METRICOOL

viernes, 4 de agosto de 2023

JUGUETE



Te muestro el juguete,

aceptas el reto,

encuentra el momento.

¿Te atreves?


 

jueves, 3 de agosto de 2023

OLORES



Igual que tras la tormenta siempre llega la calma, tras la pasión que alborota el alma siempre llega la paz del placer sereno.

Pasión en la que nos entregamos, compartimos y nos fundimos, compartiendo caricias, besos y abrazos.

Lenguas que se arrastran por las pieles, dejando su húmedo rastro de venenosa saliva que se mezcla con el sudor de la piel y con los elixires secretos del cuerpo que lame.

Almizcle que embriaga y lubrica, predisponiendo las mentes y los cuerpos a un apasionado encuentro de amantes sin compasión, ansiosos por descubrir el cuerpo ajeno.

Perfume que destilan los poros de la piel brillante, incienso profundo y excitante el que de nuestras entrepiernas sale.

Hasta que la fuerza mana, bruta, indisciplinada y salvaje, acompasando caderas, reventando nuestros vientres, inundando nuestros cuerpos y dejando en las yemas de nuestros dedos impregnado el aroma del visceral encuentro, como señal indeleble de los rincones recorridos, explorados y complacidos.

Olores que lo dicen todo y que penetran en tu mente adueñándose de tu recuerdo, como te penetraba anoche adueñándome de tu cuerpo.

Aroma que en nuestra cabeza dibuja gemidos, vaivenes y coloridos éxtasis.


 

miércoles, 2 de agosto de 2023

HAY DÍAS



Hay días en los que el amanecer toca a la puerta de tu sueño vestido de mujer, envuelta en sutiles prendas de gasa. Días en los que reacciona ante la luz tu más íntima anatomía. Días en los que despiertas con una excitación sobrecogedora, con tus pupilas brillando de deseo, con el olfato afinado para percibir todos los estímulos, con tu piel caliente y sensible, con tu sexo deseoso y preparado para batirse en duelo con la más apasionada mujer. Hay días en los que despiertas desconcertadamente excitado sin causa aparente… o quizás sí que la hubo y fuiste tú la protagonista de mis sueños.


martes, 1 de agosto de 2023

CAFÉ DE MAÑANA


El calor tropical de la noche no nos hubiera dejado dormir si no hubiera sido por nuestro tórrido final de velada.

Después de cenar y de haber satisfecho nuestras necesidades alimenticias, dimos rienda suelta a la imaginación para satisfacer nuestras expectativas más carnales y, haciendo un alarde de improvisación, olvidamos viejos prejuicios para abandonarnos a disfrutar.

Habíamos abierto los ventanales correderos del salón que dan acceso a la terraza del jardín y apenas se notaba una ligera brisa, por lo que decidimos salir fuera a disfrutar de un helado.

Estábamos vestidos muy informalmente, con la ropa cómoda que solemos llevar para estar por casa, camisetas viejas y estiradas por el tiempo y los lavados, esas que todas las semanas cuando van a la lavadora pensamos que vamos a destinar para trapos pero que, no se sabe muy bien porqué, o bueno, sí que se sabe, porque son comodísimas, terminamos doblando y dejando de nuevo para volver a ponérnoslas, pantalones cortos y descalzos, que es como más nos gusta estar por casa.

Estábamos en las tumbonas, con el respaldo incorporado, comiéndonos nuestros helados, fríos y cremosos cuando al llevar una cucharada a tu boca hiciste caer el helado sobre tu camiseta, lo que provocó que de tu boquita de princesa saliera un exabrupto de carretero caminero que arrancó de mí una sonora carcajada.

Mientras seguías, entre lamentándote y maldiciendo en lenguas desconocidas, por terminar siempre manchándote, dejé mi helado en la mesita auxiliar, me levanté, me senté en tu tumbona e intentando tranquilizarte sellé tu boca con mis labios para que dejaras de protestar.

Accediste complacida dándome tu aprobación con los giros de tu lengua, que se abría paso en busca de la mía mientras tiré desde los costados de tu camiseta hacia arriba quitándotela y dejando a la vista tus pechos libres, que reaccionaban bailando alegres con cada movimiento de tu cuerpo, escena que me parecía de lo más bonita e hipnotizante.

Alargaste tu mano hacia la mesita auxiliar para dejar tu copa de helado y aproveché para hacer lo mismo y recoger la mía y, sin preguntar, cogí una cucharada de helado que extendí por las comisuras de tus labios e, instintivamente, sacaste tu lengua para limpiarte tropezando con la mía que comenzaba a lamerte el rostro hasta eliminar todo rastro del cremoso postre.

Nos miramos a los ojos y nuestras miradas hablaron, nuestras bocas asintieron dibujando una discreta sonrisa y nuestros cuerpos comenzaron a manifestar signos evidentes de un deseo más que evidente de seguir tomando el postre.

Volví a tomar otra cucharada que extendí por tu cuello, que ofreciste dejando caer tu cabeza hacia atrás. Y esta vez el helado comenzó a resbalar por tu piel, perdiéndose entre tu escote. Alargando rápidamente mi lengua no dejé que esa gota siguiera avanzando en su camino recogiéndola, deshaciendo el recorrido andado y lamiendo el reguero del helado, pasando entre tus pechos, que disfruté por ese tacto aterciopelado que sentía en mi rostro, con esa calidez y esa dulzura que me atrapaba queriéndome impedir seguir, hasta alcanzar tu cuello, que lamí y succioné hasta dejarte limpia.

Sentí tu corazón latiendo con fuerza y tu respiración entrecortándose mientras se te escapaba algún gemido, signo inequívoco de que estabas disfrutando del singular postre cuando sentiste mis dedos, cogiendo por tus caderas el short que llevabas puesto junto con el elástico de tus braguitas y, levantando tu cabeza y mirándome fijamente, sin articular palabra, hiciste palanca con tus talones y tu espalda, elevando tus caderas, para que las prendas salieran sin dificultad.

Tu cuerpo quedó a mi antojo desprovisto de cualquier adorno, salvo de tu belleza natural.

