El calor tropical de la noche no nos hubiera dejado dormir si no
hubiera sido por nuestro tórrido final de velada.
Después de cenar y de haber satisfecho nuestras necesidades
alimenticias, dimos rienda suelta a la imaginación para satisfacer nuestras
expectativas más carnales y, haciendo un alarde de improvisación, olvidamos viejos
prejuicios para abandonarnos a disfrutar.
Habíamos abierto los ventanales correderos del salón que dan
acceso a la terraza del jardín y apenas se notaba una ligera brisa, por lo que
decidimos salir fuera a disfrutar de un helado.
Estábamos vestidos muy informalmente, con la ropa cómoda que
solemos llevar para estar por casa, camisetas viejas y estiradas por el tiempo
y los lavados, esas que todas las semanas cuando van a la lavadora pensamos que
vamos a destinar para trapos pero que, no se sabe muy bien porqué, o bueno, sí
que se sabe, porque son comodísimas, terminamos doblando y dejando de nuevo
para volver a ponérnoslas, pantalones cortos y descalzos, que es como más nos
gusta estar por casa.
Estábamos en las tumbonas, con el respaldo incorporado,
comiéndonos nuestros helados, fríos y cremosos cuando al llevar una cucharada a
tu boca hiciste caer el helado sobre tu camiseta, lo que provocó que de tu
boquita de princesa saliera un exabrupto de carretero caminero que arrancó de
mí una sonora carcajada.
Mientras seguías, entre lamentándote y maldiciendo en lenguas
desconocidas, por terminar siempre manchándote, dejé mi helado en la mesita
auxiliar, me levanté, me senté en tu tumbona e intentando tranquilizarte sellé
tu boca con mis labios para que dejaras de protestar.
Accediste complacida dándome tu aprobación con los giros de tu lengua,
que se abría paso en busca de la mía mientras tiré desde los costados de tu
camiseta hacia arriba quitándotela y dejando a la vista tus pechos libres, que
reaccionaban bailando alegres con cada movimiento de tu cuerpo, escena que me
parecía de lo más bonita e hipnotizante.
Alargaste tu mano hacia la mesita auxiliar para dejar tu copa de
helado y aproveché para hacer lo mismo y recoger la mía y, sin preguntar, cogí
una cucharada de helado que extendí por las comisuras de tus labios e,
instintivamente, sacaste tu lengua para limpiarte tropezando con la mía que
comenzaba a lamerte el rostro hasta eliminar todo rastro del cremoso postre.
Nos miramos a los ojos y nuestras miradas hablaron, nuestras bocas
asintieron dibujando una discreta sonrisa y nuestros cuerpos comenzaron a
manifestar signos evidentes de un deseo más que evidente de seguir tomando el
postre.
Volví a tomar otra cucharada que extendí por tu cuello, que
ofreciste dejando caer tu cabeza hacia atrás. Y esta vez el helado comenzó a
resbalar por tu piel, perdiéndose entre tu escote. Alargando rápidamente mi
lengua no dejé que esa gota siguiera avanzando en su camino recogiéndola,
deshaciendo el recorrido andado y lamiendo el reguero del helado, pasando entre
tus pechos, que disfruté por ese tacto aterciopelado que sentía en mi rostro,
con esa calidez y esa dulzura que me atrapaba queriéndome impedir seguir, hasta
alcanzar tu cuello, que lamí y succioné hasta dejarte limpia.
Sentí tu corazón latiendo con fuerza y tu respiración
entrecortándose mientras se te escapaba algún gemido, signo inequívoco de que
estabas disfrutando del singular postre cuando sentiste mis dedos, cogiendo por
tus caderas el short que llevabas puesto junto con el elástico de tus braguitas
y, levantando tu cabeza y mirándome fijamente, sin articular palabra, hiciste
palanca con tus talones y tu espalda, elevando tus caderas, para que las
prendas salieran sin dificultad.
Tu cuerpo quedó a mi antojo desprovisto de cualquier adorno, salvo
de tu belleza natural.
El helado estaba cada vez más líquido, pero, aun así, cubrí con él
tus areolas y pezones que, al contacto con el fío postre, comenzaron a
inquietarse manifestando su sensibilidad con una delicada turgencia. Y me
dispuse a dibujar círculos sobre tus pechos con la punta de mi lengua,
recogiendo el helado, saboreándolo, lamiéndolo y lamiéndote hasta dejar tus
tetas impolutas y tus pezones erguidos, no pudiendo despedirme de ellos sin
agasajarlos con una ligera succión entre mis labios.
Yo había comenzado a transpirar y mi excitación era obvia, así que,
motu proprio, me quité la camiseta, las bermudas vaqueras y el bóxer, quedando
así los dos en igualdad de condiciones, totalmente desnudos.
