Y la velada comenzó cuando, briosa, me despojaste de la chaqueta.
Ahí se apagó la luz. Así se encendió el deseo.
Nada es lo que parece, pues hasta el más romántico de los hombres tiene su lado oscuro.
Y la velada comenzó cuando, briosa, me despojaste de la chaqueta.
Ahí se apagó la luz. Así se encendió el deseo.
Y mientras bailábamos nos desnudamos, nos besamos, nos amamos.
Sólo déjate llevar, te dije, y para no equivocarte decidiste poner
tus pies sobre los míos. Nunca fue tan placentero un baile. ¿Bailas?
A la vista está que te gustó el menú, aunque tu impaciencia te
llevará a buscar tú misma el postre.
Alarga la mano y coge la mano que
ofrezco. Dedos que se cruzan, yemas que se sienten, piel caliente. Mano que de
la mano de tu entrega se afanará por complacerte. Amantes que yaciendo uno
sobre otro, se atrapan por los sexos convirtiéndose en un solo ser mientras se
cogen de las manos, apretando con fuerza sus dedos al sentir el desbocado
cabalgar de sus vientres. ¿Coges mi mano?
Hora de una reconfortante ducha. Pero qué aburrido es duchar solo.
¿Me acompañas?
¡Que se
besen!, ¡que se besen!, ¡que se besen!, gritábamos los invitados al convite con
el que, nuestros amigos, nos agasajaban en el día de su boda. Besos reclamamos
como muestra inequívoca de amor apasionado entre una pareja. Y tras cada beso,
las parejas asistentes se besaban también, mientras yo, entre otros, quedaba
huérfano y desamparado sin nadie con quien compartir un ósculo. Era un día
especial, para mis amigos, para los invitados, para todo el mundo en general
pues, además de la fastuosa celebración, se celebraba el Día internacional del
beso, evento que no pasó desapercibido para ninguno de nosotros y que hacía más
insistente, si cabe, el hecho de celebrar, tanto la unión como el día, a base
de besos con el más inocente de los pretextos.
La
comida transcurría, como no podía ser de otra manera, entre besos y risas,
acompañando las suculentas viandas con ricos caldos que, inevitablemente, y
según avanzaba el menú, iban desplegando el poder de sus efluvios llevándonos a
un estado de graciosa verborrea y desinhibición potenciada lo que, combinado
con que el ambiente era distendido, propiciaba que se interactuara simpáticamente
con el resto de invitados, aunque no los conocieras.
Así las
cosas, llegamos al postre y yo, que soy de dulce, y chocolatero, repetí tarta y
helado, regándolo con un exquisito cava, hasta ahora desconocido para mí, un
Kripta Brut Nature que provocaba en la boca una sensación indescriptible cuando
sus burbujitas resbalaban sobre la lengua hacia los lados de la boca para
terminar arrastrándose hacia la garganta. Un trago corto, fresco y agradable,
que dejaba un gusto realmente delicioso.
Y
comenzó a sonar la música para amenizar la sobremesa y los bailones se
levantaron y, haciendo un círculo en la pista, dejaron que los novios
inauguraran el baile, siguiéndoles en el vals tras los primeros acordes. Yo,
aprovechando mi soledad, preferí quedarme sentado, terminando mi última porción
de helado y degustando ese cava.
A lo
largo de la celebración había cruzado la mirada en un par de ocasiones con una
chica de la mesa de enfrente. Una morena, que yo calificaría como “rotunda”,
con la más positiva de las acepciones que el término implica, por su porte, sus
hechuras y su manera de moverse, vamos, una mujer hecha y derecha, que ya por
la mañana había llamado mi atención, con un vestido vaporoso y elegante, que le
dibujaba una bonita silueta, marcando sus curvas sin obscenidad, pero con
elegante provocación, con unos tacones de aguja que no parecían muy cómodos, a
pesar de que ella se desenvolvía bien con ellos puestos, y un tocado en su
cabeza, discreto pero bonito.