El helado estaba cada vez más líquido, pero, aun así, cubrí con él tus areolas y pezones que, al contacto con el fío postre, comenzaron a inquietarse manifestando su sensibilidad con una delicada turgencia. Y me dispuse a dibujar círculos sobre tus pechos con la punta de mi lengua, recogiendo el helado, saboreándolo, lamiéndolo y lamiéndote hasta dejar tus tetas impolutas y tus pezones erguidos, no pudiendo despedirme de ellos sin agasajarlos con una ligera succión entre mis labios.

Yo había comenzado a transpirar y mi excitación era obvia, así que, motu proprio, me quité la camiseta, las bermudas vaqueras y el bóxer, quedando así los dos en igualdad de condiciones, totalmente desnudos.

Todavía quedaba algo de helado en mi copa. Ayudándote, reclinamos por completo el respaldo de tu tumbona y quedaste yaciendo boca arriba. Cierra los ojos, te indiqué, obedeciendo de inmediato. Desde las copas de tus pechos dibujé dos senderos de helado, que como riachuelos se desdibujaban por tu vientre camino de tu ombligo, donde convergían y desde el que continuaban, ya convertidos en río en dirección a tu pubis que, muy lentamente, iban regando.

Y mi lengua entro en acción, lamiendo tus tetas con cuidado y, lamiendo de abajo hacia arriba, limpiando tu piel por medidos tramos. Primero de tu ombligo a tus pechos, continuando de tu pubis a tu ombligo, dejando para el final tu rincón más sabroso.

Habías separado tus piernas y sentiste un lengüetazo, lento y largo, que con la presión justa se arrastraba desde tu perineo hasta tu clítoris, haciéndote suplicar un alargado “Diiiiiioooooooooooosssssssssssssssssss” que me llegó a estremecer.

No pudiste, ni evitaste, mover tus caderas buscando la fricción de tu coño con mi rostro, y mi lengua se afanó por asear todos los rincones del templo que estaba deseando profanar.

¡Paaraaa, paaraaaa, para que me corro!, me dijiste temerosa por terminar antes de lo deseado el festival de sensaciones y, empujada como por un resorte, te incorporaste buscando ansiosa mi cuerpo que ya exhibía una desmedida erección

Vamos, cariño, túmbate, me dijiste con un tono realmente lujurioso y de inmediato me acomodé mirando al cielo en la tumbona.

Cogiste la copa de tu helado y, con la cuchara, dejaste caer unas gotas de tu postre sobre mis pequeñas tetillas, que no tardaste en lamer, intentando mordisquear mis pequeños pezones que ya habías despertado de su letargo.

Continuaste con tu tortura sobre mí calmando así tu revancha, avanzando por mi torso hasta alcanzar mi abdomen.

El helado, cada vez más líquido, aún seguía estando lo suficientemente frío para sentir la diferencia de temperatura en mi cuerpo.

Sentía tu aliento abrasando mi piel en contraste con el frío que todavía mantenía el postre, no pudiendo evitar encoger el estómago y tensar mis músculos más íntimos, haciendo que mi verga se irguiera irrespetuosamente, lo cual no pasó desapercibido para ti y, maliciosa y hábilmente, haciendo un perfecto círculo con tus dedos índice y pulgar, anillaste mi polla por la parte más próxima a mi pubis, manteniéndola totalmente vertical y descubierta, mostrando mi hinchado y violáceo glande, terso, suave y brillante, que no tardaste en cubrir con el cremoso helado. Sentí frío y humedad en la cabeza de mi ariete, y excitación, por la sensación y por la situación y, levantando mi cabeza, vi que el helado resbalaba por todo el tronco de mi masculinidad hasta llegar a tus dedos, que desbordaba alcanzado mis testículos, que cargados, pesados y calientes, eran refrigerados por el ya licuado helado.

Y de tu boca salió puro fuego y endiablado arte que, besando, lamiendo, recorriendo y engullendo mi falo, me hizo entrar en un estado de seminconsciencia casi tántrico por la intensidad del placer que me estabas provocando.

La mezcla del frío con el calor de tu boca, que succionaba de mí absorbiendo los restos de helado me estremecía, haciéndome tensar los cuádriceps de mis piernas y apretando fuerte mis glúteos y mi esfínter para contener el placer.

Tu lengua se movía con maestría sobre los bordes de mi glande, incidiendo en los puntos que proporcionaba máximo placer. Esa sensación intensa sobre el frenillo de mi miembro me hacía desesperar y, sólo cuando observaste que expelía involuntariamente unas gotas de líquido preseminal, me dejaste reposar, no sin antes lamerlas hasta no dejar ni rastro.

Alargaste tu mano manchada para que te correspondiera, lamiéndote los dedos para eliminar los restos de helado y, cuando terminé, comenzaste a lamer el tronco de mi mástil, deslizando tu lengua por mis ingles, hasta limpiar mis huevos, pero, todavía insatisfecha, los succionaste de uno en uno en varias ocasiones introduciéndotelos en tu boca hasta que me hiciste gemir.

Vaya, parece que esto te gusta, me dijiste traviesa y, no sé muy bien cómo, cuando me di cuenta tenía las rodillas pegadas a mi pecho y, totalmente indefenso, me mostraba a ti que aguardabas sentada en la tumbona frente a mí.

Acercaste tu cabeza a mi intimidad y comenzaste a lamer con ansia, dejando caer tu lengua bajo mis testículos, que levantabas agarrándolos con una mano, lamiendo todos mis rincones, descendiendo por mi perineo y recreándote en mi delicado agujero que, ante tales estímulos, comenzó a contraerse fuerte, prolongada e involuntariamente.

Habías conseguido tu objetivo, pero todavía no estabas plenamente satisfecha, por lo que con acrobático estilo te pusiste a horcajadas sobre mi rostro, dejando al alcance de mi boca tu preciado tesoro.

Alargué inocentemente mi lengua hasta rozar tus labios vaginales, que estaban plenamente abiertos y desplegados, pensando que era mi botín, cuando volví a sentir tu boca succionando con fuerza mi glande. Habías orquestado, unilateralmente, un majestuoso “sesenta y nueve”, dejándome a tu flor a mi alcance, pero haciéndome saber que eras la dueña de mi capullo.

