Con las gotas de lluvia resbalando por
los cristales del salón, nos entregamos uno al otro sobre la mullida alfombra
frente al gran ventanal. Húmeda tarde de octubre que contrastaba con el calor
de nuestros cuerpos, provocando que de nuestra piel emanara un ligero vaho,
propio de la condensación por la traspiración y el cálido calor del fuego de la
chimenea. Y la lluvia arreció al tiempo que nuestros muslos se enredaban. Y el
hipnótico sonido de la lluvia se mezcló con nuestros tímidos susurros y
gemidos. Y el cielo tronó cuando en tus carnes me enterraste sin piedad, ávida
y deseosa de sentirte plena. Y de mi garganta arrancaste gruñidos exasperantes
al sentirme prisionero bajo tu cuerpo, atrapado por tu pasión, animal indefenso
ante la voracidad de su depredador. Me retorcí cada vez que con tus nalgas
aplastabas mis atributos, cada vez más hinchados, más congestionados, más
mojados por la mezcla de nuestros propios elixires que resbalaba de tu oculta
flor. Ahogabas mis roncos gruñidos que intentabas evitar, tapándome la boca y
agarrándome por el cuello, buscando privarme de sentido, evitando que ese
excitante sonido te arrastrara al summum del placer, anhelando prolongar
eternamente ese inigualable gozo. Estéril esfuerzo, pues con el redoble de la
lluvia tus caderas redoblaron sobre mí, tiritando temblorosas, rítmicamente,
sincronizadas con las palpitaciones de mi miembro que, sin remedio, se
derramaba en tu interior, hasta quedar exhaustos, complacidos, sudorosos,
satisfechos. Y la lluvia cesó en el momento en que te mesaba el cabello, justo
cuando apoyaste tu cabeza en mi pecho, en el preciso momento en que nuestra
respiración recuperó la paz.
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