tenía un saloncito con un escritorio junto a la pared, bajo el que se encontraba el mueble bar, y sobre el que estaba la televisión y una mesita baja junto al sofá, que parecía muy cómodo, y desde ahí se accedía a un dormitorio con una cama “king-size”, vestida con una elegante y sobria colcha gris marengo, con un mullido calzador a los pies de la cama, tapizado en el mismo color que la colcha, y un enorme sillón orejero, en similar tono, en una esquina, al lado del cual estaba la puerta que daba al baño. Un baño de generosas dimensiones, con un lavabo de mármol doble, veteado en tonos visón, y una ducha enorme, con el difusor de agua en el techo, de los que llaman “tipo lluvia”.

Seguidamente, Ana dejó la botella en la mesa del saloncito, dentro de una cubitera que había junto al mueble bar, dentro de la que vaciamos el hielo de la nevera. Nos servimos dos copas. Hoy es el Día Internacional del beso, le dije, y sin contestar sonrió. Hicimos “chin-chin”, por los buenos besos, dijo Ana, por esos mismos, agregué, dimos un sorbo al cava y nos dimos un apasionado beso. Un largo beso en el que me demostró que, además de elegante, atractiva, simpática, divertida e inteligente, sabía besar muy bien. Nuestras lenguas se alargaron y entrelazaron mientras nuestros labios se sellaban, dibujando espirales imposibles, carnosas y excitantes, que remataba con un ligero mordisco en mi labio inferior, del que tiraba con suavidad.

La temperatura iba subiendo a medida que intercalábamos besos y sorbos y los dos sentíamos que la ropa comenzaba a molestarnos. ¿Vamos a por ese masaje?, le propuse, sí, por favor, pero antes deja que me dé una ducha, me contestó. Si me permites te acompaño, sugerí traviesamente, y respondiendo con su media sonrisa pícara, cogió mi corbata y tiró de mí llevándome tras sus pasos.

Estábamos uno frente al otro al lado del calzador, a los pies de la cama. Mi quité la chaqueta mientras ella soltaba el nudo de mi corbata y desabotonaba con pericia mi camisa, pasando sus manos sobre mis hombros y empujando la prenda hacia atrás, que resbaló por mis brazos dejando mi torso desnudo. Desabrochó la hebilla de mi cinturón de piel y los dos botones del pantalón, llevándome a encoger el estómago al sentir el tacto de sus dedos en mi cuerpo y, mientras me miraba fijamente a los ojos, bajó la cremallera de mi bragueta, haciendo que el pantalón cayera a mis tobillos, quedando ante ella con el bóxer de lycra negra, ceñido, semitransparente en los costados y con unos geométridos dibujos en bajo relieve que brillaban según les daba la luz y potenciaban visualmente el volumen de mis atributos, ligeramente estimulados por ese inesperado encuentro. Bajó la vista, me observó y pasando las yemas de los dedos de su mano derecha delicadamente sobre mi entrepierna dijo socarronamente: anda, sácate los zapatos que vas a manchar el pantalón. Me senté en el calzador, me descalcé y coloqué estirada la ropa sobre el mueble.

Me puse detrás de ella y deslicé la cremallera de su vestido por la espalda hasta llegar a su cintura, a la vez que nos mirábamos reflejados en el gran espejo que había en frente haciendo las veces de vestidor. Aparté la media melena de su cuello, y mientras pasaba dos dedos bajo sus tirantes, sobre sus hombros, clavé con suavidad, pero firmeza, mis dientes sobre su nuca, haciendo que ladeara elegantemente su cabeza, mientras el vestido se desplomaba a sus pies. Si el vestido vaporoso le sentaba bien, sin él estaba todavía mejor, tenía un cuerpo bonito y proporcionado, de sinuosas curvas resaltadas por su ropa interior. Recorrí, desde sus hombros, sus brazos, con las puntas de mis dedos, hasta entrelazar nuestras manos, mientras giraba su cabeza y nuestras bocas volvían a buscarse a la vez que nuestros cuerpos se ceñían. Se giró frente a mí y seguimos besándonos estrechando su cuerpo contra el mío y haciendo que sus senos se aplastaran contra mi pecho. Nuestras lenguas se anudaban jugando divertidas entre ellas, aumentando la excitación que ya sentíamos, por lo que busqué, en el reflejo del espejo, el cierre de su sostén. Solté los dos corchetes del sujetador y alzó sus brazos para que le despojara de la prenda. Tenía unos pechos muy bonitos, con unas areolas tostadas coronadas por unos pezones que comenzaban a marcarse. Mi boca comenzó a desplazarse por su cuello, por sus hombros, su escote, hasta llegar a sus senos, que besé con cuidado disfrutando de su aterciopelado tacto, dándoles pequeños besitos, bocanadas sutiles que iba desplazando por su abdomen, hasta llegar a su ombligo.