Apenas fueron unos segundos de besos, lamidas y succiones, los suficientes para quedar en igualdad de condiciones hasta que, de nuevo por tu propia decisión, pensaste que había llegado el momento de buscar el fin a tan prolongada tortura.

Volteándote y, todavía con una pierna a cada lado de la tumbona, te desplazaste hacia atrás mientras me mirabas a los ojos, hasta calcular el lugar exacto desde el que comenzar a descender y buscar el acople de nuestros excitados cuerpos.

Sentí el abrasador y viscoso tacto de tus flujos sobre mi masculina erección y cómo comenzabas a frotarte moviendo tus caderas de atrás hacia adelante y viceversa. Ese gesto no era desconocido para mí, pero se prolongó unos segundos más de lo habitual y mientras contemplaba tus tetas bamboleándose pensé que te estabas pajeando conmigo sin el más mínimo reparo.

¿No quieres tenerme dentro? Te pregunte con voz ronca y, sin decir ni una palabra, con una mano levantaste mi polla y la encaraste a tu entrada, dejándote caer con calculada fuerza hasta aplastar mis huevos con tu culo. Te quedaste quieta y, al sentir mis manos en tus caderas, comenzaste a mover tu cintura, lentamente al principio, con ritmo alegre más tarde y desbocadamente después.

Sí, vamos, sigue así, más fuerte, te pedí, a la vez que llevaba una mano a tu pubis y comenzaba a masturbarte simultáneamente.

Tu coñito se estaba licuando por momentos y sentía tu néctar resbalando por mis ingles y por mis testículos, lo cual me excitaba salvajemente.

Vamos amor, un poco más, te dije, tu clítoris se sentía hinchado y abultado, prominente y desafiante, y nuestros gemidos se acompasaban sincronizados con tus movimientos de cadera hasta que un gruñido animal salió de mi garganta y comencé a inundar tu interior con mi blanca esencia, al tiempo que gritabas un sssssssiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii confirmatorio de la llegada de tu clímax, dejándote caer sobre mi pecho.

Con tus tetas aplastadas contra mi torso te abracé, recorriendo tu sudada espalda con la yema de mis dedos mientras nos besábamos románticamente después de la menos romántica cópula.

Estábamos realmente exhaustos, pero satisfechos. Sudados y manchados por los restos del helado y de nuestros propios fluidos. Disfrutamos de esa sensación de paz espiritual y relajación muscular hasta que por obra de la naturaleza y del agotamiento natural, mi tensa rigidez se convirtió en arrugada flacidez, y resbalé de tu interior como quien por obligación abandona un paraíso.

La noche había avanzado, el calor no cedía y el cansancio acechaba, así que nos dimos una ducha fría una vez recuperado el aliento y nos fuimos a dormir.

El sol nos despertó temprano y amanecimos sudorosos. Como es habitual en mí, lo primero que hice fue poner la cafetera en marcha para saborear, y de paso despejarme, con un café recién hecho. La negra y tostada infusión caía sobre la taza, puse música suave para comenzar bien el domingo y apareciste ante mí. Nos miramos, sonreímos, nos abrazamos y nos besamos.

No sé cómo acabará el desayuno, por si acaso, que no falte un refrescante helado.



 

lunes, 31 de julio de 2023

PLAYA NUDISTA




Llegaron por separado a esa cala nudista, poco frecuentada y de ambiente tranquilo y relajado, donde casi todos se conocían por coincidir, normalmente, los mismos parroquianos en la misma arena.

Ella no había estado nunca allí pero su curiosidad innata le impelía a probar esa sensación que, en varias ocasiones, había leído que se sentía cuando la brisa acaricia tu piel, cuando el agua salada del mar se desliza por todos los rincones de tu cuerpo desnudo, cuando el sol templa tu piel en toda la extensión de tu anatomía.

Él era un asiduo de esa playa y, a su pesar, se había ganado un cierto y díscolo prestigio, del que no se sentía especialmente orgulloso, entre el resto de bañistas habituales. Conocía a casi todas las mujeres que allí estaban, y todos conocían de sus flirteos y amoríos.

La pudorosa mujer se puso en un rincón discreto, ligeramente apartado del resto de gente, extendió un enorme plaid, sobre el que colocó cuidadosamente su bolsa. Se tumbó sobre él y, comprobando que nadie reparaba en ella, comenzó a desvestirse. Se quitó los pantalones cortos, la camiseta, y se quedó con el biquini que traía puesto. No quiso desnudarse del todo porque, además de su pudor, sentía cierta vergüenza por su cuerpo, ya que le sobraban ciertos kilos pero, sin embargo, estaba tan harta de pensar en lo que dijeran los demás, de esos estándares de cuerpos perfectos, de esas modelos rubias, de pelo largo y planchado, tetas perfectas, largas y torneadas piernas, soñadas por todos los hombres, que decidió que le daba exactamente lo mismo, pensó que qué coño, ella era inteligente y divertida, buena amiga y mejor amante, por lo que armándose de valor, poco a poco, bajó los tirantes de la parte de arriba de su biquini negro, llevó sus manos a la espalda, soltó el corchete del sostén, y se desprendió del mismo, dejando sus generosos pechos a la vista en un natural topless. Se embadurnó de crema solar con factor de protección extremo porque era muy blanca de piel y no quería estar al día siguiente roja como un camarón recién cocido y se dispuso a disfrutar.

Ingenua y enfrascada en sus pensamientos para superar esas barreras que le impedían disfrutar plenamente de la tarde de playa, no se dio cuenta de que estaba siendo observada. Él, un varón seguro de sí mismo, pronto supo que ella era nueva en la cala, no sólo porque no recordaba haberla visto antes allí, sino también por su actitud inquieta y artificial, dedicando un buen rato a observarla. Él estaba, como era habitual en todos los que allí solían ir en cuanto se instalaban sobre la arena, completamente desnudo e irradiaba cierta arrogancia ya que estaba muy orgulloso de sus masculinos atributos, los cuales no pasaban desapercibidos.

