Te muestro el juguete,
aceptas el reto,
encuentra el momento.
¿Te atreves?
Nada es lo que parece, pues hasta el más romántico de los hombres tiene su lado oscuro.
Te muestro el juguete,
aceptas el reto,
encuentra el momento.
¿Te atreves?
Igual que tras la tormenta siempre llega la calma, tras la pasión
que alborota el alma siempre llega la paz del placer sereno.
Pasión en la que nos entregamos, compartimos y nos fundimos,
compartiendo caricias, besos y abrazos.
Lenguas que se arrastran por las pieles, dejando su húmedo rastro
de venenosa saliva que se mezcla con el sudor de la piel y con los elixires
secretos del cuerpo que lame.
Almizcle que embriaga y lubrica, predisponiendo las mentes y los
cuerpos a un apasionado encuentro de amantes sin compasión, ansiosos por
descubrir el cuerpo ajeno.
Perfume que destilan los poros de la piel brillante, incienso
profundo y excitante el que de nuestras entrepiernas sale.
Hasta que la fuerza mana, bruta, indisciplinada y salvaje,
acompasando caderas, reventando nuestros vientres, inundando nuestros cuerpos y
dejando en las yemas de nuestros dedos impregnado el aroma del visceral
encuentro, como señal indeleble de los rincones recorridos, explorados y complacidos.
Olores que lo dicen todo y que penetran en tu mente adueñándose de
tu recuerdo, como te penetraba anoche adueñándome de tu cuerpo.
Aroma que en nuestra cabeza dibuja gemidos, vaivenes y coloridos
éxtasis.
Hay días en los que el amanecer toca a
la puerta de tu sueño vestido de mujer, envuelta en sutiles prendas de gasa.
Días en los que reacciona ante la luz tu más íntima anatomía. Días en los que
despiertas con una excitación sobrecogedora, con tus pupilas brillando de
deseo, con el olfato afinado para percibir todos los estímulos, con tu piel
caliente y sensible, con tu sexo deseoso y preparado para batirse en duelo con
la más apasionada mujer. Hay días en los que despiertas desconcertadamente excitado
sin causa aparente… o quizás sí que la hubo y fuiste tú la protagonista de mis sueños.
El calor tropical de la noche no nos hubiera dejado dormir si no
hubiera sido por nuestro tórrido final de velada.
Después de cenar y de haber satisfecho nuestras necesidades
alimenticias, dimos rienda suelta a la imaginación para satisfacer nuestras
expectativas más carnales y, haciendo un alarde de improvisación, olvidamos viejos
prejuicios para abandonarnos a disfrutar.
Habíamos abierto los ventanales correderos del salón que dan
acceso a la terraza del jardín y apenas se notaba una ligera brisa, por lo que
decidimos salir fuera a disfrutar de un helado.
Estábamos vestidos muy informalmente, con la ropa cómoda que
solemos llevar para estar por casa, camisetas viejas y estiradas por el tiempo
y los lavados, esas que todas las semanas cuando van a la lavadora pensamos que
vamos a destinar para trapos pero que, no se sabe muy bien porqué, o bueno, sí
que se sabe, porque son comodísimas, terminamos doblando y dejando de nuevo
para volver a ponérnoslas, pantalones cortos y descalzos, que es como más nos
gusta estar por casa.
Estábamos en las tumbonas, con el respaldo incorporado,
comiéndonos nuestros helados, fríos y cremosos cuando al llevar una cucharada a
tu boca hiciste caer el helado sobre tu camiseta, lo que provocó que de tu
boquita de princesa saliera un exabrupto de carretero caminero que arrancó de
mí una sonora carcajada.
Mientras seguías, entre lamentándote y maldiciendo en lenguas
desconocidas, por terminar siempre manchándote, dejé mi helado en la mesita
auxiliar, me levanté, me senté en tu tumbona e intentando tranquilizarte sellé
tu boca con mis labios para que dejaras de protestar.
Accediste complacida dándome tu aprobación con los giros de tu lengua,
que se abría paso en busca de la mía mientras tiré desde los costados de tu
camiseta hacia arriba quitándotela y dejando a la vista tus pechos libres, que
reaccionaban bailando alegres con cada movimiento de tu cuerpo, escena que me
parecía de lo más bonita e hipnotizante.
Alargaste tu mano hacia la mesita auxiliar para dejar tu copa de
helado y aproveché para hacer lo mismo y recoger la mía y, sin preguntar, cogí
una cucharada de helado que extendí por las comisuras de tus labios e,
instintivamente, sacaste tu lengua para limpiarte tropezando con la mía que
comenzaba a lamerte el rostro hasta eliminar todo rastro del cremoso postre.
Nos miramos a los ojos y nuestras miradas hablaron, nuestras bocas
asintieron dibujando una discreta sonrisa y nuestros cuerpos comenzaron a
manifestar signos evidentes de un deseo más que evidente de seguir tomando el
postre.
Volví a tomar otra cucharada que extendí por tu cuello, que
ofreciste dejando caer tu cabeza hacia atrás. Y esta vez el helado comenzó a
resbalar por tu piel, perdiéndose entre tu escote. Alargando rápidamente mi
lengua no dejé que esa gota siguiera avanzando en su camino recogiéndola,
deshaciendo el recorrido andado y lamiendo el reguero del helado, pasando entre
tus pechos, que disfruté por ese tacto aterciopelado que sentía en mi rostro,
con esa calidez y esa dulzura que me atrapaba queriéndome impedir seguir, hasta
alcanzar tu cuello, que lamí y succioné hasta dejarte limpia.
Sentí tu corazón latiendo con fuerza y tu respiración
entrecortándose mientras se te escapaba algún gemido, signo inequívoco de que
estabas disfrutando del singular postre cuando sentiste mis dedos, cogiendo por
tus caderas el short que llevabas puesto junto con el elástico de tus braguitas
y, levantando tu cabeza y mirándome fijamente, sin articular palabra, hiciste
palanca con tus talones y tu espalda, elevando tus caderas, para que las
prendas salieran sin dificultad.
Tu cuerpo quedó a mi antojo desprovisto de cualquier adorno, salvo
de tu belleza natural.