Ana, que
así se llama ella, iba con un grupo de amigos. Yo, que estoy en mi,
modestamente, bien llevada cincuentena, reparé que eran algo más jóvenes que
yo, se les veía cómplices y me hizo, erróneamente, deducir que todos formaban
idílicos binomios, pues fatídicamente para mis cálculos, eran cinco chicos y
cuatro chicas y supuse que había otro varón desparejado, al igual que yo. Craso
error, la desparejada era Ana y dos de los varones eran pareja entre sí, pero
de estos extremos tendría noticia más tarde, bien avanzada la velada. Por otro
lado, ser consciente de la diferencia de edad me llevo a concluir que no tenía
ninguna opción de éxito en el juego de la conquista. Volví a errar en el
cálculo para mi sorpresa, pero no adelantemos acontecimientos.
Retomando
la sobremesa, volví a darle un sorbo a la copa de ese cava, que me tenía
entusiasmado, en mí elegida soledad de la mesa, cuando al levantar la copa
hacia mi rostro, reparé que esa morena me estaba mirando, casi descaradamente.
Le sonreí y levanté la copa hacia el cielo, haciendo el gesto de compartir con
ella un brindis. Me correspondió con la sonrisa, se sirvió una copa del
espumoso y, sorprendentemente, se levantó y se vino hacia mí. Me puse en pie al
ver que se acercaba, levantó su copa, alcé la mía y las chocamos, Ana, me dijo,
Rafa, contesté, encantado, añadí, sonrió, por los novios, apuntó Ana, por los
besos, dije yo, le dimos un sorbo a la copa, nos regalamos dos protocolarios
besos y nos sentamos, uno junto al otro, a la mesa.
¿No
bailas? Le pregunté. Y en un arrebato de sinceridad me dijo, acercando su boca
a mi oreja: los tacones me están matando, soltando los dos al unísono una
sonora carcajada. Para presumir, sufrir, le dije bromeando, asintiendo
divertida ella con la cabeza. Comenzamos una animada charla y presentándonos un
poco más en profundidad sin caer en el aburrimiento. De esta manera supe que
era prima de la novia, y que el grupo con el que estaba eran también
familiares. Hablamos de los novios, la relación que teníamos con ellos, de lo
divertido de la celebración, del pantagruélico menú y de lo buenos que estaban
los vinos, especialmente el cava, del que, según avanzaba la conversación,
íbamos dando buena cuenta.
Ana era
divertida, una mujer con recursos para desenvolverse bien en sociedad, era
trabajadora social, lo que la llevaba a ser muy empática, buena conversadora,
positiva, motivadora y con buena autoestima. Había salido de una relación hacía
cuatro años, y tenía unos estupendísimos 45 años. Una edad fantástica en la que
las mujeres, por lo menos para mí, están esplendorosas. Mucho más atractivas
que las jovencitas de veinticinco, con la cabeza mejor amueblada y si, como es
el caso, cuidan su físico con algo de deporte, con un cuerpo realmente
imponente.
La
conversación transcurría divertida. Se estableció entre nosotros una extraña,
pero maravillosa, relación. Esas que se dan escasísimas veces, pero que cuando
se dan, lo detectas en cuanto intercambias dos palabras con la otra persona.
Esas en las que te sientes confiado y cómplice, como si hiciera años que te
conocieras, encajando bromas y compartiendo chascarrillos. Feeling, lo llaman
unos, química dicen otros, no importa el término sino la sensación. El caso es
que, enfrascados en nuestra conversación terminamos el cava.