Miró de soslayo a algunas de las mujeres con las que ya había tenido algún escarceo y que, desnudas, le invitaban a acercarse. No era ajeno a ese deseo que despertaba y tampoco lo era al buen recuerdo que dejaba, pero estaba hastiado de esa situación, no le apetecía la caza fácil, en su fuero interno reconocía haber caído en las tentaciones de la carne, de un desahogo sin compromiso, pero no quería sentirse un depredador. Esos fugaces encuentros le dejaban una sensación de vacío de la que tardaba días en recuperarse. Quería conocer a alguien distinto, le apetecía lo ignorado, le apetecía lo diferente, lo desconocido, lo auténtico, pero no por lo exótico, sino por encontrar alguien que no fuera tan superficial y que tuviera cierto calado intelectual. Se quedó sentado en su toalla, observándola con todo el descaro del mundo. Ella, absorta en esa nueva situación, en un momento dado sintió que estaba en la pista central de un gran circo, contemplada por toda la platea pendiente de sus movimientos, pero decidida como estaba, determinó que iba a tomárselo con calma, se tumbó boca arriba, se puso las gafas de sol, cogió el libro y empezó a leer.

Él, tras haberle concedido unos minutos para ver cómo se desenvolvía, se levantó, se acercó hasta ella y, con cierta arrogancia, después de leer el título del libro, le dijo: hola, tú eres nueva aquí, ¿Verdad? Porque esto es una playa nudista, no es textil, y estás en la zona nudista, por lo que deberías desnudarte del todo.

Ella apartó el libro, bajó hasta el puente de la nariz sus gafas de sol, que también estaban graduadas, le miró de arriba abajo, deteniéndose inconscientemente en alguna parte de su anatomía, y le dijo, ignorando su maleducado tono, sí, sé que es una playa nudista y estoy aquí para eso, pero déjame tranquila, necesito mi tiempo y me lo voy a tomar con calma.

Quedó sorprendido por la seguridad que transmitía y el tono irónico y sarcástico de su voz, con el que no estaba acostumbrado que le contestasen. Lo habitual era que, sobre todo las mujeres, asintiesen crédulas sus tesis y argumentos, no debatiéndole en lo profundo, rindiéndose todas a sus pies, bueno, a sus pies no, rindiéndose todas a él. Perplejo, la miró asombrado, apartó un poco la tapa del libro y le preguntó ¿De qué va? Y ella le contestó, ¿De verdad quieres saberlo? Y él dijo: para una persona que me encuentro que está dispuesta a hablar, sí, me apetece hablar contigo y saber de qué va el libro.

Ella se incorporó y se sentó en la toalla, él le preguntó si se podía sentar, asintió con un elegante gesto de cabeza y, puesto que el plaid era grande, se acomodó a su lado, pero respetando su espacio.

Olvidándose de que estaba desnuda de cintura para arriba, con total naturalidad empezó a hablar con él. En realidad, la actitud de macho alfa prepotente era sólo eso, una impostura, una coraza una falsa fachada que protegía su sensibilidad. Cuando reparabas en él se percibía algo, una inteligencia natural, tenía cierta delicadeza, tenía una cierta ironía y un cierto sarcasmo, pero nunca había tenido interés en desarrollarlos puesto que con su impostor papel no lo había necesitado.

Cuando se dieron cuenta llevaban hablando un buen rato. El sol estaba empezando a caer, a pesar de lo cual hacía bastante calor, por lo que él le propuso darse un baño

Relajada e integrada en ese nuevo entorno, dejó el libro en su bolsa y fueron caminando hacia el agua, separados por esa distancia de respeto, pero enfrascados en su conversación.

Rieron cómplices al entrar en el agua, nadaron unas brazadas y volvieron a hacer pie, se bañaron tranquilamente, siguieron charlando y conociéndose, lenta pero agradablemente y decidieron salir para secarse aprovechando los últimos rayos de sol.

Al llegar a la toalla se dio cuenta de que no había traído biquini para cambiarse y él le dijo: déjalo que se seque, quítatelo y déjalo que se seque, además, todo el mundo te está mirando porque eres la única que lleva puesta la braguita.

Volvió a reflexionar en su interior, si estoy aquí es por algo. Si estoy aquí es porque todo me da lo mismo en este momento, si estoy aquí es porque puedo, porque quiero y porque me da la gana y, ahondando un poco más, porque quiero superar mis miedos y saltar esas barreras y, además, aquí no me conoce nadie, así que, simplemente, se bajó el bañador hasta sacárselo por los pies. No era la mujer más delgada, no tenía las piernas más largas ni definidas, simplemente era una mujer y allí, en el centro de su feminidad, seguía habiendo vello, a diferencia de muchas mujeres que no lo tenían. A él le gustó y haciendo un esfuerzo, fue capaz de seguir hablando con ella sin desviar su mirada, disfrutando de la primera de sus mil y una noches.

Si no te importa, voy a recoger mis cosas y me pongo a tu lado, dijo él y, casi sin esperar la afirmación de la respuesta, se dirigió hacia el lado de la playa donde tenía su bolsa y su toalla.

No pudiste evitar mirarlo, caminado de espaldas, observando sus glúteos tensándose a cada paso y su marcial, pero comedido, braceo. Lo contemplaste agachándose, casi absorta cuando apreciaste la magnitud de su masculinidad al ponerse en cuclillas para recoger en su bolsa lo que había esparcido por la toalla y, cuando se incorporó y comenzó a caminar hacia de ti de nuevo, evitaste la mirada furtiva como una niña a la que acaban de descubrir espiando una intimidad.

En unos segundos estaba de nuevo a tu lado, acomodándose y sentándose en su toalla.

La tarde seguía avanzando dejando que la luna asomase y, sin pedir permiso, empujase al sol a recogerse.

La playa, poco a poco, comenzaba a quedar desierta. No había niños y que fuera víspera de San Juan propiciaba que la gente se retirara un poco antes para tener tiempo para cambiarse y bajar a la verbena que se celebraba en la celebración del estival Santo en la plaza de esa pequeña localidad menorquina.

Cuando nos dimos cuenta estábamos tú y yo solos, charlando animadamente hasta que te pregunté ¿Se ha secado ya tu biquini? No, contestaste lamentándolo.