Me senté en el calzador, puse mis manos sobre sus caderas y seguí besando su vientre hasta alcanzar el elástico del culotte que todavía llevaba puesto. Aplasté mi rostro contra su pubis sujetando sus nalgas con mis manos e inspiré profundamente ese embriagador aroma, separé mi cara y arrastré las bragas por sus muslos hasta quitárselas por completo. Después fui liberando sus torneadas piernas de la presión de las medias, que se mantenían firmes sobre sus espléndidos muslos, que separó intencionadamente y, agarrándome por el pelo, llevó mi cabeza entre ellos. No pude, ni quise, evitar la tentación de, alargando mi lengua, darle un lametón sobre su, impecablemente depilada vulva, lo que facilitó que mi apéndice resbalara sobre su piel lubricada con mi propia saliva y el incipiente néctar que comenzaba a destilar su flor, hasta coronar su delicado caramelo que aplasté con mi lengua, arrancándole un sorpresivo gemido.

Tiró de mi corto pelo hacia arriba, haciéndome levantar y nos besamos hasta casi perder el aliento, mientras sus manos buceaban bajo mi bóxer estrujándome con fuerza los testículos, que se mantenían apretados, hinchados y congestionados bajo mi salvaje erección y la ceñida lycra.

Los masajeó con una fuerza calculadamente bien medida, haciendo caso omiso a mi pene erecto, que reclamaba su atención buscando rozarse contra su cuerpo con los movimientos de mi cintura. Detectó las ganas y ahora fue ella la que comenzó a recorrer mi cuerpo con su boca, dándome pequeños mordiscos por cada centímetro de mi anatomía que la ocasión le bridaba, hasta que, sentada en el calzador, tiró del bóxer hacia abajo, provocando que mi verga saltara, con una rigidez inusitada, como si fuera un resorte. Mi falo lucía una consistencia inusual, con mi glande totalmente descubierto, terso, brillante y de un color casi violáceo por la hinchazón alcanzada. Alzó su mirada buscando la mía y cuando nuestros ojos se encontraron, sus labios me abrazaron a la vez que su lengua me frotaba dentro de su boca con endemoniados remolinos, y un gruñido seco salió de mi garganta, ante cuya señal se detuvo no queriendo provocar lo que hubiera sido inevitable.

Poniéndose de pie me cogió de la mano y, en silencio, caminamos hacia la ducha. Dejando correr el agua hasta que salió con la temperatura deseada, fuimos besándonos y acariciándonos, mirándonos de soslayo en el reflejo del espejo y llevando la tensión sexual que se palpaba en el ambiente a límites desconocidos. Bajo el agua templada nos abrazamos y seguimos besándonos, sintiendo en nuestras anatomías muestras anárquicas de una excitación primitiva. Presionando dos veces en el dispensador de gel, me procuré del jabón con el que, desde sus hombros, empezar a frotar su piel, hasta tenerla cubierta por un baño de espuma. Dibujando con mis manos simétricas figuras tomando como eje su columna vertebral, que recorrí con la yema de mi dedo índice, vértebra a vértebra, desde su nuca hasta donde su espalda terminaba, y presionando con mi dedo justo entre sus nalgas, continué hasta apoyarlo sobre su contraído esfínter, que masajeé con mimo haciendo círculos sobre su anillo exterior, mientras Ana tensaba su espalda arqueando sus caderas y separando sus muslos. Mis manos masajearon su culo, redondo y hermoso, con una consistencia perfecta, desde donde lancé mis manos hacia su vientre. Bajé con una mano al mullido colchón que sus rizos convertían en su pubis, que acaricié desde arriba hacia su entrepierna, enjabonando sus rincones con mi mano como esponja, hasta esconderla entre sus piernas, a la par que mi mano libre ascendía hasta acunar sus hermosas tetas, pinzando suavemente sus pezones, ya totalmente erguidos, que resbalaban de entre mis dedos por el baño de jabón.