Me estás
haciendo disfrutar mucho de esta sobremesa, le dije inocentemente y, con una
media sonrisa y un brillo asesino en sus ojos castaños me susurró al oído: las
buenas sobremesas se disfrutan cuando hay intimidad y, no es por nada, pero
esto va para largo y un masaje en los pies me sentaría de maravilla. Palabras
que me provocaron un agradable escalofrío que recorrió mi espalda desde la nuca
hasta el cóccix. Siguiéndole el juego le dije: me gusta dar masajes, pero los
buenos masajes se disfrutan cuando hay intimidad, suponiendo que el órdago la
amilanaría, pero no estaba yo muy acertado esa tarde con mis vaticinios. Y
valiente me contestó: tengo una habitación para mí sola en este mismo hotel,
subamos a ella y demuéstramelo. Y cuando me quise dar cuenta íbamos camino de
los ascensores que llevaban a las plantas de las habitaciones, con nuestras
copas y una botella de cava que Ana había pedido pocos minutos antes y que,
disimuladamente, distrajimos para degustar en la intimidad de la habitación.
Pulsé el
botón del ascensor y en pocos segundos las puertas correderas se abrieron para
nosotros. Entramos y pregunté el piso dónde tenía la habitación. Planta 12, me
dijo Ana y la máquina comenzó el ascenso. Nos miramos con los ojos que se miran
dos personas que se desean y de manera natural nos dimos un beso en los labios.
Sonreímos y nos mantuvimos en silencio hasta llegar a nuestro destino.
Lo
primero que hizo Ana fue descalzarse, dejando a un lado de la puerta sus
zapatos tacón de aguja, y liberando un suspiro de alivio y acto seguido la
ayudé, cortésmente, a quitar las horquillas que le sujetaban el tocado. Su
cabello cayó como una cascada de agua, y su larga media melena suelta la hacía
todavía más guapa.
La
habitación era una suite. Al parecer, el hotel cometió un error con la reserva
y la compensaron dándole una habitación de categoría superior. Tenía un
saloncito con un escritorio junto a la pared, bajo el que se encontraba el
mueble bar, y sobre el que estaba la televisión y una mesita baja junto al
sofá, que parecía muy cómodo, y desde ahí se accedía a un dormitorio con una
cama “king-size”, vestida con una elegante y sobria colcha gris marengo, con un
mullido calzador a los pies de la cama, tapizado en el mismo color que la
colcha, y un enorme sillón orejero, en similar tono, en una esquina, al lado
del cual estaba la puerta que daba al baño. Un baño de generosas dimensiones,
con un lavabo de mármol doble, veteado en tonos visón, y una ducha enorme, con
el difusor de agua en el techo, de los que llaman “tipo lluvia”.
Seguidamente,
Ana dejó la botella en la mesa del saloncito, dentro de una cubitera que había
junto al mueble bar, dentro de la que vaciamos el hielo de la nevera. Nos
servimos dos copas. Hoy es el Día Internacional del beso, le dije, y sin
contestar sonrió. Hicimos “chin-chin”, por los buenos besos, dijo Ana, por esos
mismos, agregué, dimos un sorbo al cava y nos dimos un apasionado beso. Un
largo beso en el que me demostró que, además de elegante, atractiva, simpática,
divertida e inteligente, sabía besar muy bien. Nuestras lenguas se alargaron y entrelazaron
mientras nuestros labios se sellaban, dibujando espirales imposibles, carnosas
y excitantes, que remataba con un ligero mordisco en mi labio inferior, del que
tiraba con suavidad.
La
temperatura iba subiendo a medida que intercalábamos besos y sorbos y los dos
sentíamos que la ropa comenzaba a molestarnos. ¿Vamos a por ese masaje?, le
propuse, sí, por favor, pero antes deja que me dé una ducha, me contestó. Si me
permites te acompaño, sugerí traviesamente, y respondiendo con su media sonrisa
pícara, cogió mi corbata y tiró de mí llevándome tras sus pasos.