Vamos a darnos un baño, te propuse, y disfruta de nadar sin ropa. Sorprendida, por un lado, pero agradecida por otro, puesto que realmente era lo que habías ido a experimentar, te sonrojaste un segundo y esbozando una tímida sonrisa me dijiste: vale.

Nuestros ojos se iluminaban cuando nuestras miradas se cruzaban. Los kilos que, según tú, me habías confesado que pensabas que te sobraban, dibujaban a mi vista curvas sinuosas que invitaban a ser recorridas disfrutando de ellas en cada caricia, como un motorista hace en una serpenteante carretera de montaña. Te veía tan deseable, tan desnuda, tan rotunda, que un masculino deseo comenzaba a despertarse en mi entrepierna, y no, no era por satisfacer mi ego, era porque tu intelecto había ido atrapándome y descubriéndome a una mujer excepcional, que necesitaba disfrutar en el más amplio concepto del término, que necesitaba sentirse querida, amada y deseada.

Poco a poco nos fuimos acercando al agua y, como una niña temerosa, alargaste tu mano buscando el apoyo de la mía para ayudarte a guardar el equilibrio al entrar en el mar, a pesar de que la playa era larga, cubriendo poco a poco y con el mar en absoluta calma, hasta el punto de que parecía una bonita laguna, rodeada de pinos por la parte terrestre y abierta al infinito por el lado del mar.

Caminando lentamente, inconscientemente te pusiste de puntillas cuando sentiste el agua bañar tu pubis, que quedaba con los rizos de tu vello estirados y goteando hasta que, finalmente, el agua lo cubrió por completo. Creo que hice lo mismo cuando sentí la fresca agua en mis testículos, un par de pasos más tarde, ya que mido algo más que tú, pero seguimos avanzando hasta que el agua casi cubrió tu pecho.

Volvimos a dar unas brazadas mar adentro y regresamos hasta hacer pie. Estábamos muy cerca y el agotado sol se reflejaba en el mar dibujando una estela crepuscular y fantástica. Mira, te dije, contempla como se esconde, y me puse tras de ti abrazándote por la cintura. Tu reacción fue serena pues lo único que alcanzaste a hacer fue coger mis manos, que se posaban sobre tu ombligo, con las tuyas propias. Sin pensarlo, husmeé con mi nariz en tu cuello, apartando tu cabello mojado y te besé, respondiéndome con un sonoro pero discreto suspiro.

Disfrutamos de esa puesta de sol desde el agua, contemplando como el astro rey, lenta, pero inexpugnablemente, iba acostándose en el mar, empujando por otro lado a la luna, que comenzaba a iluminar la cala con su nívea luz, dibujando, poco a poco, otra estela sobre el agua.

El agua había perdido algunos grados de temperatura, pero creo que se los habían robado nuestros cuerpos, que estaban cada vez más calientes.

Acomodado en tu espalda, y sintiendo mi aliento en tu nuca, dejaste caer hacia atrás tu cabeza exponiendo tu cuello, por lo que comencé a darte bocaditos sobre los hombros, mordisquitos en la nuca y besitos en el cuello. Tus suspiros acompañaban cada movimiento de mis labios y mis manos habían comenzado a deslizarse por tu cuerpo, sujetándote por las caderas y deslizándose por tus costados, ascendiendo hacia tus axilas, tropezando con las redondeces de tus pechos, que acuné con mimo en las palmas de mis manos y que masajeé con cuidado mientras tu respiración se iba entrecortando.

Mi masculinidad había reaccionado y, progresivamente, iba endureciéndose y tropezando entre tus nalgas. Me sentiste y me buscaste, separando tus muslos para facilitar que entre ellos pasara y, quedando con las piernas semiflexionadas para ajustarme a tu altura, comenzaste a mover tus caderas frotándote conmigo.

Era un baile endiablado en el que, en cada movimiento de tu cintura, sentía la fricción de tu entrepierna, que resbalaba sobre mi erección y me provocaba con el roce de tu vello hasta hacerme alcanzar una dureza desconocida.

En tu oído gruñía ahogando mis placeres, mientras guiabas mis caderas con tus manos, que habías llevado hacia atrás y mientras mis manos seguían masajeando tus tetas y pinzando tus pezones que, turgentes, se marcaban con descaro.

Con el sol desaparecido y la luna radiante, te giraste frente a mí y me miraste fijamente. Tu mirada había cambiado y la timidez se había convertido en seguridad. Transmitías fuerza, energía, dominio y deseo y estabas dispuesta a aprovechar esa ocasión para disfrutarla al máximo.

Me abrazaste por el cuello y comenzamos a besarnos apasionadamente, con nuestros cuerpos desnudos, ceñidos uno al otro, con tus tetas aplastadas en mi pecho, con mi erección contra tu tripita, hasta que, poco a poco, fuimos yendo aguas adentro, hasta que mis hombros quedaron cubiertos, momento que aprovechaste, junto a la ingravidez que el mar te proporcionaba, para abrazar mi cintura con tus muslos, ayudándote sujetando tus nalgas con mis manos.

Nuestras lenguas enzarzadas no cejaban en su juego, y ahora tu entrepierna quedaba expuesta a la rigidez de mi mástil que, torpemente, topeteaba entre tus muslos. Sentía los rizos de tu vello en mi glande y eso me enervaba más todavía, y me llevaba a alargar mis manos bajo tus nalgas para descubrir por completo la entrada a tus entrañas.

Estabas increíblemente guapa bajo la luz de la luna y me estabas desesperando de placer. ¿Quieres tenerme dentro? Te pregunté. Por favor, me contestaste, y en un acertado movimiento, sentí en la punta de mi glande la calidez de tus flujos y la suavidad de tu vulva, a la vez que clavaste tus talones en mi culo y comencé a enterrar muy lentamente mi verga en tu interior.

Un largo gemido tuyo se confundió con un gutural gruñido mío hasta que mis testículos quedaron en el umbral de tu túnel.

Quedé inmóvil, sintiendo como habías comenzado a contraer involuntaria, fuerte y rítmicamente tu vagina sobre mi polla.

