¡Que se
besen!, ¡que se besen!, ¡que se besen!, gritábamos los invitados al convite con
el que, nuestros amigos, nos agasajaban en el día de su boda. Besos reclamamos
como muestra inequívoca de amor apasionado entre una pareja. Y tras cada beso,
las parejas asistentes se besaban también, mientras yo, entre otros, quedaba
huérfano y desamparado sin nadie con quien compartir un ósculo. Era un día
especial, para mis amigos, para los invitados, para todo el mundo en general
pues, además de la fastuosa celebración, se celebraba el Día internacional del
beso, evento que no pasó desapercibido para ninguno de nosotros y que hacía más
insistente, si cabe, el hecho de celebrar, tanto la unión como el día, a base
de besos con el más inocente de los pretextos.
La
comida transcurría, como no podía ser de otra manera, entre besos y risas,
acompañando las suculentas viandas con ricos caldos que, inevitablemente, y
según avanzaba el menú, iban desplegando el poder de sus efluvios llevándonos a
un estado de graciosa verborrea y desinhibición potenciada lo que, combinado
con que el ambiente era distendido, propiciaba que se interactuara simpáticamente
con el resto de invitados, aunque no los conocieras.
Así las
cosas, llegamos al postre y yo, que soy de dulce, y chocolatero, repetí tarta y
helado, regándolo con un exquisito cava, hasta ahora desconocido para mí, un
Kripta Brut Nature que provocaba en la boca una sensación indescriptible cuando
sus burbujitas resbalaban sobre la lengua hacia los lados de la boca para
terminar arrastrándose hacia la garganta. Un trago corto, fresco y agradable,
que dejaba un gusto realmente delicioso.
Y
comenzó a sonar la música para amenizar la sobremesa y los bailones se
levantaron y, haciendo un círculo en la pista, dejaron que los novios
inauguraran el baile, siguiéndoles en el vals tras los primeros acordes. Yo,
aprovechando mi soledad, preferí quedarme sentado, terminando mi última porción
de helado y degustando ese cava.
A lo
largo de la celebración había cruzado la mirada en un par de ocasiones con una
chica de la mesa de enfrente. Una morena, que yo calificaría como “rotunda”,
con la más positiva de las acepciones que el término implica, por su porte, sus
hechuras y su manera de moverse, vamos, una mujer hecha y derecha, que ya por
la mañana había llamado mi atención, con un vestido vaporoso y elegante, que le
dibujaba una bonita silueta, marcando sus curvas sin obscenidad, pero con
elegante provocación, con unos tacones de aguja que no parecían muy cómodos, a
pesar de que ella se desenvolvía bien con ellos puestos, y un tocado en su
cabeza, discreto pero bonito.
Ana, que
así se llama ella, iba con un grupo de amigos. Yo, que estoy en mi,
modestamente, bien llevada cincuentena, reparé que eran algo más jóvenes que
yo, se les veía cómplices y me hizo, erróneamente, deducir que todos formaban
idílicos binomios, pues fatídicamente para mis cálculos, eran cinco chicos y
cuatro chicas y supuse que había otro varón desparejado, al igual que yo. Craso
error, la desparejada era Ana y dos de los varones eran pareja entre sí, pero
de estos extremos tendría noticia más tarde, bien avanzada la velada. Por otro
lado, ser consciente de la diferencia de edad me llevo a concluir que no tenía
ninguna opción de éxito en el juego de la conquista. Volví a errar en el
cálculo para mi sorpresa, pero no adelantemos acontecimientos.
Retomando
la sobremesa, volví a darle un sorbo a la copa de ese cava, que me tenía
entusiasmado, en mí elegida soledad de la mesa, cuando al levantar la copa
hacia mi rostro, reparé que esa morena me estaba mirando, casi descaradamente.
Le sonreí y levanté la copa hacia el cielo, haciendo el gesto de compartir con
ella un brindis. Me correspondió con la sonrisa, se sirvió una copa del
espumoso y, sorprendentemente, se levantó y se vino hacia mí. Me puse en pie al
ver que se acercaba, levantó su copa, alcé la mía y las chocamos, Ana, me dijo,
Rafa, contesté, encantado, añadí, sonrió, por los novios, apuntó Ana, por los
besos, dije yo, le dimos un sorbo a la copa, nos regalamos dos protocolarios
besos y nos sentamos, uno junto al otro, a la mesa.