Estábamos
uno frente al otro al lado del calzador, a los pies de la cama. Mi quité la
chaqueta mientras ella soltaba el nudo de mi corbata y desabotonaba con pericia
mi camisa, pasando sus manos sobre mis hombros y empujando la prenda hacia
atrás, que resbaló por mis brazos dejando mi torso desnudo. Desabrochó la
hebilla de mi cinturón de piel y los dos botones del pantalón, llevándome a
encoger el estómago al sentir el tacto de sus dedos en mi cuerpo y, mientras me
miraba fijamente a los ojos, bajó la cremallera de mi bragueta, haciendo que el
pantalón cayera a mis tobillos, quedando ante ella con el bóxer de lycra negra,
ceñido, semitransparente en los costados y con unos geométridos dibujos en bajo
relieve que brillaban según les daba la luz y potenciaban visualmente el
volumen de mis atributos, ligeramente estimulados por ese inesperado encuentro.
Bajó la vista, me observó y pasando las yemas de los dedos de su mano derecha
delicadamente sobre mi entrepierna dijo socarronamente: anda, sácate los
zapatos que vas a manchar el pantalón. Me senté en el calzador, me descalcé y
coloqué estirada la ropa sobre el mueble.
Me puse
detrás de ella y deslicé la cremallera de su vestido por la espalda hasta llegar
a su cintura, a la vez que nos mirábamos reflejados en el gran espejo que había
en frente haciendo las veces de vestidor. Aparté la media melena de su cuello,
y mientras pasaba dos dedos bajo sus tirantes, sobre sus hombros, clavé con
suavidad, pero firmeza, mis dientes sobre su nuca, haciendo que ladeara
elegantemente su cabeza, mientras el vestido se desplomaba a sus pies. Si el
vestido vaporoso le sentaba bien, sin él estaba todavía mejor, tenía un cuerpo
bonito y proporcionado, de sinuosas curvas resaltadas por su ropa interior.
Recorrí, desde sus hombros, sus brazos, con las puntas de mis dedos, hasta
entrelazar nuestras manos, mientras giraba su cabeza y nuestras bocas volvían a
buscarse a la vez que nuestros cuerpos se ceñían. Se giró frente a mí y
seguimos besándonos estrechando su cuerpo contra el mío y haciendo que sus
senos se aplastaran contra mi pecho. Nuestras lenguas se anudaban jugando
divertidas entre ellas, aumentando la excitación que ya sentíamos, por lo que
busqué, en el reflejo del espejo, el cierre de su sostén. Solté los dos
corchetes del sujetador y alzó sus brazos para que le despojara de la prenda.
Tenía unos pechos muy bonitos, con unas areolas tostadas coronadas por unos
pezones que comenzaban a marcarse. Mi boca comenzó a desplazarse por su cuello,
por sus hombros, su escote, hasta llegar a sus senos, que besé con cuidado
disfrutando de su aterciopelado tacto, dándoles pequeños besitos, bocanadas
sutiles que iba desplazando por su abdomen, hasta llegar a su ombligo.
Me senté
en el calzador, puse mis manos sobre sus caderas y seguí besando su vientre
hasta alcanzar el elástico del culotte que todavía llevaba puesto. Aplasté mi
rostro contra su pubis sujetando sus nalgas con mis manos e inspiré
profundamente ese embriagador aroma, separé mi cara y arrastré las bragas por
sus muslos hasta quitárselas por completo. Después fui liberando sus torneadas
piernas de la presión de las medias, que se mantenían firmes sobre sus
espléndidos muslos, que separó intencionadamente y, agarrándome por el pelo,
llevó mi cabeza entre ellos. No pude, ni quise, evitar la tentación de,
alargando mi lengua, darle un lametón sobre su, impecablemente depilada vulva,
lo que facilitó que mi apéndice resbalara sobre su piel lubricada con mi propia
saliva y el incipiente néctar que comenzaba a destilar su flor, hasta coronar
su delicado caramelo que aplasté con mi lengua, arrancándole un sorpresivo
gemido.