Grrrrrr qué placer! Fue lo único que alcancé a decirte, mientras comenzabas a moverte, haciendo fuerza con tus manos y tus talones y aupada por mis manos.

La sensación era de un goce absoluto, de un coñito delicioso, de unos pezones tan duros que casi arañaban mi pecho, de una lengua virtuosa que se enredaba con la mía, de unos gemidos celestiales, de un culo salvaje, de una mujer con mayúsculas.

De un ritmo en las caderas para mí desconocido, de una pasión sin igual, de una entrega absoluta, de un placer descomunal.

Vamos, cariño, empuja fuerte, me dijiste, sabiendo que mis movimientos eran torpes y eras tú la que saltaba sobre mí, insertándose mi daga en lo más profundo de su cuerpo, una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez más rápido, cada vez más profundo.

Mis manos seguían masajeando tus glúteos, y con los dedos alargados rozaba tus ingles y tus labios vaginales, apartando con destreza tu vello para que no te molestara en las embestidas y, obscenos, buscando tu culito para acariciarlo.

Al sentir la yema de mi dedo sobre tu esfínter sentí como contraías fuerte tus músculos más íntimos a la vez que apretaste tus muslos sobre mi cintura casi con violencia. ¿No te gusta? Pregunté, pues lo único que buscaba era complacerte. Nunca me han acariciado ahí, y me ha sorprendido, pero me gusta. Muy cuidadosamente fui masajeándote, dibujando círculos sobre los anillos de tu esfínter, mientras comenzabas a recuperar el ritmo de tu trote sobre mi erección.

Cuanto más intensos eran mis círculos, más fuerte te dejabas caer. Vamos cariño, no aguanto más, yo tampoco, confesaste, y dejando de saltar, pasaste una mano entre nuestros cuerpos, comenzaste a frotar tu acolchado pubis contra el mío, restregándote mi polla en el interior de tu coñito y masturbándote el clítoris cada vez más rápido y fuerte.

Tu respiración se hizo incontrolable y, cuando la yema de mi dedo presionó tu ano, un desgarrador gemido me anunció tu clímax, mientras tu mano se agitaba entre nuestros vientres hasta quedar satisfecha.

Vamos cariño, ahora tú, me dijiste sin soltarte y, comenzando de nuevo a moverte comenzaste a apretarme interiormente haciéndome sentir que me ibas a ordeñar, mientras intentaba empujar dentro de ti hasta no soportar más tanto placer y comenzar a descargar mi semen en tu interior soltando un primitivo y prolongado gruñido.

Quedamos quietos, abrazados y todavía unidos, recuperando la respiración y calmando nuestros pulsos hasta que fui abandonando tu refugio.

Nos recompusimos como pudimos y regresamos de nuevo a las toallas, donde nos tumbamos para secarnos a la luz de la luna.

¿Se secó tu biquini? No, me dijiste, pero no importa, hoy haré otra cosa más que nunca había hecho antes, me pondré las bermudas sin ropa interior.

Seguimos hablando y ganando todavía más confianza el uno en el otro. Abandonamos la playa, dispuestos a repetir otra tarde de baño nudista, pero esa noche acababa de comenzar, era la noche de San Juan y la íbamos a disfrutar. Nos fuimos a duchar y arreglar y quedamos para cenar algo por ahí e ir a bailar a la verbena.

Fue una noche mágica, imposible de olvidar.

domingo, 30 de julio de 2023

MULTICOLORES DÍAS



Buenos y multicolores días. Disfrutad del fin de semana que se anuncia y os deseo multicolores encuentros con multicolores amantes que os proporcionen multicolores placeres.


 

sábado, 29 de julio de 2023

GENEROSA



Con tu generosidad liberaste mi alma, abriste mi vista, alcanzaste mi piel, tomaste mi cuerpo. Me abandoné a ti.


 

viernes, 28 de julio de 2023

LIBÉRAME



Me siento prisionero de demonios invisibles.

En mi mente habitas, pero no te alcanzo.

Libérame.


 

jueves, 27 de julio de 2023

LLÁMAME CABRÓN



Llámame cabrón, y acertarás, aún a riesgo de mi reacción, pues bien sabes que en la perversión de mis acciones está la lujuria de tus placeres.

Tu quietud te hará volar.

En mis artes encontrarás paz.

Tu deseo aumentará.

Y con las cuerdas ceñidas a tus carnes tu sexo se licuará, cual fruta madura que destila su dulce néctar.


 

miércoles, 26 de julio de 2023

AURAL



Estoy muy cansada, fue lo primero que dijiste cuando abriste la puerta de casa, mirándome a los ojos según estaba sentado en el sofá viendo un anodino programa de televisión. Dejaste el bolso en una silla, comenzaste a desabotonarte la blusa camino del dormitorio y oí como corría el agua de la ducha del baño de nuestro vestidor. Había sido una larga jornada para ti, era consciente, por eso mismo y, porque era nuestro aniversario, había preparado una cena especial y puesto a enfriar una botella de cava, el brut nature que tanto le gusta.

Mientras estabas duchándote apagué la tele, activé esa lista de jazz que nos encanta en Spotify y comencé a poner la mesa, con nuestra vajilla especial, nuestros cubiertos especiales, unas velas y dos caminos de mesa.

Los canapés estaban casi listos, había estado preparándolo todo por la tarde. Iba a ser una cena fría, no muy copiosa, un pequeño aperitivo, unos espárragos, salmón ahumado, unas tostaditas de caviar y una tabla de curados y quesos, con un carpacho de tomate y bonito y otro de bacalao. Había puesto a enfriar una botella de un tinto de Ribera del Duero y un albariño gallego para que eligieras el que más te apeteciera beber.

Cuando quise darme cuenta, el murmullo del agua de la ducha había dejado de sonar, y me dispuse a encender las velas cuando apareciste en el salón.

Serena y elegante, con un batín de seda, entreabierto, que insinuaba tu escote y la belleza de tus senos y mostraba explícitamente tu torneado muslo. La prenda tenía una bonita caída y se ceñía a tus caderas, potenciando la rotundidad de tus nalgas, dejando poco a la vista y mucho a la imaginación, aunque anunciando indisimuladamente que era lo único que vestías.