El helado estaba cada vez más líquido, pero, aun así, cubrí con él
tus areolas y pezones que, al contacto con el fío postre, comenzaron a
inquietarse manifestando su sensibilidad con una delicada turgencia. Y me
dispuse a dibujar círculos sobre tus pechos con la punta de mi lengua,
recogiendo el helado, saboreándolo, lamiéndolo y lamiéndote hasta dejar tus
tetas impolutas y tus pezones erguidos, no pudiendo despedirme de ellos sin
agasajarlos con una ligera succión entre mis labios.
Yo había comenzado a transpirar y mi excitación era obvia, así que,
motu proprio, me quité la camiseta, las bermudas vaqueras y el bóxer, quedando
así los dos en igualdad de condiciones, totalmente desnudos.
Todavía quedaba algo de helado en mi copa. Ayudándote, reclinamos
por completo el respaldo de tu tumbona y quedaste yaciendo boca arriba. Cierra
los ojos, te indiqué, obedeciendo de inmediato. Desde las copas de tus pechos
dibujé dos senderos de helado, que como riachuelos se desdibujaban por tu
vientre camino de tu ombligo, donde convergían y desde el que continuaban, ya
convertidos en río en dirección a tu pubis que, muy lentamente, iban regando.
Y mi lengua entro en acción, lamiendo tus tetas con cuidado y,
lamiendo de abajo hacia arriba, limpiando tu piel por medidos tramos. Primero
de tu ombligo a tus pechos, continuando de tu pubis a tu ombligo, dejando para
el final tu rincón más sabroso.
Habías separado tus piernas y sentiste un lengüetazo, lento y
largo, que con la presión justa se arrastraba desde tu perineo hasta tu clítoris,
haciéndote suplicar un alargado “Diiiiiioooooooooooosssssssssssssssssss” que me
llegó a estremecer.
No pudiste, ni evitaste, mover tus caderas buscando la fricción de
tu coño con mi rostro, y mi lengua se afanó por asear todos los rincones del templo
que estaba deseando profanar.
¡Paaraaa, paaraaaa, para que me corro!, me dijiste temerosa por
terminar antes de lo deseado el festival de sensaciones y, empujada como por un
resorte, te incorporaste buscando ansiosa mi cuerpo que ya exhibía una
desmedida erección
Vamos, cariño, túmbate, me dijiste con un tono realmente lujurioso
y de inmediato me acomodé mirando al cielo en la tumbona.
Cogiste la copa de tu helado y, con la cuchara, dejaste caer unas
gotas de tu postre sobre mis pequeñas tetillas, que no tardaste en lamer,
intentando mordisquear mis pequeños pezones que ya habías despertado de su
letargo.
Continuaste con tu tortura sobre mí calmando así tu revancha,
avanzando por mi torso hasta alcanzar mi abdomen.
El helado, cada vez más líquido, aún seguía estando lo
suficientemente frío para sentir la diferencia de temperatura en mi cuerpo.
Sentía tu aliento abrasando mi piel en contraste con el frío que
todavía mantenía el postre, no pudiendo evitar encoger el estómago y tensar mis
músculos más íntimos, haciendo que mi verga se irguiera irrespetuosamente, lo
cual no pasó desapercibido para ti y, maliciosa y hábilmente, haciendo un
perfecto círculo con tus dedos índice y pulgar, anillaste mi polla por la parte
más próxima a mi pubis, manteniéndola totalmente vertical y descubierta,
mostrando mi hinchado y violáceo glande, terso, suave y brillante, que no
tardaste en cubrir con el cremoso helado. Sentí frío y humedad en la cabeza de
mi ariete, y excitación, por la sensación y por la situación y, levantando mi
cabeza, vi que el helado resbalaba por todo el tronco de mi masculinidad hasta
llegar a tus dedos, que desbordaba alcanzado mis testículos, que cargados,
pesados y calientes, eran refrigerados por el ya licuado helado.
Y de tu boca salió puro fuego y endiablado arte que, besando,
lamiendo, recorriendo y engullendo mi falo, me hizo entrar en un estado de seminconsciencia
casi tántrico por la intensidad del placer que me estabas provocando.
La mezcla del frío con el calor de tu boca, que succionaba de mí
absorbiendo los restos de helado me estremecía, haciéndome tensar los
cuádriceps de mis piernas y apretando fuerte mis glúteos y mi esfínter para
contener el placer.
Tu lengua se movía con maestría sobre los bordes de mi glande,
incidiendo en los puntos que proporcionaba máximo placer. Esa sensación intensa
sobre el frenillo de mi miembro me hacía desesperar y, sólo cuando observaste
que expelía involuntariamente unas gotas de líquido preseminal, me dejaste
reposar, no sin antes lamerlas hasta no dejar ni rastro.
Alargaste tu mano manchada para que te correspondiera, lamiéndote
los dedos para eliminar los restos de helado y, cuando terminé, comenzaste a
lamer el tronco de mi mástil, deslizando tu lengua por mis ingles, hasta
limpiar mis huevos, pero, todavía insatisfecha, los succionaste de uno en uno
en varias ocasiones introduciéndotelos en tu boca hasta que me hiciste gemir.
Vaya, parece que esto te gusta, me dijiste traviesa y, no sé muy
bien cómo, cuando me di cuenta tenía las rodillas pegadas a mi pecho y,
totalmente indefenso, me mostraba a ti que aguardabas sentada en la tumbona frente
a mí.
Acercaste tu cabeza a mi intimidad y comenzaste a lamer con ansia,
dejando caer tu lengua bajo mis testículos, que levantabas agarrándolos con una
mano, lamiendo todos mis rincones, descendiendo por mi perineo y recreándote en
mi delicado agujero que, ante tales estímulos, comenzó a contraerse fuerte,
prolongada e involuntariamente.
Habías conseguido tu objetivo, pero todavía no estabas plenamente
satisfecha, por lo que con acrobático estilo te pusiste a horcajadas sobre mi
rostro, dejando al alcance de mi boca tu preciado tesoro.
Alargué inocentemente mi lengua hasta rozar tus labios vaginales,
que estaban plenamente abiertos y desplegados, pensando que era mi botín,
cuando volví a sentir tu boca succionando con fuerza mi glande. Habías
orquestado, unilateralmente, un majestuoso “sesenta y nueve”, dejándome a tu
flor a mi alcance, pero haciéndome saber que eras la dueña de mi capullo.
