¡Basta! Gritaste, pero no con el
tono agudo de la rabia contenida, sino con el sentimiento desesperado de quien,
presa del placer, siente que el vértice de sus muslos se aproxima a ese
fatídico punto de no retorno que, una vez alcanzado, te precipita al abismo del
orgasmo. Y dejé de estimularte, y tu cuerpo, poco a poco, recuperó la calma, tu
corazón se ralentizó y tu sensible órgano comenzó a distanciar sus cadenciosas
palpitaciones. Y el aliento recuperaste cuando de nuevo te provoqué. Y tus
caderas reaccionaron, moviéndose libremente, y tu respiración se agitó, y el
rubor volvió a cubrir tus pechos y tu rostro mientras tu corazón cabalgaba sin
riendas hasta que de nuevo otro “¡Basta!” salió de tu boca. Y de nuevo te
concedí el deseo de prolongar el agónico placer. Verte era un espectáculo, tan
fuerte y a la vez tan indefensa, dibujando una singular equis con tu cuerpo
estirado sobre la cama. Tus muñecas anudadas a las esquinas del cabecero y tus
tobillos al antagónico extremo del tálamo, cubierto por una aterciopelada manta
negra. El largo pañuelo de seda que cubría tus ojos te privaba de la vista,
agudizando el resto de tus sentidos. Mi cuerpo desnudo no era ajeno al placer
que disfrutabas y mi sexo se mostraba erguido y desafiante. Y comenzó a
palpitar al tiempo que tu clítoris latía de nuevo, y tu respiración de nuevo se
agitó al sentir las yemas de mis dedos sobre tus rincones, haciéndote tener la
sensación de que te faltaba el aire. Ahogados gemidos compartías mientras ese
rubor de nuevo en tu vientre aparecía, y lentamente se extendía por tu abdomen,
tus pechos, tu escote, tu cara. Y de mi glande manaron espontáneas unas gotas
transparentes que se descolgaban en un hilillo penduleante hasta posarse sobre
tu muslo, mientras tu clítoris asomaba hinchado y turgente. Y otro “¡Basta!”
gritaste, más te ignoré, y continué. Y tus caderas se elevaron separando tus
nalgas de la negra manta, tu espalda arqueaste, las caricias se tornaron en
descarados frotamientos y mi erección volvió violáceo mi hinchado, terso y
brillante glande. Con fuerza agité la palma de mi mano que, enérgica, aplicaba sobre tu entrepierna, moviéndola con decisión de arriba hacia abajo.
¡Basta!, ¡Basta!, ¡Basta!,
¡Baassssaaassss……….aaaaaaaaajjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjj! Y ese
explícito jadeo me dijo que te corriste irremediablemente mientras seguía
estimulando tu sexo con mi mano empapada mientras te retorcías con tu cuerpo
brillante. Y esa textura de tus flujos y la suavidad con la que, más lubricada
si cabe, mi mano ahora te acariciaba, me llevo a ser presa de mi propia perversión
y, sin haberlo previsto, comencé a lanzar chorros de mi lechosa esencia sobre
tu vientre en una eyaculación, no por espontánea, menos placentera, al tiempo
que unos gruñidos roncos rasgaban mi garganta. Sentiste la lava blanca quemando
sobre tu piel. ¿Te has corrido? Preguntaste. Te correspondí, contesté. ¿Te
desato?
Nooooo por favor
ResponderEliminarEntonces seguirás atada.
Eliminar¿Y que tal si cambiamos los roles? Tu placer también es mi placer...
ResponderEliminarEn el equilibrio está la virtud.
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