Me acerqué a ti sin apartar nuestras miradas y según avanzaba percibía el aroma que desprendías, suave y embriagador, el perfume de tu cuerpo con tu piel recién lavada, fresca, primaveral, deseable.

Sin pronunciar palabra, pero clamando con los ojos, posé mis manos sobre tus caderas mientras nuestras bocas se buscaban, hasta encontrarse. Los labios se sellaban intermitentemente, con sutiles bocaditos, despertando nuestros húmedos apéndices, que se entrelazaban en espirales imposibles.

Pasaste tus manos por detrás de mi cuello y aproveché para deslizar las mías, por tu cintura, hacia tu espalda, dejándolas caer sobre tus nalgas, dándote un apretoncito, mientras nuestras bocas se devoraban y nuestros cuerpos se apretaban.

Nuestras respiraciones se agitaban poco a poco, mientras la música seguía sonando y tus manos comenzaron a desabotonar mi camisa, hasta dejarme con el torso desnudo. Con singular maestría, tus labios iniciaron el descenso por mi cuerpo, atravesando mi cuello, víctima inocente de los arañazos de tus dientes, y mi pecho, dónde aprovechaste para darte el capricho de pellizcarme un pezón, continuando muy lentamente por mi abdomen, dónde jugueteaste en el hoyo de mi ombligo a la vez que tus manos desabrochaban mi cinturón, desabotonaban mi pantalón y lo dejabas caer a mis tobillos. Ante ti quedaba expuesto, mostrándote la indisimulable reacción de mi masculinidad a tus caricias, a tus besos, a tu presencia, a tu deseo. Apenas rozando mi abultado bóxer con tus labios, comenzaste el camino de regreso a mi boca, donde volvimos a disfrutar de las travesuras de nuestras lenguas.

Con nuestros cuerpos ceñidos y nuestras lenguas enredadas, deshice el lazo del cinturón de tu batín, y deslicé mis manos por dentro hasta sujetarte por la cintura. En recíproca tortura, deslicé mis labios lentamente por tu cuello, dándote suaves bocaditos a la vez que cerrabas tus ojos dejando caer tu cabeza hacia atrás. Mi boca buscó tu escote y besé con mimo las rugosas protuberancias de tus pechos. Al sentir mi lengua haciendo círculos sobre tus areolas inspiraste hondo, y cuando tus tostados pezones se erigieron y los atrapé succionando entre mis labios, un gemido ahogado salió de tu garganta. Delicioso bocado el de tu delicada carne, que abandoné para seguir en mi explorador camino, descendiendo lentamente, y cuánto más al sur bajaba, más embriagador era el aroma de tu cuerpo. Caí preso en la trampa de tu ombligo, no pudiendo evitar besarlo y recorrerlo con mi lengua, lo que te provocó un escalofrío haciéndote encoger el vientre.

Me detuve en mi camino, pegué mi cara a tu cuerpo y fui deslizando mis manos hacia tu espalda, hasta sujetarte por las nalgas. Volví a posar mis labios sobre tu piel y separaste tus muslos pidiendo, sin hablar, que terminara de recorrer tu anatomía.

Tu piel, sedosa y templada, reaccionaba erizándose al contacto con mi lengua que, lenta pero inexorablemente, continuó su previsible camino desde tu ombligo hacia el delta de tus muslos. Apenas alcancé tu pubis, fue inevitable aplastar mi cara contra tu delicada anatomía, lo que provocó que exhalaras entre deseosa y aliviada por sentirte al fin atendida en tus más carnales demandas. Pero lo obvio es fácil y aburrido, así que decidí arrastrar mi lengua circunvalando tu tesoro, dándole emoción a tu deseo, alcanzando tu ingle, que recorrí con cautela, rozando leve pero inevitablemente tu sonrosada vulva con mi rostro, que poco a poco descendía por la cara interna de tu muslo para, una vez alcanzada tu rodilla, continuar hasta tu tobillo.

Levantaste tu pierna hasta apoyar tu pie en mi hombro mientras buscabas el equilibrio con tus nalgas en la mesa. Lo besé mientras lo masajeaba, relajando tu pierna hasta tu gemelo, y comencé a lamer tus dedos, lubricándolos con mi saliva y succionándolos con suavidad, provocando sensaciones increíblemente placenteras con los escalofríos que ascendían como relámpagos para tronar en tu entrepierna. Comencé por el más pequeño de tus dedos y, uno a uno, fui succionando todos ellos hasta llegar al pulgar, mientras mis manos seguían masajeándote con mimo.

La intensidad de tu respiración me indicaba que te estaba resultando singularmente placentero así que, con cuidado, acompañé tu pie hasta posarlo en el suelo e hice el gesto de coger el otro, acto que entendiste de inmediato y a lo que accediste complaciente.

Las mismas caricias, con la misma intensidad, con el mismo mimo, durante el mismo tiempo, en el mismo orden, fui dibujando sobre tu otro pie, hasta llegar a tu tobillo, punto de partida para escalar a tu rodilla, de donde proseguí por la cara interna de tu muslo hasta alcanzar tu ingle, que con provocación lamí, volviendo a rozar con mi rostro tu vulva que, comenzaba a destilar el néctar de tu goce, volviendo a rodear tu sexo y apoyando de nuevo mi rostro en tu pubis.

Sentí tu respiración agitada y a la vez que tu sexo comenzaba a desplegarse, tu piel comenzaba a transpirar, dejando sobre tu cuerpo una pátina brillante.

Separaste todo lo que pudiste tus muslos, te acomodaste en la mesa y, según seguía arrodillado entre tus piernas, cogiste mi cabello y me indicaste que había llegado el momento de que saboreara tu feminidad.

Alcé la cabeza y te miré fijamente, irradiabas deseo. El batín estaba completamente abierto y tus pechos se veían majestuosos desde el sur de tu cuerpo, revelando la indiscreción de tus pezones erguidos que se alzaban coronando la redondez de tus tetas.

Rocé con mis labios tu pubis y comencé a darte suaves besos sobre tu más íntima y preciada anatomía. Los pétalos de tu rosa se estremecían al contacto con mi boca y, poco a poco, fueron desplegándose hasta abrirse por completo. Mi lengua comenzó a juguetear en tus ingles, rozando las crestas de tu flor, recorriendo todos los pliegues ocultos, todos los rincones secretos, todo el protegido mapa de tu nido de placer.