Apenas fueron unos segundos de besos, lamidas y succiones, los
suficientes para quedar en igualdad de condiciones hasta que, de nuevo por tu
propia decisión, pensaste que había llegado el momento de buscar el fin a tan
prolongada tortura.
Volteándote y, todavía con una pierna a cada lado de la tumbona, te
desplazaste hacia atrás mientras me mirabas a los ojos, hasta calcular el lugar
exacto desde el que comenzar a descender y buscar el acople de nuestros
excitados cuerpos.
Sentí el abrasador y viscoso tacto de tus flujos sobre mi
masculina erección y cómo comenzabas a frotarte moviendo tus caderas de atrás
hacia adelante y viceversa. Ese gesto no era desconocido para mí, pero se
prolongó unos segundos más de lo habitual y mientras contemplaba tus tetas
bamboleándose pensé que te estabas pajeando conmigo sin el más mínimo reparo.
¿No quieres tenerme dentro? Te pregunte con voz ronca y, sin decir
ni una palabra, con una mano levantaste mi polla y la encaraste a tu entrada,
dejándote caer con calculada fuerza hasta aplastar mis huevos con tu culo. Te
quedaste quieta y, al sentir mis manos en tus caderas, comenzaste a mover tu
cintura, lentamente al principio, con ritmo alegre más tarde y desbocadamente
después.
Sí, vamos, sigue así, más fuerte, te pedí, a la vez que llevaba
una mano a tu pubis y comenzaba a masturbarte simultáneamente.
Tu coñito se estaba licuando por momentos y sentía tu néctar
resbalando por mis ingles y por mis testículos, lo cual me excitaba
salvajemente.
Vamos amor, un poco más, te dije, tu clítoris se sentía hinchado y
abultado, prominente y desafiante, y nuestros gemidos se acompasaban
sincronizados con tus movimientos de cadera hasta que un gruñido animal salió
de mi garganta y comencé a inundar tu interior con mi blanca esencia, al tiempo
que gritabas un sssssssiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii confirmatorio de la llegada
de tu clímax, dejándote caer sobre mi pecho.
Con tus tetas aplastadas contra mi torso te abracé, recorriendo tu
sudada espalda con la yema de mis dedos mientras nos besábamos románticamente
después de la menos romántica cópula.
Estábamos realmente exhaustos, pero satisfechos. Sudados y
manchados por los restos del helado y de nuestros propios fluidos. Disfrutamos
de esa sensación de paz espiritual y relajación muscular hasta que por obra de
la naturaleza y del agotamiento natural, mi tensa rigidez se convirtió en
arrugada flacidez, y resbalé de tu interior como quien por obligación abandona
un paraíso.
La noche había avanzado, el calor no cedía y el cansancio
acechaba, así que nos dimos una ducha fría una vez recuperado el aliento y nos
fuimos a dormir.
El sol nos despertó temprano y amanecimos sudorosos. Como es
habitual en mí, lo primero que hice fue poner la cafetera en marcha para
saborear, y de paso despejarme, con un café recién hecho. La negra y tostada
infusión caía sobre la taza, puse música suave para comenzar bien el domingo y
apareciste ante mí. Nos miramos, sonreímos, nos abrazamos y nos besamos.
No sé cómo acabará el desayuno, por si acaso, que no falte un
refrescante helado.
Ella no había estado nunca allí pero su curiosidad innata le
impelía a probar esa sensación que, en varias ocasiones, había leído que se
sentía cuando la brisa acaricia tu piel, cuando el agua salada del mar se
desliza por todos los rincones de tu cuerpo desnudo, cuando el sol templa tu
piel en toda la extensión de tu anatomía.
Él era un asiduo de esa playa y, a su pesar, se había ganado un
cierto y díscolo prestigio, del que no se sentía especialmente orgulloso, entre
el resto de bañistas habituales. Conocía a casi todas las mujeres que allí
estaban, y todos conocían de sus flirteos y amoríos.
La pudorosa mujer se puso en un rincón discreto, ligeramente
apartado del resto de gente, extendió un enorme plaid, sobre el que colocó
cuidadosamente su bolsa. Se tumbó sobre él y, comprobando que nadie reparaba en
ella, comenzó a desvestirse. Se quitó los pantalones cortos, la camiseta, y se
quedó con el biquini que traía puesto. No quiso desnudarse del todo porque,
además de su pudor, sentía cierta vergüenza por su cuerpo, ya que le sobraban
ciertos kilos pero, sin embargo, estaba tan harta de pensar en lo que dijeran
los demás, de esos estándares de cuerpos perfectos, de esas modelos rubias, de
pelo largo y planchado, tetas perfectas, largas y torneadas piernas, soñadas
por todos los hombres, que decidió que le daba exactamente lo mismo, pensó que
qué coño, ella era inteligente y divertida, buena amiga y mejor amante, por lo
que armándose de valor, poco a poco, bajó los tirantes de la parte de arriba de
su biquini negro, llevó sus manos a la espalda, soltó el corchete del sostén, y
se desprendió del mismo, dejando sus generosos pechos a la vista en un natural
topless. Se embadurnó de crema solar con factor de protección extremo porque
era muy blanca de piel y no quería estar al día siguiente roja como un camarón
recién cocido y se dispuso a disfrutar.
Ingenua y enfrascada en sus pensamientos para superar esas
barreras que le impedían disfrutar plenamente de la tarde de playa, no se dio
cuenta de que estaba siendo observada. Él, un varón seguro de sí mismo, pronto
supo que ella era nueva en la cala, no sólo porque no recordaba haberla visto
antes allí, sino también por su actitud inquieta y artificial, dedicando un
buen rato a observarla. Él estaba, como era habitual en todos los que allí
solían ir en cuanto se instalaban sobre la arena, completamente desnudo e
irradiaba cierta arrogancia ya que estaba muy orgulloso de sus masculinos
atributos, los cuales no pasaban desapercibidos.