Frente a frente, estrechamos nuestros cuerpos que, al contacto, resbalaban por la espuma. Sus manos buscaron la erección que rozaba en su vientre y, cogiéndome con decisión frotó mi glande contra su sexo, que desplegó sus pétalos como una flor en primavera. En el vaivén quedamos bajo la lluvia templada que fue arrastrando el jabón de nuestros cuerpos, como mi boca se arrastró por su mojada piel, hasta quedar arrodillado entre sus piernas. Puso sobre mi hombro un pie y con deseo lamí su delicado rincón. Al paso de mi lengua por sus ingles, sus labios vaginales se desplegaron encarnados, rozando con mi rostro. Mi lengua golpeaba su clítoris cada vez que lo encontraba mientras mis manos la sujetaban por las nalgas, penetrándola, con mi lengua tensada, todo lo profundamente que podía y recorriendo todas sus internas paredes con amplios redondeles.

La musicalidad del agua cayendo se acompañó de su respiración que se agitaba por momentos, despertando en sus caderas movimientos imposibles contra mi cara hasta que sus gemidos me indicaron que era el momento de parar o hacerla estallar, y paré. Subí a su boca y volvimos a besarnos, y Ana, con un excitante nerviosismo volvió a coger con firmeza mi polla, la agitó varias veces, y empezó a masturbarse con ella como si fuera su mejor dildo. El placer que me proporcionaba cuando resbalaba entre su vulva era máximo y con un hábil empujón, cuando me encaró a la entrada de su túnel, resbalé por su interior hasta que mis huevos topetearon con su cuerpo. Inmóviles quedamos besándonos y sintiendo el agua resbalar por nuestros cuerpos, cuando comencé a sentir como, rítmicamente, Ana contraía su vagina sobre mi pene, masajeándolo diabólicamente como si me quisiera ordeñar como ofrenda a Belcebú. El goce máximo provocó que nuestras caderas comenzaran a moverse acompasadamente, sintiendo cada vez más calor, más humedad, más rigidez, más placer.

El agua caía, el aire nos faltaba, la respiración bronca y los corazones desbocados nos llevaron a un estado de semiinconsciencia, acompasando gemidos como repetitivo mantra, sincronizando embestidas como comunión carnal, copulando como dos auténticas bestias en celo, acelerando ritmos, cambiando gemidos por auténticos jadeos y moviéndonos como posesos, yo dentro de Ana, ella sobre mí, a la vez que se masturbaba con una mano entre nuestros vientres. Su mano aceleró el ritmo y sentí un calor inusual en mis testículos, fruto de sus abundantes flujos que la lubricaban facilitando todas mis acometidas. Sus jadeos entrecortados anunciaban que su clímax estaba próximo, y aceleré mi ritmo, en frecuencia y en intensidad, con golpes fuertes y secos que hacían que mis huevos rebotaran en su culo. Aaaggggggggg, aagggggggggggg, aaggggggggggggg, me corroooooooo, exclamó sin pudor al tiempo que con un par de embestidas más, comencé a derramarme inundando su interior, mientras guturales sonidos indescriptibles se arrancaban de mi garganta con el poco aire que tenía en los pulmones, ggggrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.

