Disfruta del viaje, del recorrido, del camino, del paisaje, sin
tener obsesión por el destino.
Nada es lo que parece, pues hasta el más romántico de los hombres tiene su lado oscuro.
Disfruta del viaje, del recorrido, del camino, del paisaje, sin
tener obsesión por el destino.
Y en lo más profundo te tu vientre, le encontré refugio a mi
dureza. Calmé mi sed con tu humedad. Transformaste mi rigidez con tu
aterciopelado tacto. Saciaste mi hambre de hembra. Me dejé fagocitar por tu
insaciable deseo, materializado en el calor de tus muslos que, aspirándome sin
compasión, vació mis entrañas de mi lechosa esencia.
Con el aliento recuperado y el pulso sereno, tu brillante mirada
me hizo saber que sólo había sido el primer plato de un muy especial menú
degustación.
Maridemos caldos.
Y buscando siempre el mejor encuadre, queriendo recoger con imágenes tus mejores momentos, fue como te salió corrido el mejor orgasmo de tu vida.
Y con un salvaje bramido salpiqué con mi elixir su espalda, mientras ella,
extasiada, se arqueaba y contorsionaba rítmicamente. Nuestros cuerpos,
sudorosos, se recomponían tras tan primitiva cópula. Todavía estábamos
recuperando el aliento cuando nuestras miradas se cruzaron y en su mirada vi el
instinto de esa mujer transformada en hembra, y mi corazón se desbocó al
despertar en mis entrañas al semental que la volvería a montar.
Volteándola, y sin pronunciar una sola palabra, me puse sobre ella. Nos
miramos de nuevo y esta vez vimos fuego en nuestras pupilas brillantes. Sus
gemidos me guiaron. Cobijándola bajo mi cuerpo, con los codos y las rodillas
apoyados, la mantuve en contacto sin dejar caer mi peso sobre ella, lo que
aprovechó para abrazar mi cintura con sus muslos.
Y mi falo encontró su húmeda pero cálida entrada.
Y sus talones se clavaron en mis nalgas.
Y mis caderas empujaron con fuerza.
E invadí por completo su interior, sintiendo como mojaba con su néctar mis
atributos, que contra sus nalgas habían chocado.
Y jadeó, se retorció, y en trance entró. Y sus caderas cobraron vida, y
contra las mías chocaron. Y mi lengua buscó sus pechos, que con deseo lamieron.
Y mi pubis le correspondió, a golpe de envite, y el suyo me acogió, sedoso
y ardiente.
Y la velocidad aumentó, y los ritmos acompasamos, y una melodía de gemidos,
jadeos y sexuales sonidos de nuestros cuerpos salieron.
Y con su mano buscó mi cuerpo y mis testículos agarró, y con ellos con
fuerza hacia ella tiró.
Y empujé inmisericorde, barrenándola con ímpetu, y sus uñas clavó en mi
espalda, y las arrastró, y mientras se corría bramé de nuevo, y en su interior
me vacié inundándola de semen.
Y mi peso cayó sobre ella y mi pecho con sus pezones rozó.
Y sus muslos me apretaron.
Y el aire sopló, el aliento recuperamos. La paz llegó.
Me considero un hombre con cierto
mundo, he viajado por muchos sitios, conocido gente de lo más dispar, visitado
lugares elegantes y peligrosos, frecuentado restaurantes de tres tenedores y
tascas de barrio, y no es que crea que ya lo he visto todo, pero los
publicistas siempre guardan un as bajo la manga y siguen teniendo la capacidad
de asombrarme. En este caso, una vez más. No me negarás que no es ingenioso.
Y están los expertos. Dedos que saben buscar donde no se ve, que
encuentran rugosas protuberancias esponjosas de las que con hábiles técnicas
hacen manar manantiales de embriagadores elixires.
Dedos que confunden a tu cuerpo, haciéndote sentir sensaciones
inconclusas, enloqueciendo a tu razón que, por un lado, te ordena decirme que
cese en la tortura y, por otro, en cambio, te hace gemir que concluya.
Dedos perversos y pacientes, que oprimen y frotan incansables, al
ritmo de las caderas que se contorsionan al sentir esas caricias en las
entrañas de tu vientre.
Dedos que se arrugan al contacto prolongado con el néctar de tu
sexo, dedos que aceleran el ritmo, aumentan la presión, centrifugan tu intimidad
hasta que expeles ríos de cálido caldo, al compás de las oleadas de las
contracciones de tu canal de placer.
No dejes de disfrutarlos cuando tengas ocasión.
También los hay hábiles, provocadores, que exploran curiosos
rincones ocultos, que palpan, acarician, rozan. Dedos curiosos que nunca dejan
de explorar, siguiendo las indicaciones de quien disfruta de sentirlos. Siempre
dispuestos, siempre complacientes.
Y siguiendo con esos inquietos
dedos, también los hay hipnóticos, de los que te quedas mirando y no puedes
despegar la vista de ellos, que te atrapan con sus suaves movimientos, con sus
sugerentes gestos, de los que te invitan a ir y, absorta los miras y te
encaminas hacia él, hacia ese hombre que tan elegantemente te llama y en tus
oídos escuchas su susurro: -ven, acércate- y hechizada lo haces, atraída por
todo lo que sabes que vendrá después, por todos los placeres que entre tus
muslos te imaginas, por todo lo excitante que en tu mente se recrea, por el
deseo de entregarte a ese varón y ser presa de sus perversiones.
Los hay aburridos, torpes,
descuidados, fríos, ineptos, inhábiles, patosos, pero también cálidos y
mágicos. Yo te recomiendo los mágicos. ¿Y tú, cuáles prefieres?
La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...