¿No
bailas? Le pregunté. Y en un arrebato de sinceridad me dijo, acercando su boca
a mi oreja: los tacones me están matando, soltando los dos al unísono una
sonora carcajada. Para presumir, sufrir, le dije bromeando, asintiendo
divertida ella con la cabeza. Comenzamos una animada charla y presentándonos un
poco más en profundidad sin caer en el aburrimiento. De esta manera supe que
era prima de la novia, y que el grupo con el que estaba eran también
familiares. Hablamos de los novios, la relación que teníamos con ellos, de lo
divertido de la celebración, del pantagruélico menú y de lo buenos que estaban
los vinos, especialmente el cava, del que, según avanzaba la conversación,
íbamos dando buena cuenta.
Ana era
divertida, una mujer con recursos para desenvolverse bien en sociedad, era
trabajadora social, lo que la llevaba a ser muy empática, buena conversadora,
positiva, motivadora y con buena autoestima. Había salido de una relación hacía
cuatro años, y tenía unos estupendísimos 45 años. Una edad fantástica en la que
las mujeres, por lo menos para mí, están esplendorosas. Mucho más atractivas
que las jovencitas de veinticinco, con la cabeza mejor amueblada y si, como es
el caso, cuidan su físico con algo de deporte, con un cuerpo realmente
imponente.
La
conversación transcurría divertida. Se estableció entre nosotros una extraña,
pero maravillosa, relación. Esas que se dan escasísimas veces, pero que cuando
se dan, lo detectas en cuanto intercambias dos palabras con la otra persona.
Esas en las que te sientes confiado y cómplice, como si hiciera años que te
conocieras, encajando bromas y compartiendo chascarrillos. Feeling, lo llaman
unos, química dicen otros, no importa el término sino la sensación. El caso es
que, enfrascados en nuestra conversación terminamos el cava.
Me estás
haciendo disfrutar mucho de esta sobremesa, le dije inocentemente y, con una
media sonrisa y un brillo asesino en sus ojos castaños me susurró al oído: las
buenas sobremesas se disfrutan cuando hay intimidad y, no es por nada, pero
esto va para largo y un masaje en los pies me sentaría de maravilla. Palabras
que me provocaron un agradable escalofrío que recorrió mi espalda desde la nuca
hasta el cóccix. Siguiéndole el juego le dije: me gusta dar masajes, pero los
buenos masajes se disfrutan cuando hay intimidad, suponiendo que el órdago la
amilanaría, pero no estaba yo muy acertado esa tarde con mis vaticinios. Y
valiente me contestó: tengo una habitación para mí sola en este mismo hotel,
subamos a ella y demuéstramelo. Y cuando me quise dar cuenta íbamos camino de
los ascensores que llevaban a las plantas de las habitaciones, con nuestras
copas y una botella de cava que Ana había pedido pocos minutos antes y que,
disimuladamente, distrajimos para degustar en la intimidad de la habitación.
Pulsé el
botón del ascensor y en pocos segundos las puertas correderas se abrieron para
nosotros. Entramos y pregunté el piso dónde tenía la habitación. Planta 12, me
dijo Ana y la máquina comenzó el ascenso. Nos miramos con los ojos que se miran
dos personas que se desean y de manera natural nos dimos un beso en los labios.
Sonreímos y nos mantuvimos en silencio hasta llegar a nuestro destino.
Lo
primero que hizo Ana fue descalzarse, dejando a un lado de la puerta sus
zapatos tacón de aguja, y liberando un suspiro de alivio y acto seguido la
ayudé, cortésmente, a quitar las horquillas que le sujetaban el tocado. Su
cabello cayó como una cascada de agua, y su larga media melena suelta la hacía
todavía más guapa.
La
habitación era una suite. Al parecer, el hotel cometió un error con la reserva
y la compensaron dándole una habitación de categoría superior. Tenía un
saloncito con un escritorio junto a la pared, bajo el que se encontraba el
mueble bar, y sobre el que estaba la televisión y una mesita baja junto al
sofá, que parecía muy cómodo, y desde ahí se accedía a un dormitorio con una
cama “king-size”, vestida con una elegante y sobria colcha gris marengo, con un
mullido calzador a los pies de la cama, tapizado en el mismo color que la
colcha, y un enorme sillón orejero, en similar tono, en una esquina, al lado
del cual estaba la puerta que daba al baño. Un baño de generosas dimensiones,
con un lavabo de mármol doble, veteado en tonos visón, y una ducha enorme, con
el difusor de agua en el techo, de los que llaman “tipo lluvia”.