Quedamos unos instantes quietos, abrazados, recuperando la consciencia de nuestros cuerpos, hasta que sentí como resbalaba de su interior manteniéndome todavía en un estado de ligera turgencia. La besé con ternura y me correspondió, mientras la envenenada mezcla de nuestros elixires era arrastrada por el agua hacia el sumidero de la ducha.

Recuperado el aliento buscamos nuestras miradas y nos besamos de nuevo. ¿Qué hora es? Preguntó Ana, ni idea, le respondí. De manera natural nos enjabonamos, esta vez por separado, aunque compartiendo la amplia ducha y salimos del agua. Nos secamos y comprobamos que habían pasado casi dos horas desde que, como el mejor escapista, habíamos desaparecido del salón. Quizá deberíamos regresar, le dije a Ana mientras terminaba de secarme. Sí, será lo oportuno, puntualizó, de manera que nos recompusimos y nos dirigimos por el enmoquetado pasillo al hall de los ascensores. Cuando entramos en la cabina la miré, estaba espléndida, y le dije: ha sido la mejor celebración del Día Internacional del beso que he tenido nunca, y de nuevo, ladeando maquiavélicamente su sonrisa me dijo: ¿Quién te ha dicho que la celebración ha terminado?, me debes ese masaje del que alardeaste. Era evidente que Ana era una mujer de armas tomar y yo estaba dispuesto a comprobarlo.

Al llegar al salón todo estaba como lo habíamos dejado, quizá los invitados con alguna copa más, como era de esperar. Habían servido unos canapés que degustamos con el apetito abierto por la intensidad del encuentro mientras seguíamos bebiendo cava. ¿Quieres bailar? Le pregunté. No, los pies no me duelen, pero no me apetece, y continuamos charlando animadamente.

A la vista estaba que, presumiblemente, cuando terminara la celebración de la boda, continuaría la segunda sesión del Día Internacional del beso en la decimosegunda planta del hotel. Esta vez con masaje de pies incluido.

Y a ti, ¿te gusta que te den masajes en los pies?

 

jueves, 23 de marzo de 2023

DESESPERACIÓN




¡Basta! Gritaste, pero no con el tono agudo de la rabia contenida, sino con el sentimiento desesperado de quien, presa del placer, siente que el vértice de sus muslos se aproxima a ese fatídico punto de no retorno que, una vez alcanzado, te precipita al abismo del orgasmo. Y dejé de estimularte, y tu cuerpo, poco a poco, recuperó la calma, tu corazón se ralentizó y tu sensible órgano comenzó a distanciar sus cadenciosas palpitaciones. Y el aliento recuperaste cuando de nuevo te provoqué. Y tus caderas reaccionaron, moviéndose libremente, y tu respiración se agitó, y el rubor volvió a cubrir tus pechos y tu rostro mientras tu corazón cabalgaba sin riendas hasta que de nuevo otro “¡Basta!” salió de tu boca. Y de nuevo te concedí el deseo de prolongar el agónico placer. Verte era un espectáculo, tan fuerte y a la vez tan indefensa, dibujando una singular equis con tu cuerpo estirado sobre la cama. Tus muñecas anudadas a las esquinas del cabecero y tus tobillos al antagónico extremo del tálamo, cubierto por una aterciopelada manta negra. El largo pañuelo de seda que cubría tus ojos te privaba de la vista, agudizando el resto de tus sentidos. Mi cuerpo desnudo no era ajeno al placer que disfrutabas y mi sexo se mostraba erguido y desafiante. Y comenzó a palpitar al tiempo que tu clítoris latía de nuevo, y tu respiración de nuevo se agitó al sentir las yemas de mis dedos sobre tus rincones, haciéndote tener la sensación de que te faltaba el aire. Ahogados gemidos compartías mientras ese rubor de nuevo en tu vientre aparecía, y lentamente se extendía por tu abdomen, tus pechos, tu escote, tu cara. Y de mi glande manaron espontáneas unas gotas transparentes que se descolgaban en un hilillo penduleante hasta posarse sobre tu muslo, mientras tu clítoris asomaba hinchado y turgente. Y otro “¡Basta!” gritaste, más te ignoré, y continué. Y tus caderas se elevaron separando tus nalgas de la negra manta, tu espalda arqueaste, las caricias se tornaron en descarados frotamientos y mi erección volvió violáceo mi hinchado, terso y brillante glande. Con fuerza agité la palma de mi mano que, enérgica, aplicaba sobre tu entrepierna, moviéndola con decisión de arriba hacia abajo. ¡Basta!, ¡Basta!, ¡Basta!, ¡Baassssaaassss……….aaaaaaaaajjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjj! Y ese explícito jadeo me dijo que te corriste irremediablemente mientras seguía estimulando tu sexo con mi mano empapada mientras te retorcías con tu cuerpo brillante. Y esa textura de tus flujos y la suavidad con la que, más lubricada si cabe, mi mano ahora te acariciaba, me llevo a ser presa de mi propia perversión y, sin haberlo previsto, comencé a lanzar chorros de mi lechosa esencia sobre tu vientre en una eyaculación, no por espontánea, menos placentera, al tiempo que unos gruñidos roncos rasgaban mi garganta. Sentiste la lava blanca quemando sobre tu piel. ¿Te has corrido? Preguntaste. Te correspondí, contesté. ¿Te desato?