Miró de soslayo a algunas de las mujeres con las que ya había
tenido algún escarceo y que, desnudas, le invitaban a acercarse. No era ajeno a
ese deseo que despertaba y tampoco lo era al buen recuerdo que dejaba, pero estaba
hastiado de esa situación, no le apetecía la caza fácil, en su fuero interno
reconocía haber caído en las tentaciones de la carne, de un desahogo sin
compromiso, pero no quería sentirse un depredador. Esos fugaces encuentros le
dejaban una sensación de vacío de la que tardaba días en recuperarse. Quería
conocer a alguien distinto, le apetecía lo ignorado, le apetecía lo diferente,
lo desconocido, lo auténtico, pero no por lo exótico, sino por encontrar
alguien que no fuera tan superficial y que tuviera cierto calado intelectual. Se
quedó sentado en su toalla, observándola con todo el descaro del mundo. Ella,
absorta en esa nueva situación, en un momento dado sintió que estaba en la
pista central de un gran circo, contemplada por toda la platea pendiente de sus
movimientos, pero decidida como estaba, determinó que iba a tomárselo con
calma, se tumbó boca arriba, se puso las gafas de sol, cogió el libro y empezó
a leer.
Él, tras haberle concedido unos minutos para ver cómo se
desenvolvía, se levantó, se acercó hasta ella y, con cierta arrogancia, después
de leer el título del libro, le dijo: hola, tú eres nueva aquí, ¿Verdad? Porque
esto es una playa nudista, no es textil, y estás en la zona nudista, por lo que
deberías desnudarte del todo.
Ella apartó el libro, bajó hasta el puente de la nariz sus gafas
de sol, que también estaban graduadas, le miró de arriba abajo, deteniéndose inconscientemente
en alguna parte de su anatomía, y le dijo, ignorando su maleducado tono, sí, sé
que es una playa nudista y estoy aquí para eso, pero déjame tranquila, necesito
mi tiempo y me lo voy a tomar con calma.
Quedó sorprendido por la seguridad que transmitía y el tono
irónico y sarcástico de su voz, con el que no estaba acostumbrado que le
contestasen. Lo habitual era que, sobre todo las mujeres, asintiesen crédulas
sus tesis y argumentos, no debatiéndole en lo profundo, rindiéndose todas a sus
pies, bueno, a sus pies no, rindiéndose todas a él. Perplejo, la miró asombrado,
apartó un poco la tapa del libro y le preguntó ¿De qué va? Y ella le contestó,
¿De verdad quieres saberlo? Y él dijo: para una persona que me encuentro que
está dispuesta a hablar, sí, me apetece hablar contigo y saber de qué va el
libro.
Ella se incorporó y se sentó en la toalla, él le preguntó si se
podía sentar, asintió con un elegante gesto de cabeza y, puesto que el plaid
era grande, se acomodó a su lado, pero respetando su espacio.
Olvidándose de que estaba desnuda de cintura para arriba, con
total naturalidad empezó a hablar con él. En realidad, la actitud de macho alfa
prepotente era sólo eso, una impostura, una coraza una falsa fachada que
protegía su sensibilidad. Cuando reparabas en él se percibía algo, una
inteligencia natural, tenía cierta delicadeza, tenía una cierta ironía y un
cierto sarcasmo, pero nunca había tenido interés en desarrollarlos puesto que con
su impostor papel no lo había necesitado.
Cuando se dieron cuenta llevaban hablando un buen rato. El sol
estaba empezando a caer, a pesar de lo cual hacía bastante calor, por lo que él
le propuso darse un baño
Relajada e integrada en ese nuevo entorno, dejó el libro en su
bolsa y fueron caminando hacia el agua, separados por esa distancia de respeto,
pero enfrascados en su conversación.
Rieron cómplices al entrar en el agua, nadaron unas brazadas y
volvieron a hacer pie, se bañaron tranquilamente, siguieron charlando y
conociéndose, lenta pero agradablemente y decidieron salir para secarse
aprovechando los últimos rayos de sol.
Al llegar a la toalla se dio cuenta de que no había traído biquini
para cambiarse y él le dijo: déjalo que se seque, quítatelo y déjalo que se
seque, además, todo el mundo te está mirando porque eres la única que lleva
puesta la braguita.
Volvió a reflexionar en su interior, si estoy aquí es por algo. Si
estoy aquí es porque todo me da lo mismo en este momento, si estoy aquí es
porque puedo, porque quiero y porque me da la gana y, ahondando un poco más,
porque quiero superar mis miedos y saltar esas barreras y, además, aquí no me
conoce nadie, así que, simplemente, se bajó el bañador hasta sacárselo por los
pies. No era la mujer más delgada, no tenía las piernas más largas ni definidas,
simplemente era una mujer y allí, en el centro de su feminidad, seguía habiendo
vello, a diferencia de muchas mujeres que no lo tenían. A él le gustó y haciendo
un esfuerzo, fue capaz de seguir hablando con ella sin desviar su mirada, disfrutando
de la primera de sus mil y una noches.
Si no te importa, voy a recoger mis cosas y me pongo a tu lado,
dijo él y, casi sin esperar la afirmación de la respuesta, se dirigió hacia el
lado de la playa donde tenía su bolsa y su toalla.
No pudiste evitar mirarlo, caminado de espaldas, observando sus
glúteos tensándose a cada paso y su marcial, pero comedido, braceo. Lo contemplaste
agachándose, casi absorta cuando apreciaste la magnitud de su masculinidad al
ponerse en cuclillas para recoger en su bolsa lo que había esparcido por la
toalla y, cuando se incorporó y comenzó a caminar hacia de ti de nuevo,
evitaste la mirada furtiva como una niña a la que acaban de descubrir espiando
una intimidad.
En unos segundos estaba de nuevo a tu lado, acomodándose y
sentándose en su toalla.
La tarde seguía avanzando dejando que la luna asomase y, sin pedir
permiso, empujase al sol a recogerse.
La playa, poco a poco, comenzaba a quedar desierta. No había niños
y que fuera víspera de San Juan propiciaba que la gente se retirara un poco
antes para tener tiempo para cambiarse y bajar a la verbena que se celebraba en
la celebración del estival Santo en la plaza de esa pequeña localidad
menorquina.
Cuando nos dimos cuenta estábamos tú y yo solos, charlando
animadamente hasta que te pregunté ¿Se ha secado ya tu biquini? No, contestaste
lamentándolo.