Seguidamente,
Ana dejó la botella en la mesa del saloncito, dentro de una cubitera que había
junto al mueble bar, dentro de la que vaciamos el hielo de la nevera. Nos
servimos dos copas. Hoy es el Día Internacional del beso, le dije, y sin
contestar sonrió. Hicimos “chin-chin”, por los buenos besos, dijo Ana, por esos
mismos, agregué, dimos un sorbo al cava y nos dimos un apasionado beso. Un
largo beso en el que me demostró que, además de elegante, atractiva, simpática,
divertida e inteligente, sabía besar muy bien. Nuestras lenguas se alargaron y entrelazaron
mientras nuestros labios se sellaban, dibujando espirales imposibles, carnosas
y excitantes, que remataba con un ligero mordisco en mi labio inferior, del que
tiraba con suavidad.
La
temperatura iba subiendo a medida que intercalábamos besos y sorbos y los dos
sentíamos que la ropa comenzaba a molestarnos. ¿Vamos a por ese masaje?, le
propuse, sí, por favor, pero antes deja que me dé una ducha, me contestó. Si me
permites te acompaño, sugerí traviesamente, y respondiendo con su media sonrisa
pícara, cogió mi corbata y tiró de mí llevándome tras sus pasos.
Estábamos
uno frente al otro al lado del calzador, a los pies de la cama. Mi quité la
chaqueta mientras ella soltaba el nudo de mi corbata y desabotonaba con pericia
mi camisa, pasando sus manos sobre mis hombros y empujando la prenda hacia
atrás, que resbaló por mis brazos dejando mi torso desnudo. Desabrochó la
hebilla de mi cinturón de piel y los dos botones del pantalón, llevándome a
encoger el estómago al sentir el tacto de sus dedos en mi cuerpo y, mientras me
miraba fijamente a los ojos, bajó la cremallera de mi bragueta, haciendo que el
pantalón cayera a mis tobillos, quedando ante ella con el bóxer de lycra negra,
ceñido, semitransparente en los costados y con unos geométridos dibujos en bajo
relieve que brillaban según les daba la luz y potenciaban visualmente el
volumen de mis atributos, ligeramente estimulados por ese inesperado encuentro.
Bajó la vista, me observó y pasando las yemas de los dedos de su mano derecha
delicadamente sobre mi entrepierna dijo socarronamente: anda, sácate los
zapatos que vas a manchar el pantalón. Me senté en el calzador, me descalcé y
coloqué estirada la ropa sobre el mueble.
Me puse
detrás de ella y deslicé la cremallera de su vestido por la espalda hasta llegar
a su cintura, a la vez que nos mirábamos reflejados en el gran espejo que había
en frente haciendo las veces de vestidor. Aparté la media melena de su cuello,
y mientras pasaba dos dedos bajo sus tirantes, sobre sus hombros, clavé con
suavidad, pero firmeza, mis dientes sobre su nuca, haciendo que ladeara
elegantemente su cabeza, mientras el vestido se desplomaba a sus pies. Si el
vestido vaporoso le sentaba bien, sin él estaba todavía mejor, tenía un cuerpo
bonito y proporcionado, de sinuosas curvas resaltadas por su ropa interior.
Recorrí, desde sus hombros, sus brazos, con las puntas de mis dedos, hasta
entrelazar nuestras manos, mientras giraba su cabeza y nuestras bocas volvían a
buscarse a la vez que nuestros cuerpos se ceñían. Se giró frente a mí y
seguimos besándonos estrechando su cuerpo contra el mío y haciendo que sus
senos se aplastaran contra mi pecho. Nuestras lenguas se anudaban jugando
divertidas entre ellas, aumentando la excitación que ya sentíamos, por lo que
busqué, en el reflejo del espejo, el cierre de su sostén. Solté los dos
corchetes del sujetador y alzó sus brazos para que le despojara de la prenda.
Tenía unos pechos muy bonitos, con unas areolas tostadas coronadas por unos
pezones que comenzaban a marcarse. Mi boca comenzó a desplazarse por su cuello,
por sus hombros, su escote, hasta llegar a sus senos, que besé con cuidado
disfrutando de su aterciopelado tacto, dándoles pequeños besitos, bocanadas
sutiles que iba desplazando por su abdomen, hasta llegar a su ombligo.
Me senté
en el calzador, puse mis manos sobre sus caderas y seguí besando su vientre
hasta alcanzar el elástico del culotte que todavía llevaba puesto. Aplasté mi
rostro contra su pubis sujetando sus nalgas con mis manos e inspiré
profundamente ese embriagador aroma, separé mi cara y arrastré las bragas por
sus muslos hasta quitárselas por completo. Después fui liberando sus torneadas
piernas de la presión de las medias, que se mantenían firmes sobre sus
espléndidos muslos, que separó intencionadamente y, agarrándome por el pelo,
llevó mi cabeza entre ellos. No pude, ni quise, evitar la tentación de,
alargando mi lengua, darle un lametón sobre su, impecablemente depilada vulva,
lo que facilitó que mi apéndice resbalara sobre su piel lubricada con mi propia
saliva y el incipiente néctar que comenzaba a destilar su flor, hasta coronar
su delicado caramelo que aplasté con mi lengua, arrancándole un sorpresivo
gemido.