Tiró de
mi corto pelo hacia arriba, haciéndome levantar y nos besamos hasta casi perder
el aliento, mientras sus manos buceaban bajo mi bóxer estrujándome con fuerza
los testículos, que se mantenían apretados, hinchados y congestionados bajo mi
salvaje erección y la ceñida lycra.
Los
masajeó con una fuerza calculadamente bien medida, haciendo caso omiso a mi pene
erecto, que reclamaba su atención buscando rozarse contra su cuerpo con los
movimientos de mi cintura. Detectó las ganas y ahora fue ella la que comenzó a
recorrer mi cuerpo con su boca, dándome pequeños mordiscos por cada centímetro
de mi anatomía que la ocasión le bridaba, hasta que, sentada en el calzador,
tiró del bóxer hacia abajo, provocando que mi verga saltara, con una rigidez
inusitada, como si fuera un resorte. Mi falo lucía una consistencia inusual,
con mi glande totalmente descubierto, terso, brillante y de un color casi
violáceo por la hinchazón alcanzada. Alzó su mirada buscando la mía y cuando
nuestros ojos se encontraron, sus labios me abrazaron a la vez que su lengua me
frotaba dentro de su boca con endemoniados remolinos, y un gruñido seco salió
de mi garganta, ante cuya señal se detuvo no queriendo provocar lo que hubiera
sido inevitable.
Poniéndose
de pie me cogió de la mano y, en silencio, caminamos hacia la ducha. Dejando
correr el agua hasta que salió con la temperatura deseada, fuimos besándonos y
acariciándonos, mirándonos de soslayo en el reflejo del espejo y llevando la
tensión sexual que se palpaba en el ambiente a límites desconocidos. Bajo el
agua templada nos abrazamos y seguimos besándonos, sintiendo en nuestras
anatomías muestras anárquicas de una excitación primitiva. Presionando dos
veces en el dispensador de gel, me procuré del jabón con el que, desde sus
hombros, empezar a frotar su piel, hasta tenerla cubierta por un baño de
espuma. Dibujando con mis manos simétricas figuras tomando como eje su columna
vertebral, que recorrí con la yema de mi dedo índice, vértebra a vértebra,
desde su nuca hasta donde su espalda terminaba, y presionando con mi dedo justo
entre sus nalgas, continué hasta apoyarlo sobre su contraído esfínter, que
masajeé con mimo haciendo círculos sobre su anillo exterior, mientras Ana
tensaba su espalda arqueando sus caderas y separando sus muslos. Mis manos
masajearon su culo, redondo y hermoso, con una consistencia perfecta, desde
donde lancé mis manos hacia su vientre. Bajé con una mano al mullido colchón
que sus rizos convertían en su pubis, que acaricié desde arriba hacia su
entrepierna, enjabonando sus rincones con mi mano como esponja, hasta
esconderla entre sus piernas, a la par que mi mano libre ascendía hasta acunar
sus hermosas tetas, pinzando suavemente sus pezones, ya totalmente erguidos,
que resbalaban de entre mis dedos por el baño de jabón.
Frente a
frente, estrechamos nuestros cuerpos que, al contacto, resbalaban por la
espuma. Sus manos buscaron la erección que rozaba en su vientre y, cogiéndome
con decisión frotó mi glande contra su sexo, que desplegó sus pétalos como una
flor en primavera. En el vaivén quedamos bajo la lluvia templada que fue
arrastrando el jabón de nuestros cuerpos, como mi boca se arrastró por su
mojada piel, hasta quedar arrodillado entre sus piernas. Puso sobre mi hombro
un pie y con deseo lamí su delicado rincón. Al paso de mi lengua por sus
ingles, sus labios vaginales se desplegaron encarnados, rozando con mi rostro.
Mi lengua golpeaba su clítoris cada vez que lo encontraba mientras mis manos la
sujetaban por las nalgas, penetrándola, con mi lengua tensada, todo lo
profundamente que podía y recorriendo todas sus internas paredes con amplios
redondeles.