Vamos a darnos un baño, te propuse, y disfruta de nadar sin ropa. Sorprendida,
por un lado, pero agradecida por otro, puesto que realmente era lo que habías
ido a experimentar, te sonrojaste un segundo y esbozando una tímida sonrisa me
dijiste: vale.
Nuestros ojos se iluminaban cuando nuestras miradas se cruzaban.
Los kilos que, según tú, me habías confesado que pensabas que te sobraban,
dibujaban a mi vista curvas sinuosas que invitaban a ser recorridas disfrutando
de ellas en cada caricia, como un motorista hace en una serpenteante carretera
de montaña. Te veía tan deseable, tan desnuda, tan rotunda, que un masculino
deseo comenzaba a despertarse en mi entrepierna, y no, no era por satisfacer mi
ego, era porque tu intelecto había ido atrapándome y descubriéndome a una mujer
excepcional, que necesitaba disfrutar en el más amplio concepto del término,
que necesitaba sentirse querida, amada y deseada.
Poco a poco nos fuimos acercando al agua y, como una niña
temerosa, alargaste tu mano buscando el apoyo de la mía para ayudarte a guardar
el equilibrio al entrar en el mar, a pesar de que la playa era larga, cubriendo
poco a poco y con el mar en absoluta calma, hasta el punto de que parecía una
bonita laguna, rodeada de pinos por la parte terrestre y abierta al infinito
por el lado del mar.
Caminando lentamente, inconscientemente te pusiste de puntillas
cuando sentiste el agua bañar tu pubis, que quedaba con los rizos de tu vello
estirados y goteando hasta que, finalmente, el agua lo cubrió por completo.
Creo que hice lo mismo cuando sentí la fresca agua en mis testículos, un par de
pasos más tarde, ya que mido algo más que tú, pero seguimos avanzando hasta que
el agua casi cubrió tu pecho.
Volvimos a dar unas brazadas mar adentro y regresamos hasta hacer
pie. Estábamos muy cerca y el agotado sol se reflejaba en el mar dibujando una estela
crepuscular y fantástica. Mira, te dije, contempla como se esconde, y me puse
tras de ti abrazándote por la cintura. Tu reacción fue serena pues lo único que
alcanzaste a hacer fue coger mis manos, que se posaban sobre tu ombligo, con
las tuyas propias. Sin pensarlo, husmeé con mi nariz en tu cuello, apartando tu
cabello mojado y te besé, respondiéndome con un sonoro pero discreto suspiro.
Disfrutamos de esa puesta de sol desde el agua, contemplando como
el astro rey, lenta, pero inexpugnablemente, iba acostándose en el mar,
empujando por otro lado a la luna, que comenzaba a iluminar la cala con su
nívea luz, dibujando, poco a poco, otra estela sobre el agua.
El agua había perdido algunos grados de temperatura, pero creo que
se los habían robado nuestros cuerpos, que estaban cada vez más calientes.
Acomodado en tu espalda, y sintiendo mi aliento en tu nuca,
dejaste caer hacia atrás tu cabeza exponiendo tu cuello, por lo que comencé a
darte bocaditos sobre los hombros, mordisquitos en la nuca y besitos en el
cuello. Tus suspiros acompañaban cada movimiento de mis labios y mis manos
habían comenzado a deslizarse por tu cuerpo, sujetándote por las caderas y
deslizándose por tus costados, ascendiendo hacia tus axilas, tropezando con las
redondeces de tus pechos, que acuné con mimo en las palmas de mis manos y que
masajeé con cuidado mientras tu respiración se iba entrecortando.
Mi masculinidad había reaccionado y, progresivamente, iba
endureciéndose y tropezando entre tus nalgas. Me sentiste y me buscaste,
separando tus muslos para facilitar que entre ellos pasara y, quedando con las
piernas semiflexionadas para ajustarme a tu altura, comenzaste a mover tus
caderas frotándote conmigo.
Era un baile endiablado en el que, en cada movimiento de tu
cintura, sentía la fricción de tu entrepierna, que resbalaba sobre mi erección
y me provocaba con el roce de tu vello hasta hacerme alcanzar una dureza
desconocida.
En tu oído gruñía ahogando mis placeres, mientras guiabas mis
caderas con tus manos, que habías llevado hacia atrás y mientras mis manos
seguían masajeando tus tetas y pinzando tus pezones que, turgentes, se marcaban
con descaro.
Con el sol desaparecido y la luna radiante, te giraste frente a mí
y me miraste fijamente. Tu mirada había cambiado y la timidez se había
convertido en seguridad. Transmitías fuerza, energía, dominio y deseo y estabas
dispuesta a aprovechar esa ocasión para disfrutarla al máximo.
Me abrazaste por el cuello y comenzamos a besarnos
apasionadamente, con nuestros cuerpos desnudos, ceñidos uno al otro, con tus
tetas aplastadas en mi pecho, con mi erección contra tu tripita, hasta que,
poco a poco, fuimos yendo aguas adentro, hasta que mis hombros quedaron
cubiertos, momento que aprovechaste, junto a la ingravidez que el mar te
proporcionaba, para abrazar mi cintura con tus muslos, ayudándote sujetando tus
nalgas con mis manos.
Nuestras lenguas enzarzadas no cejaban en su juego, y ahora tu
entrepierna quedaba expuesta a la rigidez de mi mástil que, torpemente,
topeteaba entre tus muslos. Sentía los rizos de tu vello en mi glande y eso me
enervaba más todavía, y me llevaba a alargar mis manos bajo tus nalgas para
descubrir por completo la entrada a tus entrañas.
Estabas increíblemente guapa bajo la luz de la luna y me estabas
desesperando de placer. ¿Quieres tenerme dentro? Te pregunté. Por favor, me
contestaste, y en un acertado movimiento, sentí en la punta de mi glande la
calidez de tus flujos y la suavidad de tu vulva, a la vez que clavaste tus
talones en mi culo y comencé a enterrar muy lentamente mi verga en tu interior.
Un largo gemido tuyo se confundió con un gutural gruñido mío hasta
que mis testículos quedaron en el umbral de tu túnel.
Quedé inmóvil, sintiendo como habías comenzado a contraer
involuntaria, fuerte y rítmicamente tu vagina sobre mi polla.