 

miércoles, 22 de marzo de 2023

FRESCA MAÑANA




A pesar de la fresca mañana primaveral, apenas salí de la ducha y, con el café en la mano, me dirigí a la terraza a contemplar como el día perdía la vergüenza y el sol se iba mostrando por momentos cada vez más impertinente. Te sabía durmiendo, perezosa y arrullada bajo el edredón y con un gesto, casi infantil, de plácida felicidad. No era para menos. Yo, aunque más inexpresivo, también tenía una cálida sensación de serena paz interior, que supongo se reflejaba en mi rostro. Los pajarillos comenzaban a alborotar con sus gorgoteos y trinos, sonidos anárquicos que, a pesar de todo, coordinaban melodiosa sinfonía en lo que, parecía ser, una conversación inteligible. E inhalando el aroma del café recién hecho reparé en las flores silvestres que, al ser templadas por el sol, iban desplegando tímidas sus pétalos, todavía cubiertos por una capa de rocío, lo que reflejaba en ellas un enigmático brillo.

Y mi mente que, cuando se activa, es perversa y lujuriosa, y ante tales estímulos busca inexplicables analogías con los recuerdos de la pasada noche.

Y los busca y los encuentra. Y la tramoya cambia entre bambalinas modificando por completo el escenario que se contempla al alba. Y lo que mis ojos ven en mi cabeza muta. Y en mi mente dejan de oírse los pajariles trinos para sentirse ahogados gemidos. Y la vergüenza que el día pierde la pierdes tú ante mi cuerpo ofrecido. Y el impertinente astro, con arrogante firmeza, en mi entrepierna brilla, mostrando impertinente en plenitud su dureza. Y tu sueño se desvanece y amanecen tus ganas. El edredón desaparece y tu pereza se evade. Tu mirada se nubla, tu cuerpo se enerva, tu sexo se abre. El aroma se gira de intensa infusión a sutil excitación. Y la amarga fragancia da paso al exquisito perfume que de tus pétalos mana. Y mi rostro hundo entre tus muslos, y tu rocío degusto, y tus pétalos despliego, y tus efluvios me embriagan. Y el tiempo se para, los cuerpos se unen, los sexos estallan. La luz nos deslumbra, el clímax se alcanza.

El corazón amaina, los sexos se aflojan, llega la calma.

Inspiro y vuelvo a oler a café. Miro y veo la ya incipiente mañana. Y reparo en mi cuerpo y, sin permiso, amanecido muestra su presencia bajo la abultada toalla.

Y oigo tus pasos que tras el reposo hacia donde estoy avanzan.

Y mi mente se activa. Vuelven mis ganas.


 

LA TÉNUE LUZ DEL ALBA

La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...