Todavía quedaba algo de helado en mi copa. Ayudándote, reclinamos
por completo el respaldo de tu tumbona y quedaste yaciendo boca arriba. Cierra
los ojos, te indiqué, obedeciendo de inmediato. Desde las copas de tus pechos
dibujé dos senderos de helado, que como riachuelos se desdibujaban por tu
vientre camino de tu ombligo, donde convergían y desde el que continuaban, ya
convertidos en río en dirección a tu pubis que, muy lentamente, iban regando.
Y mi lengua entro en acción, lamiendo tus tetas con cuidado y,
lamiendo de abajo hacia arriba, limpiando tu piel por medidos tramos. Primero
de tu ombligo a tus pechos, continuando de tu pubis a tu ombligo, dejando para
el final tu rincón más sabroso.
Habías separado tus piernas y sentiste un lengüetazo, lento y
largo, que con la presión justa se arrastraba desde tu perineo hasta tu clítoris,
haciéndote suplicar un alargado “Diiiiiioooooooooooosssssssssssssssssss” que me
llegó a estremecer.
No pudiste, ni evitaste, mover tus caderas buscando la fricción de
tu coño con mi rostro, y mi lengua se afanó por asear todos los rincones del templo
que estaba deseando profanar.
¡Paaraaa, paaraaaa, para que me corro!, me dijiste temerosa por
terminar antes de lo deseado el festival de sensaciones y, empujada como por un
resorte, te incorporaste buscando ansiosa mi cuerpo que ya exhibía una
desmedida erección
Vamos, cariño, túmbate, me dijiste con un tono realmente lujurioso
y de inmediato me acomodé mirando al cielo en la tumbona.
Cogiste la copa de tu helado y, con la cuchara, dejaste caer unas
gotas de tu postre sobre mis pequeñas tetillas, que no tardaste en lamer,
intentando mordisquear mis pequeños pezones que ya habías despertado de su
letargo.
Continuaste con tu tortura sobre mí calmando así tu revancha,
avanzando por mi torso hasta alcanzar mi abdomen.
El helado, cada vez más líquido, aún seguía estando lo
suficientemente frío para sentir la diferencia de temperatura en mi cuerpo.
Sentía tu aliento abrasando mi piel en contraste con el frío que
todavía mantenía el postre, no pudiendo evitar encoger el estómago y tensar mis
músculos más íntimos, haciendo que mi verga se irguiera irrespetuosamente, lo
cual no pasó desapercibido para ti y, maliciosa y hábilmente, haciendo un
perfecto círculo con tus dedos índice y pulgar, anillaste mi polla por la parte
más próxima a mi pubis, manteniéndola totalmente vertical y descubierta,
mostrando mi hinchado y violáceo glande, terso, suave y brillante, que no
tardaste en cubrir con el cremoso helado. Sentí frío y humedad en la cabeza de
mi ariete, y excitación, por la sensación y por la situación y, levantando mi
cabeza, vi que el helado resbalaba por todo el tronco de mi masculinidad hasta
llegar a tus dedos, que desbordaba alcanzado mis testículos, que cargados,
pesados y calientes, eran refrigerados por el ya licuado helado.
Y de tu boca salió puro fuego y endiablado arte que, besando,
lamiendo, recorriendo y engullendo mi falo, me hizo entrar en un estado de seminconsciencia
casi tántrico por la intensidad del placer que me estabas provocando.
La mezcla del frío con el calor de tu boca, que succionaba de mí
absorbiendo los restos de helado me estremecía, haciéndome tensar los
cuádriceps de mis piernas y apretando fuerte mis glúteos y mi esfínter para
contener el placer.
Tu lengua se movía con maestría sobre los bordes de mi glande,
incidiendo en los puntos que proporcionaba máximo placer. Esa sensación intensa
sobre el frenillo de mi miembro me hacía desesperar y, sólo cuando observaste
que expelía involuntariamente unas gotas de líquido preseminal, me dejaste
reposar, no sin antes lamerlas hasta no dejar ni rastro.
Alargaste tu mano manchada para que te correspondiera, lamiéndote
los dedos para eliminar los restos de helado y, cuando terminé, comenzaste a
lamer el tronco de mi mástil, deslizando tu lengua por mis ingles, hasta
limpiar mis huevos, pero, todavía insatisfecha, los succionaste de uno en uno
en varias ocasiones introduciéndotelos en tu boca hasta que me hiciste gemir.
Vaya, parece que esto te gusta, me dijiste traviesa y, no sé muy
bien cómo, cuando me di cuenta tenía las rodillas pegadas a mi pecho y,
totalmente indefenso, me mostraba a ti que aguardabas sentada en la tumbona frente
a mí.