Grrrrrr qué placer! Fue lo único que alcancé a decirte, mientras
comenzabas a moverte, haciendo fuerza con tus manos y tus talones y aupada por
mis manos.
La sensación era de un goce absoluto, de un coñito delicioso, de
unos pezones tan duros que casi arañaban mi pecho, de una lengua virtuosa que
se enredaba con la mía, de unos gemidos celestiales, de un culo salvaje, de una
mujer con mayúsculas.
De un ritmo en las caderas para mí desconocido, de una pasión sin
igual, de una entrega absoluta, de un placer descomunal.
Vamos, cariño, empuja fuerte, me dijiste, sabiendo que mis
movimientos eran torpes y eras tú la que saltaba sobre mí, insertándose mi daga
en lo más profundo de su cuerpo, una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez
más rápido, cada vez más profundo.
Mis manos seguían masajeando tus glúteos, y con los dedos
alargados rozaba tus ingles y tus labios vaginales, apartando con destreza tu
vello para que no te molestara en las embestidas y, obscenos, buscando tu
culito para acariciarlo.
Al sentir la yema de mi dedo sobre tu esfínter sentí como
contraías fuerte tus músculos más íntimos a la vez que apretaste tus muslos
sobre mi cintura casi con violencia. ¿No te gusta? Pregunté, pues lo único que
buscaba era complacerte. Nunca me han acariciado ahí, y me ha sorprendido, pero
me gusta. Muy cuidadosamente fui masajeándote, dibujando círculos sobre los
anillos de tu esfínter, mientras comenzabas a recuperar el ritmo de tu trote
sobre mi erección.
Cuanto más intensos eran mis círculos, más fuerte te dejabas caer.
Vamos cariño, no aguanto más, yo tampoco, confesaste, y dejando de saltar, pasaste
una mano entre nuestros cuerpos, comenzaste a frotar tu acolchado pubis contra
el mío, restregándote mi polla en el interior de tu coñito y masturbándote el
clítoris cada vez más rápido y fuerte.
Tu respiración se hizo incontrolable y, cuando la yema de mi dedo
presionó tu ano, un desgarrador gemido me anunció tu clímax, mientras tu mano
se agitaba entre nuestros vientres hasta quedar satisfecha.
Vamos cariño, ahora tú, me dijiste sin soltarte y, comenzando de
nuevo a moverte comenzaste a apretarme interiormente haciéndome sentir que me ibas
a ordeñar, mientras intentaba empujar dentro de ti hasta no soportar más tanto
placer y comenzar a descargar mi semen en tu interior soltando un primitivo y
prolongado gruñido.
Quedamos quietos, abrazados y todavía unidos, recuperando la
respiración y calmando nuestros pulsos hasta que fui abandonando tu refugio.
Nos recompusimos como pudimos y regresamos de nuevo a las toallas,
donde nos tumbamos para secarnos a la luz de la luna.
¿Se secó tu biquini? No, me dijiste, pero no importa, hoy haré
otra cosa más que nunca había hecho antes, me pondré las bermudas sin ropa
interior.
Seguimos hablando y ganando todavía más confianza el uno en el
otro. Abandonamos la playa, dispuestos a repetir otra tarde de baño nudista,
pero esa noche acababa de comenzar, era la noche de San Juan y la íbamos a
disfrutar. Nos fuimos a duchar y arreglar y quedamos para cenar algo por ahí e
ir a bailar a la verbena.
Fue una noche mágica, imposible de olvidar.
Buenos y multicolores días.
Disfrutad del fin de semana que se anuncia y os deseo multicolores encuentros
con multicolores amantes que os proporcionen multicolores placeres.
Con tu generosidad liberaste mi alma, abriste mi vista, alcanzaste
mi piel, tomaste mi cuerpo. Me abandoné a ti.
Me siento prisionero de demonios invisibles.
En mi mente habitas, pero no te alcanzo.
Libérame.
Llámame cabrón, y acertarás, aún a riesgo de mi reacción, pues
bien sabes que en la perversión de mis acciones está la lujuria de tus
placeres.
Tu quietud te hará volar.
En mis artes encontrarás paz.
Tu deseo aumentará.
Y con las cuerdas ceñidas a tus carnes tu sexo se licuará, cual
fruta madura que destila su dulce néctar.
Estoy muy cansada, fue lo primero que dijiste cuando abriste la
puerta de casa, mirándome a los ojos según estaba sentado en el sofá viendo un
anodino programa de televisión. Dejaste el bolso en una silla, comenzaste a
desabotonarte la blusa camino del dormitorio y oí como corría el agua de la
ducha del baño de nuestro vestidor. Había sido una larga jornada para ti, era
consciente, por eso mismo y, porque era nuestro aniversario, había preparado
una cena especial y puesto a enfriar una botella de cava, el brut nature que
tanto le gusta.
Mientras estabas duchándote apagué la tele, activé esa lista de
jazz que nos encanta en Spotify y comencé a poner la mesa, con nuestra vajilla
especial, nuestros cubiertos especiales, unas velas y dos caminos de mesa.
Los canapés estaban casi listos, había estado preparándolo todo
por la tarde. Iba a ser una cena fría, no muy copiosa, un pequeño aperitivo,
unos espárragos, salmón ahumado, unas tostaditas de caviar y una tabla de
curados y quesos, con un carpacho de tomate y bonito y otro de bacalao. Había
puesto a enfriar una botella de un tinto de Ribera del Duero y un albariño
gallego para que eligieras el que más te apeteciera beber.
Cuando quise darme cuenta, el murmullo del agua de la ducha había
dejado de sonar, y me dispuse a encender las velas cuando apareciste en el
salón.
Serena y elegante, con un batín de seda, entreabierto, que
insinuaba tu escote y la belleza de tus senos y mostraba explícitamente tu torneado
muslo. La prenda tenía una bonita caída y se ceñía a tus caderas, potenciando
la rotundidad de tus nalgas, dejando poco a la vista y mucho a la imaginación,
aunque anunciando indisimuladamente que era lo único que vestías.
Me acerqué a ti sin apartar nuestras miradas y según avanzaba
percibía el aroma que desprendías, suave y embriagador, el perfume de tu cuerpo
con tu piel recién lavada, fresca, primaveral, deseable.