La
musicalidad del agua cayendo se acompañó de su respiración que se agitaba por
momentos, despertando en sus caderas movimientos imposibles contra mi cara
hasta que sus gemidos me indicaron que era el momento de parar o hacerla
estallar, y paré. Subí a su boca y volvimos a besarnos, y Ana, con un excitante
nerviosismo volvió a coger con firmeza mi polla, la agitó varias veces, y
empezó a masturbarse con ella como si fuera su mejor dildo. El placer que me
proporcionaba cuando resbalaba entre su vulva era máximo y con un hábil
empujón, cuando me encaró a la entrada de su túnel, resbalé por su interior
hasta que mis huevos topetearon con su cuerpo. Inmóviles quedamos besándonos y
sintiendo el agua resbalar por nuestros cuerpos, cuando comencé a sentir como,
rítmicamente, Ana contraía su vagina sobre mi pene, masajeándolo diabólicamente
como si me quisiera ordeñar como ofrenda a Belcebú. El goce máximo provocó que
nuestras caderas comenzaran a moverse acompasadamente, sintiendo cada vez más
calor, más humedad, más rigidez, más placer.
El agua
caía, el aire nos faltaba, la respiración bronca y los corazones desbocados nos
llevaron a un estado de semiinconsciencia, acompasando gemidos como repetitivo
mantra, sincronizando embestidas como comunión carnal, copulando como dos
auténticas bestias en celo, acelerando ritmos, cambiando gemidos por auténticos
jadeos y moviéndonos como posesos, yo dentro de Ana, ella sobre mí, a la vez
que se masturbaba con una mano entre nuestros vientres. Su mano aceleró el
ritmo y sentí un calor inusual en mis testículos, fruto de sus abundantes
flujos que la lubricaban facilitando todas mis acometidas. Sus jadeos
entrecortados anunciaban que su clímax estaba próximo, y aceleré mi ritmo, en
frecuencia y en intensidad, con golpes fuertes y secos que hacían que mis
huevos rebotaran en su culo. Aaaggggggggg, aagggggggggggg, aaggggggggggggg, me
corroooooooo, exclamó sin pudor al tiempo que con un par de embestidas más,
comencé a derramarme inundando su interior, mientras guturales sonidos
indescriptibles se arrancaban de mi garganta con el poco aire que tenía en los
pulmones, ggggrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.
Quedamos
unos instantes quietos, abrazados, recuperando la consciencia de nuestros
cuerpos, hasta que sentí como resbalaba de su interior manteniéndome todavía en
un estado de ligera turgencia. La besé con ternura y me correspondió, mientras
la envenenada mezcla de nuestros elixires era arrastrada por el agua hacia el
sumidero de la ducha.
Recuperado
el aliento buscamos nuestras miradas y nos besamos de nuevo. ¿Qué hora es?
Preguntó Ana, ni idea, le respondí. De manera natural nos enjabonamos, esta vez
por separado, aunque compartiendo la amplia ducha y salimos del agua. Nos
secamos y comprobamos que habían pasado casi dos horas desde que, como el mejor
escapista, habíamos desaparecido del salón. Quizá deberíamos regresar, le dije
a Ana mientras terminaba de secarme. Sí, será lo oportuno, puntualizó, de
manera que nos recompusimos y nos dirigimos por el enmoquetado pasillo al hall
de los ascensores. Cuando entramos en la cabina la miré, estaba espléndida, y
le dije: ha sido la mejor celebración del Día Internacional del beso que he
tenido nunca, y de nuevo, ladeando maquiavélicamente su sonrisa me dijo: ¿Quién
te ha dicho que la celebración ha terminado?, me debes ese masaje del que
alardeaste. Era evidente que Ana era una mujer de armas tomar y yo estaba
dispuesto a comprobarlo.