Acercaste tu cabeza a mi intimidad y comenzaste a lamer con ansia,
dejando caer tu lengua bajo mis testículos, que levantabas agarrándolos con una
mano, lamiendo todos mis rincones, descendiendo por mi perineo y recreándote en
mi delicado agujero que, ante tales estímulos, comenzó a contraerse fuerte,
prolongada e involuntariamente.
Habías conseguido tu objetivo, pero todavía no estabas plenamente
satisfecha, por lo que con acrobático estilo te pusiste a horcajadas sobre mi
rostro, dejando al alcance de mi boca tu preciado tesoro.
Alargué inocentemente mi lengua hasta rozar tus labios vaginales,
que estaban plenamente abiertos y desplegados, pensando que era mi botín,
cuando volví a sentir tu boca succionando con fuerza mi glande. Habías
orquestado, unilateralmente, un majestuoso “sesenta y nueve”, dejándome a tu
flor a mi alcance, pero haciéndome saber que eras la dueña de mi capullo.
Apenas fueron unos segundos de besos, lamidas y succiones, los
suficientes para quedar en igualdad de condiciones hasta que, de nuevo por tu
propia decisión, pensaste que había llegado el momento de buscar el fin a tan
prolongada tortura.
Volteándote y, todavía con una pierna a cada lado de la tumbona, te
desplazaste hacia atrás mientras me mirabas a los ojos, hasta calcular el lugar
exacto desde el que comenzar a descender y buscar el acople de nuestros
excitados cuerpos.
Sentí el abrasador y viscoso tacto de tus flujos sobre mi
masculina erección y cómo comenzabas a frotarte moviendo tus caderas de atrás
hacia adelante y viceversa. Ese gesto no era desconocido para mí, pero se
prolongó unos segundos más de lo habitual y mientras contemplaba tus tetas
bamboleándose pensé que te estabas pajeando conmigo sin el más mínimo reparo.
¿No quieres tenerme dentro? Te pregunte con voz ronca y, sin decir
ni una palabra, con una mano levantaste mi polla y la encaraste a tu entrada,
dejándote caer con calculada fuerza hasta aplastar mis huevos con tu culo. Te
quedaste quieta y, al sentir mis manos en tus caderas, comenzaste a mover tu
cintura, lentamente al principio, con ritmo alegre más tarde y desbocadamente
después.
Sí, vamos, sigue así, más fuerte, te pedí, a la vez que llevaba
una mano a tu pubis y comenzaba a masturbarte simultáneamente.
Tu coñito se estaba licuando por momentos y sentía tu néctar
resbalando por mis ingles y por mis testículos, lo cual me excitaba
salvajemente.
Vamos amor, un poco más, te dije, tu clítoris se sentía hinchado y
abultado, prominente y desafiante, y nuestros gemidos se acompasaban
sincronizados con tus movimientos de cadera hasta que un gruñido animal salió
de mi garganta y comencé a inundar tu interior con mi blanca esencia, al tiempo
que gritabas un sssssssiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii confirmatorio de la llegada
de tu clímax, dejándote caer sobre mi pecho.
Con tus tetas aplastadas contra mi torso te abracé, recorriendo tu
sudada espalda con la yema de mis dedos mientras nos besábamos románticamente
después de la menos romántica cópula.
Estábamos realmente exhaustos, pero satisfechos. Sudados y
manchados por los restos del helado y de nuestros propios fluidos. Disfrutamos
de esa sensación de paz espiritual y relajación muscular hasta que por obra de
la naturaleza y del agotamiento natural, mi tensa rigidez se convirtió en
arrugada flacidez, y resbalé de tu interior como quien por obligación abandona
un paraíso.
La noche había avanzado, el calor no cedía y el cansancio
acechaba, así que nos dimos una ducha fría una vez recuperado el aliento y nos
fuimos a dormir.
El sol nos despertó temprano y amanecimos sudorosos. Como es
habitual en mí, lo primero que hice fue poner la cafetera en marcha para
saborear, y de paso despejarme, con un café recién hecho. La negra y tostada
infusión caía sobre la taza, puse música suave para comenzar bien el domingo y
apareciste ante mí. Nos miramos, sonreímos, nos abrazamos y nos besamos.
No sé cómo acabará el desayuno, por si acaso, que no falte un
refrescante helado.
Madre mía!!!! Quiero un helado así... Para mi.Sublime.💋
ResponderEliminarEntonces, helado tendrás. Muchas gracias.
EliminarUna atractiva forma de convertir un helado en un suculento manjar...
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo contigo. Muchas gracias.
Eliminar