Sin pronunciar palabra, pero clamando con los ojos, posé mis manos
sobre tus caderas mientras nuestras bocas se buscaban, hasta encontrarse. Los
labios se sellaban intermitentemente, con sutiles bocaditos, despertando nuestros
húmedos apéndices, que se entrelazaban en espirales imposibles.
Pasaste tus manos por detrás de mi cuello y aproveché para
deslizar las mías, por tu cintura, hacia tu espalda, dejándolas caer sobre tus
nalgas, dándote un apretoncito, mientras nuestras bocas se devoraban y nuestros
cuerpos se apretaban.
Nuestras respiraciones se agitaban poco a poco, mientras la música
seguía sonando y tus manos comenzaron a desabotonar mi camisa, hasta dejarme
con el torso desnudo. Con singular maestría, tus labios iniciaron el descenso
por mi cuerpo, atravesando mi cuello, víctima inocente de los arañazos de tus
dientes, y mi pecho, dónde aprovechaste para darte el capricho de pellizcarme
un pezón, continuando muy lentamente por mi abdomen, dónde jugueteaste en el
hoyo de mi ombligo a la vez que tus manos desabrochaban mi cinturón,
desabotonaban mi pantalón y lo dejabas caer a mis tobillos. Ante ti quedaba
expuesto, mostrándote la indisimulable reacción de mi masculinidad a tus
caricias, a tus besos, a tu presencia, a tu deseo. Apenas rozando mi abultado
bóxer con tus labios, comenzaste el camino de regreso a mi boca, donde volvimos
a disfrutar de las travesuras de nuestras lenguas.
Con nuestros cuerpos ceñidos y nuestras lenguas enredadas, deshice
el lazo del cinturón de tu batín, y deslicé mis manos por dentro hasta
sujetarte por la cintura. En recíproca tortura, deslicé mis labios lentamente
por tu cuello, dándote suaves bocaditos a la vez que cerrabas tus ojos dejando
caer tu cabeza hacia atrás. Mi boca buscó tu escote y besé con mimo las rugosas
protuberancias de tus pechos. Al sentir mi lengua haciendo círculos sobre tus
areolas inspiraste hondo, y cuando tus tostados pezones se erigieron y los
atrapé succionando entre mis labios, un gemido ahogado salió de tu garganta.
Delicioso bocado el de tu delicada carne, que abandoné para seguir en mi explorador
camino, descendiendo lentamente, y cuánto más al sur bajaba, más embriagador
era el aroma de tu cuerpo. Caí preso en la trampa de tu ombligo, no pudiendo
evitar besarlo y recorrerlo con mi lengua, lo que te provocó un escalofrío
haciéndote encoger el vientre.
Me detuve en mi camino, pegué mi cara a tu cuerpo y fui deslizando
mis manos hacia tu espalda, hasta sujetarte por las nalgas. Volví a posar mis
labios sobre tu piel y separaste tus muslos pidiendo, sin hablar, que terminara
de recorrer tu anatomía.
Tu piel, sedosa y templada, reaccionaba erizándose al contacto con
mi lengua que, lenta pero inexorablemente, continuó su previsible camino desde
tu ombligo hacia el delta de tus muslos. Apenas alcancé tu pubis, fue
inevitable aplastar mi cara contra tu delicada anatomía, lo que provocó que
exhalaras entre deseosa y aliviada por sentirte al fin atendida en tus más
carnales demandas. Pero lo obvio es fácil y aburrido, así que decidí arrastrar
mi lengua circunvalando tu tesoro, dándole emoción a tu deseo, alcanzando tu
ingle, que recorrí con cautela, rozando leve pero inevitablemente tu sonrosada
vulva con mi rostro, que poco a poco descendía por la cara interna de tu muslo
para, una vez alcanzada tu rodilla, continuar hasta tu tobillo.
Levantaste tu pierna hasta apoyar tu pie en mi hombro mientras
buscabas el equilibrio con tus nalgas en la mesa. Lo besé mientras lo
masajeaba, relajando tu pierna hasta tu gemelo, y comencé a lamer tus dedos,
lubricándolos con mi saliva y succionándolos con suavidad, provocando
sensaciones increíblemente placenteras con los escalofríos que ascendían como
relámpagos para tronar en tu entrepierna. Comencé por el más pequeño de tus
dedos y, uno a uno, fui succionando todos ellos hasta llegar al pulgar,
mientras mis manos seguían masajeándote con mimo.
La intensidad de tu respiración me indicaba que te estaba
resultando singularmente placentero así que, con cuidado, acompañé tu pie hasta
posarlo en el suelo e hice el gesto de coger el otro, acto que entendiste de
inmediato y a lo que accediste complaciente.
Las mismas caricias, con la misma intensidad, con el mismo mimo,
durante el mismo tiempo, en el mismo orden, fui dibujando sobre tu otro pie,
hasta llegar a tu tobillo, punto de partida para escalar a tu rodilla, de donde
proseguí por la cara interna de tu muslo hasta alcanzar tu ingle, que con
provocación lamí, volviendo a rozar con mi rostro tu vulva que, comenzaba a
destilar el néctar de tu goce, volviendo a rodear tu sexo y apoyando de nuevo
mi rostro en tu pubis.
Sentí tu respiración agitada y a la vez que tu sexo comenzaba a
desplegarse, tu piel comenzaba a transpirar, dejando sobre tu cuerpo una pátina
brillante.
Separaste todo lo que pudiste tus muslos, te acomodaste en la mesa
y, según seguía arrodillado entre tus piernas, cogiste mi cabello y me
indicaste que había llegado el momento de que saboreara tu feminidad.
Alcé la cabeza y te miré fijamente, irradiabas deseo. El batín
estaba completamente abierto y tus pechos se veían majestuosos desde el sur de
tu cuerpo, revelando la indiscreción de tus pezones erguidos que se alzaban
coronando la redondez de tus tetas.
Rocé con mis labios tu pubis y comencé a darte suaves besos sobre
tu más íntima y preciada anatomía. Los pétalos de tu rosa se estremecían al
contacto con mi boca y, poco a poco, fueron desplegándose hasta abrirse por
completo. Mi lengua comenzó a juguetear en tus ingles, rozando las crestas de
tu flor, recorriendo todos los pliegues ocultos, todos los rincones secretos,
todo el protegido mapa de tu nido de placer.
