Dame placer, me dijiste. Y en cuanto
posé mis labios entre tus muslos, comenzaste a impregnarme de tu sabroso
néctar.
Nada es lo que parece, pues hasta el más romántico de los hombres tiene su lado oscuro.
Dame placer, me dijiste. Y en cuanto
posé mis labios entre tus muslos, comenzaste a impregnarme de tu sabroso
néctar.
Que qué sabía hacer, me preguntaste tras la siesta. Y sentándote
sobre la encimera de la cocina te di un primer avance.
Habíamos estado toda la mañana
andando por el monte. A los dos nos gustaba estar en contacto con la
naturaleza. Yo observándolo todo, tú fotografiándolo. Fue divertido, aunque
terminamos un poco cansados.
Ya en el hotel, nos duchamos,
cambiamos y bajamos al comedor. Tras una corta sobremesa, con ese licor con
hielo tan digestivo como invitado, subimos a la habitación. Nos desnudamos y
tumbamos sobre la cama. Pero el cansancio no apagó el fuego de nuestro deseo y
la más sutil de tus caricias hicieron que mi masculinidad te saludara
cortésmente. Agradeciste la rigidez de mi saludo y me lo devolviste con uno
cálido y húmedo que, emergiendo de tu entrepierna, me invitaba a visitarte.
Lo hice complaciente y me afané en
templar tu cuerpo con el mío sobre el tuyo yaciente. Más tu deseo se impuso y
con tesón bajo tu cuerpo me giraste, haciéndome prisionero entre tus muslos que
con fuerza dominaban la sinrazón de mi cintura.
Y sobre mi cabalgabas mientras tus
senos se mecían, mientras mi boca los buscaba, mientras tus nalgas con brío,
cuando caían, mis atributos aplastaban.
Y gimiendo, y con fuerza saltaste
cuando con mis manos sobre tus cachetes te aupaba. Y sentí tu calor, y tu
humedad, y tus rítmicas contracciones sobre mi miembro, prisionero en lo más
profundo de tu placentero oasis.
Y jadeaste salvaje cuando sentiste tu
interior regado por mi acumulado néctar que en tu tesoro descargaba, al compás
de mis gruñidos, gemidos, alaridos de placer indomable.
Complacidos yacimos, uno junto al
otro, recuperando el aliento, relajando lo incansable.
Y sabiéndome dormido aprovechaste tu
afición para inmortalizar mi cuerpo.
Me amaste, me exprimiste, me
agostaste.
Te complací, me dormí, posé para ti.
Despiértame como tú sabes.
Somnoliento, al amanecer, por la
entregada noche, sentí unos golpecitos en lo más sensible de mi intimidad. La
luz se colaba entre las rendijas de la persiana, pero disfrutaba de esa
tranquilidad. En ese duermevela fui consciente de la reacción de mi cuerpo,
pero ¿Y los golpes? No sabía si lo sentía o si lo soñaba, hasta que fui
consciente de lo que realmente ocurría. Debiste quedarte con ganas de más. No
articulamos palabra pues nuestros ojos lo dijeron todo. Los cuerpos despertaron
hambrientos. Dejaremos el café para más tarde ¿Puedes esperar?
En días de inmensa pereza, el
recuerdo de tu ausencia basta para retenerme en la cama.
A mi mente vienen amaneceres cómplices en los que faltaba el aire cuando nuestros labios se encontraban, nuestros cuerpos se entrelazaban, nuestros sexos se fundían.
¿Vienes?
Y frente a ti te pregunté ¿Qué
deseas? Placer, contestaste sin dudar, mientras alargabas tu mano y, con
descaro, me apretabas la entrepierna. Y de esta manera tonta, terminamos
revolcados por el suelo del salón. Descansamos cuando nuestros sexos quedaron
exhaustos. ¿Repetiremos? Sin dudarlo. Ahora disfrutemos de un baño.
Hay nudos imposibles con un placentero desenlace.
Y cuando el sol despertó, nuestros cuerpos se encontraron.
La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...