Tiró de
mi corto pelo hacia arriba, haciéndome levantar y nos besamos hasta casi perder
el aliento, mientras sus manos buceaban bajo mi bóxer estrujándome con fuerza
los testículos, que se mantenían apretados, hinchados y congestionados bajo mi
salvaje erección y la ceñida lycra.
Los
masajeó con una fuerza calculadamente bien medida, haciendo caso omiso a mi pene
erecto, que reclamaba su atención buscando rozarse contra su cuerpo con los
movimientos de mi cintura. Detectó las ganas y ahora fue ella la que comenzó a
recorrer mi cuerpo con su boca, dándome pequeños mordiscos por cada centímetro
de mi anatomía que la ocasión le bridaba, hasta que, sentada en el calzador,
tiró del bóxer hacia abajo, provocando que mi verga saltara, con una rigidez
inusitada, como si fuera un resorte. Mi falo lucía una consistencia inusual,
con mi glande totalmente descubierto, terso, brillante y de un color casi
violáceo por la hinchazón alcanzada. Alzó su mirada buscando la mía y cuando
nuestros ojos se encontraron, sus labios me abrazaron a la vez que su lengua me
frotaba dentro de su boca con endemoniados remolinos, y un gruñido seco salió
de mi garganta, ante cuya señal se detuvo no queriendo provocar lo que hubiera
sido inevitable.
Poniéndose
de pie me cogió de la mano y, en silencio, caminamos hacia la ducha. Dejando
correr el agua hasta que salió con la temperatura deseada, fuimos besándonos y
acariciándonos, mirándonos de soslayo en el reflejo del espejo y llevando la
tensión sexual que se palpaba en el ambiente a límites desconocidos. Bajo el
agua templada nos abrazamos y seguimos besándonos, sintiendo en nuestras
anatomías muestras anárquicas de una excitación primitiva. Presionando dos
veces en el dispensador de gel, me procuré del jabón con el que, desde sus
hombros, empezar a frotar su piel, hasta tenerla cubierta por un baño de
espuma. Dibujando con mis manos simétricas figuras tomando como eje su columna
vertebral, que recorrí con la yema de mi dedo índice, vértebra a vértebra,
desde su nuca hasta donde su espalda terminaba, y presionando con mi dedo justo
entre sus nalgas, continué hasta apoyarlo sobre su contraído esfínter, que
masajeé con mimo haciendo círculos sobre su anillo exterior, mientras Ana
tensaba su espalda arqueando sus caderas y separando sus muslos. Mis manos
masajearon su culo, redondo y hermoso, con una consistencia perfecta, desde
donde lancé mis manos hacia su vientre. Bajé con una mano al mullido colchón
que sus rizos convertían en su pubis, que acaricié desde arriba hacia su
entrepierna, enjabonando sus rincones con mi mano como esponja, hasta
esconderla entre sus piernas, a la par que mi mano libre ascendía hasta acunar
sus hermosas tetas, pinzando suavemente sus pezones, ya totalmente erguidos,
que resbalaban de entre mis dedos por el baño de jabón.
Frente a
frente, estrechamos nuestros cuerpos que, al contacto, resbalaban por la
espuma. Sus manos buscaron la erección que rozaba en su vientre y, cogiéndome
con decisión frotó mi glande contra su sexo, que desplegó sus pétalos como una
flor en primavera. En el vaivén quedamos bajo la lluvia templada que fue
arrastrando el jabón de nuestros cuerpos, como mi boca se arrastró por su
mojada piel, hasta quedar arrodillado entre sus piernas. Puso sobre mi hombro
un pie y con deseo lamí su delicado rincón. Al paso de mi lengua por sus
ingles, sus labios vaginales se desplegaron encarnados, rozando con mi rostro.
Mi lengua golpeaba su clítoris cada vez que lo encontraba mientras mis manos la
sujetaban por las nalgas, penetrándola, con mi lengua tensada, todo lo
profundamente que podía y recorriendo todas sus internas paredes con amplios
redondeles.