Al
llegar al salón todo estaba como lo habíamos dejado, quizá los invitados con
alguna copa más, como era de esperar. Habían servido unos canapés que
degustamos con el apetito abierto por la intensidad del encuentro mientras
seguíamos bebiendo cava. ¿Quieres bailar? Le pregunté. No, los pies no me
duelen, pero no me apetece, y continuamos charlando animadamente.
A la
vista estaba que, presumiblemente, cuando terminara la celebración de la boda,
continuaría la segunda sesión del Día Internacional del beso en la
decimosegunda planta del hotel. Esta vez con masaje de pies incluido.
Y a ti, ¿te gusta que te den masajes en
los pies?
¡Basta! Gritaste, pero no con el
tono agudo de la rabia contenida, sino con el sentimiento desesperado de quien,
presa del placer, siente que el vértice de sus muslos se aproxima a ese
fatídico punto de no retorno que, una vez alcanzado, te precipita al abismo del
orgasmo. Y dejé de estimularte, y tu cuerpo, poco a poco, recuperó la calma, tu
corazón se ralentizó y tu sensible órgano comenzó a distanciar sus cadenciosas
palpitaciones. Y el aliento recuperaste cuando de nuevo te provoqué. Y tus
caderas reaccionaron, moviéndose libremente, y tu respiración se agitó, y el
rubor volvió a cubrir tus pechos y tu rostro mientras tu corazón cabalgaba sin
riendas hasta que de nuevo otro “¡Basta!” salió de tu boca. Y de nuevo te
concedí el deseo de prolongar el agónico placer. Verte era un espectáculo, tan
fuerte y a la vez tan indefensa, dibujando una singular equis con tu cuerpo
estirado sobre la cama. Tus muñecas anudadas a las esquinas del cabecero y tus
tobillos al antagónico extremo del tálamo, cubierto por una aterciopelada manta
negra. El largo pañuelo de seda que cubría tus ojos te privaba de la vista,
agudizando el resto de tus sentidos. Mi cuerpo desnudo no era ajeno al placer
que disfrutabas y mi sexo se mostraba erguido y desafiante. Y comenzó a
palpitar al tiempo que tu clítoris latía de nuevo, y tu respiración de nuevo se
agitó al sentir las yemas de mis dedos sobre tus rincones, haciéndote tener la
sensación de que te faltaba el aire. Ahogados gemidos compartías mientras ese
rubor de nuevo en tu vientre aparecía, y lentamente se extendía por tu abdomen,
tus pechos, tu escote, tu cara. Y de mi glande manaron espontáneas unas gotas
transparentes que se descolgaban en un hilillo penduleante hasta posarse sobre
tu muslo, mientras tu clítoris asomaba hinchado y turgente. Y otro “¡Basta!”
gritaste, más te ignoré, y continué. Y tus caderas se elevaron separando tus
nalgas de la negra manta, tu espalda arqueaste, las caricias se tornaron en
descarados frotamientos y mi erección volvió violáceo mi hinchado, terso y
brillante glande. Con fuerza agité la palma de mi mano que, enérgica, aplicaba sobre tu entrepierna, moviéndola con decisión de arriba hacia abajo.
¡Basta!, ¡Basta!, ¡Basta!,
¡Baassssaaassss……….aaaaaaaaajjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjj! Y ese
explícito jadeo me dijo que te corriste irremediablemente mientras seguía
estimulando tu sexo con mi mano empapada mientras te retorcías con tu cuerpo
brillante. Y esa textura de tus flujos y la suavidad con la que, más lubricada
si cabe, mi mano ahora te acariciaba, me llevo a ser presa de mi propia perversión
y, sin haberlo previsto, comencé a lanzar chorros de mi lechosa esencia sobre
tu vientre en una eyaculación, no por espontánea, menos placentera, al tiempo
que unos gruñidos roncos rasgaban mi garganta. Sentiste la lava blanca quemando
sobre tu piel. ¿Te has corrido? Preguntaste. Te correspondí, contesté. ¿Te
desato?