Pequeños gemidos se te escapaban cuando sentías la caricia en una
zona más delicada, cuando la presión aumentaba, cuando sentías como tu sexo se
congestionaba, se hinchaba, se irrigaba, se abría, se mojaba.
Y mi lengua lujuriosa con ganas se deslizó por la línea que marca
el centro de tu cuerpo, dividiendo tu coñito en simétricas mitades, desde tu
sur a tu norte, hasta quedar sobre tu delicado caramelo, que asomaba impávido y
curioso al festival de sensaciones. Lo aplasté con mi húmedo apéndice y, esta
vez, tu gemido fue menos comedido.
Tensé mi lengua, la alargué, y deshice el camino andando,
separando definitivamente tus labios vaginales, mezclando mi saliva con tu viscoso
elixir, resbalando entre tu cuerpo, hasta alcanzar tu perineo. Pero la lujuria
nublaba mi mente y no me detuve. Seguí en mi camino, hasta posar mi lengua
sobre tu ano. Ahora fue un jadeo el que me indicó que había llegado a buen
puerto, y comencé a dibujar círculos imposibles sobre tu esfínter, aumentando
la presión y la velocidad de mi lengua. Y paré un segundo, tomé aire, y comencé
a ascender de nuevo hasta llegar a la entrada de tu túnel que, con mi lengua
penetré mientras empujaba mi rostro contra tu cuerpo. Comencé a hacerla bailar
en tu interior, recorriendo en el sentido de las agujas del reloj todas tus
paredes vaginales, haciendo que cerraras tus rodillas y aprisionaras mi cabeza
entre tus muslos.
Estabas totalmente empapada y estabas dejando la impronta de tu
excitación en mi rostro.
Tal era tu excitación que, tirando con fuerza de mi pelo me
hiciste levantar hasta tener mi boca a tu alcance y, mientras acercabas tus
labios a los míos, con ansías bajabas mi bóxer, lo justo para coger mi pene
erecto y comenzar a frotarte con mi glande, extendiendo todavía más tus flujos,
lubricando mi rigidez y pajeándote con descaro.
En tu ansia por engullirme alargaste tu mano libre para agarrar
sin delicadeza mis huevos que, todavía dentro del bóxer, quedaban protegidos, aunque
hinchados y pesados. Los liberaste de la presión del calzoncillo, que
hábilmente empujaste hacia mis rodillas.
Nos estábamos comiendo las bocas mientras seguías masturbándote
con mi erección, cada vez más fuerte y rápido, lo que agitaba excitantemente mis
esféricos atributos, hasta que decidiste saciar tus ganas y, encarándome para
entrar en lo más profundo de tu cuerpo, tiraste de mis caderas hacia ti
mientras empujabas en mis nalgas con tus talones.
Despacio, pero inexorablemente, comencé a deslizarme por el
interior de tu vientre con asombrosa facilidad. No estabas lubricada, no,
estabas absolutamente empapada y, sentir esa cálida humedad en mis huevos
cuando estos topetearon en tu culo, me provocó un escalofrío que recorrió mi
columna vertebral desde mi ano hasta mi nuca.
Quedé inmóvil en lo más profundo de tu cuerpo mientras seguías
presionándome en el culo con tus talones, mientras apretabas con tus manos mi
cintura, cuando acercando mi boca a tu orejita te dije: aprieta fuerte, cariño,
apriétame todo lo fuerte que puedas, y comencé a sentir un no sé qué, un vacío,
una succión, que por un momento pensé que me ibas a sacar hasta la médula.
Liberaste mi polla de tu presión y comencé a salir muy lentamente,
hasta dejar entre tus labios mi glande, y volví a pedirte que apretaras. El
aleteo de tus labios vaginales en la punta de mi verga me proporcionaba un
cosquilleo tan placentero y tan indescriptible que es difícil de explicar.
Soltaste y comencé a empujar hasta aplastar tu clítoris con mi
pubis y, después de unos segundos quieto, te di cinco o seis empujoncitos más
fuertes, todo ello sin empezar a bombear en tu interior.
Nuestras respiraciones estaban agitadísimas, nuestros corazones
latían sin concierto y nuestros cuerpos transpiraban por el placer disfrutado y
ciertas ganas contenidas.
Estabas apoyada sobre tus codos, por lo que decidí pasar mis manos
bajo tus nalgas para ayudarte en tus vaivenes, que iban aumentando según
aumentaba tu placer. Masajeaba tu culo al compás de los envites, deslizando sutilmente
la yema de mi dedo índice hacia tus ingles, donde recogí tus ya escandalosos
flujos y los llevé resbalando por tu perineo hasta tu ano, que comencé a
lubricar y masajear con sumo mimo.
Cuando me sentiste en tu delicado agujero, un suspiro ahogado salió
de tu garganta, y te pregunte: mi amor, ¿Te gusta? Mucho, me dijiste, así que
seguí acariciándote aumentando progresivamente la presión, a la vez que
comenzaba a moverme en el interior de tu coñito.
No llevábamos mucho tiempo cuando un dulce rubor rosa comenzó a
ascender por tu vientre, mientras tu respiración se descontrolaba. Vamos
cariño, te dije, regálame tu orgasmo, y el rubor ascendió por tu abdomen, por
tu escote, por tu cuello, hasta iluminar tu rostro, momento en que mis
movimientos eran fuertes y profundos, momento en que mi dedo invadió tu
esfínter, momento en que con voz rasgada me dijiste: córrete conmigo, no
pudiendo contener la ira de mi excitación y descargando en tu interior mi
pesada y lechosa carga, mientras gruñía como una bestia y caía sobre tu cuerpo.
Todavía con mi verga latiendo en tu interior, expulsando las
últimas gotas de mi néctar, me cogiste la cara con las manos y la acercaste a
tu boca, dándonos un apasionado beso.
Felicidades cariño, felicidades corazón. Has estado increíble, te
dije.
Nos recompusimos y miramos la mesa puesta y descompuesta. Reímos.
Duchémonos.
La cena no se enfría.
Brindamos con cava.
La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...