La
musicalidad del agua cayendo se acompañó de su respiración que se agitaba por
momentos, despertando en sus caderas movimientos imposibles contra mi cara
hasta que sus gemidos me indicaron que era el momento de parar o hacerla
estallar, y paré. Subí a su boca y volvimos a besarnos, y Ana, con un excitante
nerviosismo volvió a coger con firmeza mi polla, la agitó varias veces, y
empezó a masturbarse con ella como si fuera su mejor dildo. El placer que me
proporcionaba cuando resbalaba entre su vulva era máximo y con un hábil
empujón, cuando me encaró a la entrada de su túnel, resbalé por su interior
hasta que mis huevos topetearon con su cuerpo. Inmóviles quedamos besándonos y
sintiendo el agua resbalar por nuestros cuerpos, cuando comencé a sentir como,
rítmicamente, Ana contraía su vagina sobre mi pene, masajeándolo diabólicamente
como si me quisiera ordeñar como ofrenda a Belcebú. El goce máximo provocó que
nuestras caderas comenzaran a moverse acompasadamente, sintiendo cada vez más
calor, más humedad, más rigidez, más placer.
El agua
caía, el aire nos faltaba, la respiración bronca y los corazones desbocados nos
llevaron a un estado de semiinconsciencia, acompasando gemidos como repetitivo
mantra, sincronizando embestidas como comunión carnal, copulando como dos
auténticas bestias en celo, acelerando ritmos, cambiando gemidos por auténticos
jadeos y moviéndonos como posesos, yo dentro de Ana, ella sobre mí, a la vez
que se masturbaba con una mano entre nuestros vientres. Su mano aceleró el
ritmo y sentí un calor inusual en mis testículos, fruto de sus abundantes
flujos que la lubricaban facilitando todas mis acometidas. Sus jadeos
entrecortados anunciaban que su clímax estaba próximo, y aceleré mi ritmo, en
frecuencia y en intensidad, con golpes fuertes y secos que hacían que mis
huevos rebotaran en su culo. Aaaggggggggg, aagggggggggggg, aaggggggggggggg, me
corroooooooo, exclamó sin pudor al tiempo que con un par de embestidas más,
comencé a derramarme inundando su interior, mientras guturales sonidos
indescriptibles se arrancaban de mi garganta con el poco aire que tenía en los
pulmones, ggggrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.
Quedamos
unos instantes quietos, abrazados, recuperando la consciencia de nuestros
cuerpos, hasta que sentí como resbalaba de su interior manteniéndome todavía en
un estado de ligera turgencia. La besé con ternura y me correspondió, mientras
la envenenada mezcla de nuestros elixires era arrastrada por el agua hacia el
sumidero de la ducha.
Recuperado
el aliento buscamos nuestras miradas y nos besamos de nuevo. ¿Qué hora es?
Preguntó Ana, ni idea, le respondí. De manera natural nos enjabonamos, esta vez
por separado, aunque compartiendo la amplia ducha y salimos del agua. Nos
secamos y comprobamos que habían pasado casi dos horas desde que, como el mejor
escapista, habíamos desaparecido del salón. Quizá deberíamos regresar, le dije
a Ana mientras terminaba de secarme. Sí, será lo oportuno, puntualizó, de
manera que nos recompusimos y nos dirigimos por el enmoquetado pasillo al hall
de los ascensores. Cuando entramos en la cabina la miré, estaba espléndida, y
le dije: ha sido la mejor celebración del Día Internacional del beso que he
tenido nunca, y de nuevo, ladeando maquiavélicamente su sonrisa me dijo: ¿Quién
te ha dicho que la celebración ha terminado?, me debes ese masaje del que
alardeaste. Era evidente que Ana era una mujer de armas tomar y yo estaba
dispuesto a comprobarlo.
Al
llegar al salón todo estaba como lo habíamos dejado, quizá los invitados con
alguna copa más, como era de esperar. Habían servido unos canapés que
degustamos con el apetito abierto por la intensidad del encuentro mientras
seguíamos bebiendo cava. ¿Quieres bailar? Le pregunté. No, los pies no me
duelen, pero no me apetece, y continuamos charlando animadamente.
A la
vista estaba que, presumiblemente, cuando terminara la celebración de la boda,
continuaría la segunda sesión del Día Internacional del beso en la
decimosegunda planta del hotel. Esta vez con masaje de pies incluido.
Y a ti, ¿te gusta que te den masajes en
los pies?
Quién fuera Ana ......
ResponderEliminarMe encantan los masajes ...
Muchas gracias. A mí me encanta darlos.
EliminarUn relato tan embriagador como el cava, y tan suculento como los dulces y el chocolate y como postre el masaje, esa excitante caricia que convierte al cuerpo en un lugar ávido de placer...
ResponderEliminarUn cuerpo es un templo que hay que venerar.
EliminarHermoso concepto del cuerpo
EliminarMuchas gracias, es mi humilde interpretación.
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