Pequeños gemidos se te escapaban cuando sentías la caricia en una zona más delicada, cuando la presión aumentaba, cuando sentías como tu sexo se congestionaba, se hinchaba, se irrigaba, se abría, se mojaba.

Y mi lengua lujuriosa con ganas se deslizó por la línea que marca el centro de tu cuerpo, dividiendo tu coñito en simétricas mitades, desde tu sur a tu norte, hasta quedar sobre tu delicado caramelo, que asomaba impávido y curioso al festival de sensaciones. Lo aplasté con mi húmedo apéndice y, esta vez, tu gemido fue menos comedido.

Tensé mi lengua, la alargué, y deshice el camino andando, separando definitivamente tus labios vaginales, mezclando mi saliva con tu viscoso elixir, resbalando entre tu cuerpo, hasta alcanzar tu perineo. Pero la lujuria nublaba mi mente y no me detuve. Seguí en mi camino, hasta posar mi lengua sobre tu ano. Ahora fue un jadeo el que me indicó que había llegado a buen puerto, y comencé a dibujar círculos imposibles sobre tu esfínter, aumentando la presión y la velocidad de mi lengua. Y paré un segundo, tomé aire, y comencé a ascender de nuevo hasta llegar a la entrada de tu túnel que, con mi lengua penetré mientras empujaba mi rostro contra tu cuerpo. Comencé a hacerla bailar en tu interior, recorriendo en el sentido de las agujas del reloj todas tus paredes vaginales, haciendo que cerraras tus rodillas y aprisionaras mi cabeza entre tus muslos.

Estabas totalmente empapada y estabas dejando la impronta de tu excitación en mi rostro.

Tal era tu excitación que, tirando con fuerza de mi pelo me hiciste levantar hasta tener mi boca a tu alcance y, mientras acercabas tus labios a los míos, con ansías bajabas mi bóxer, lo justo para coger mi pene erecto y comenzar a frotarte con mi glande, extendiendo todavía más tus flujos, lubricando mi rigidez y pajeándote con descaro.

En tu ansia por engullirme alargaste tu mano libre para agarrar sin delicadeza mis huevos que, todavía dentro del bóxer, quedaban protegidos, aunque hinchados y pesados. Los liberaste de la presión del calzoncillo, que hábilmente empujaste hacia mis rodillas.

Nos estábamos comiendo las bocas mientras seguías masturbándote con mi erección, cada vez más fuerte y rápido, lo que agitaba excitantemente mis esféricos atributos, hasta que decidiste saciar tus ganas y, encarándome para entrar en lo más profundo de tu cuerpo, tiraste de mis caderas hacia ti mientras empujabas en mis nalgas con tus talones.

Despacio, pero inexorablemente, comencé a deslizarme por el interior de tu vientre con asombrosa facilidad. No estabas lubricada, no, estabas absolutamente empapada y, sentir esa cálida humedad en mis huevos cuando estos topetearon en tu culo, me provocó un escalofrío que recorrió mi columna vertebral desde mi ano hasta mi nuca.

Quedé inmóvil en lo más profundo de tu cuerpo mientras seguías presionándome en el culo con tus talones, mientras apretabas con tus manos mi cintura, cuando acercando mi boca a tu orejita te dije: aprieta fuerte, cariño, apriétame todo lo fuerte que puedas, y comencé a sentir un no sé qué, un vacío, una succión, que por un momento pensé que me ibas a sacar hasta la médula.

Liberaste mi polla de tu presión y comencé a salir muy lentamente, hasta dejar entre tus labios mi glande, y volví a pedirte que apretaras. El aleteo de tus labios vaginales en la punta de mi verga me proporcionaba un cosquilleo tan placentero y tan indescriptible que es difícil de explicar.

Soltaste y comencé a empujar hasta aplastar tu clítoris con mi pubis y, después de unos segundos quieto, te di cinco o seis empujoncitos más fuertes, todo ello sin empezar a bombear en tu interior.

Nuestras respiraciones estaban agitadísimas, nuestros corazones latían sin concierto y nuestros cuerpos transpiraban por el placer disfrutado y ciertas ganas contenidas.

Estabas apoyada sobre tus codos, por lo que decidí pasar mis manos bajo tus nalgas para ayudarte en tus vaivenes, que iban aumentando según aumentaba tu placer. Masajeaba tu culo al compás de los envites, deslizando sutilmente la yema de mi dedo índice hacia tus ingles, donde recogí tus ya escandalosos flujos y los llevé resbalando por tu perineo hasta tu ano, que comencé a lubricar y masajear con sumo mimo.

Cuando me sentiste en tu delicado agujero, un suspiro ahogado salió de tu garganta, y te pregunte: mi amor, ¿Te gusta? Mucho, me dijiste, así que seguí acariciándote aumentando progresivamente la presión, a la vez que comenzaba a moverme en el interior de tu coñito.

No llevábamos mucho tiempo cuando un dulce rubor rosa comenzó a ascender por tu vientre, mientras tu respiración se descontrolaba. Vamos cariño, te dije, regálame tu orgasmo, y el rubor ascendió por tu abdomen, por tu escote, por tu cuello, hasta iluminar tu rostro, momento en que mis movimientos eran fuertes y profundos, momento en que mi dedo invadió tu esfínter, momento en que con voz rasgada me dijiste: córrete conmigo, no pudiendo contener la ira de mi excitación y descargando en tu interior mi pesada y lechosa carga, mientras gruñía como una bestia y caía sobre tu cuerpo.

Todavía con mi verga latiendo en tu interior, expulsando las últimas gotas de mi néctar, me cogiste la cara con las manos y la acercaste a tu boca, dándonos un apasionado beso.

Felicidades cariño, felicidades corazón. Has estado increíble, te dije.

Nos recompusimos y miramos la mesa puesta y descompuesta. Reímos. Duchémonos.

La cena no se enfría.

Brindamos con cava.


 

LA TÉNUE LUZ DEL ALBA

La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...