A pesar de la fresca mañana primaveral, apenas salí de la ducha y, con el
café en la mano, me dirigí a la terraza a contemplar como el día perdía la
vergüenza y el sol se iba mostrando por momentos cada vez más impertinente. Te
sabía durmiendo, perezosa y arrullada bajo el edredón y con un gesto, casi
infantil, de plácida felicidad. No era para menos. Yo, aunque más inexpresivo,
también tenía una cálida sensación de serena paz interior, que supongo se
reflejaba en mi rostro. Los pajarillos comenzaban a alborotar con sus gorgoteos
y trinos, sonidos anárquicos que, a pesar de todo, coordinaban melodiosa
sinfonía en lo que, parecía ser, una conversación inteligible. E inhalando el
aroma del café recién hecho reparé en las flores silvestres que, al ser
templadas por el sol, iban desplegando tímidas sus pétalos, todavía cubiertos
por una capa de rocío, lo que reflejaba en ellas un enigmático brillo.
Y mi mente que, cuando se activa, es perversa y lujuriosa, y ante tales
estímulos busca inexplicables analogías con los recuerdos de la pasada noche.
Y los busca y los encuentra. Y la tramoya cambia entre bambalinas
modificando por completo el escenario que se contempla al alba. Y lo que mis
ojos ven en mi cabeza muta. Y en mi mente dejan de oírse los pajariles trinos
para sentirse ahogados gemidos. Y la vergüenza que el día pierde la pierdes tú
ante mi cuerpo ofrecido. Y el impertinente astro, con arrogante firmeza, en mi
entrepierna brilla, mostrando impertinente en plenitud su dureza. Y tu sueño se
desvanece y amanecen tus ganas. El edredón desaparece y tu pereza se evade. Tu
mirada se nubla, tu cuerpo se enerva, tu sexo se abre. El aroma se gira de
intensa infusión a sutil excitación. Y la amarga fragancia da paso al exquisito
perfume que de tus pétalos mana. Y mi rostro hundo entre tus muslos, y tu rocío
degusto, y tus pétalos despliego, y tus efluvios me embriagan. Y el tiempo se
para, los cuerpos se unen, los sexos estallan. La luz nos deslumbra, el clímax
se alcanza.
El corazón amaina, los sexos se aflojan, llega la calma.
Inspiro y vuelvo a oler a café. Miro y veo la ya incipiente mañana. Y
reparo en mi cuerpo y, sin permiso, amanecido muestra su presencia bajo la
abultada toalla.
Y oigo tus pasos que tras el reposo hacia donde estoy avanzan.
Y mi mente
se activa. Vuelven mis ganas.
Estira la espalda, y la tensaste
como un arco. Arquea tus caderas, y sacaste hacia atrás tus nalgas. De pie,
ciega y con las manos atadas. Que comience el juego, anuncié. Y un dulce ardor
invadió tu entrepierna al sentir tus pezones presa de las pinzas. Serás mi
hembra, advertí, mientras la música sonaba suave y el parpadeo de la luz de las
velas hacía temblar las sobras de nuestros cuerpos en tan íntima entrega.
Besos, mordiscos, calores, jadeos, gemidos, olores, sensaciones intensas
mezcladas con las más bajas pasiones que nos llevaron al clímax cuando desde tus
pezones sonaron rítmicamente los tintineos de los adornos que sin permiso
bailaban. ¿Desato tus manos? ¿Libero tu vista? ¿Jugamos de nuevo?
El aroma de mi perfume trajo a tu
memoria sucios y libidinosos sueños en los que nosotros éramos los protagonistas.
Mantuviste la compostura hasta que la calentura de tu entrepierna reclamó las
caricias de tus dedos. Húmedo placer el de tu cuerpo bajo tus delicadas
braguitas.
Y de entre la oscuridad aparece
iluminada la mano que te ofrece guiarte por senderos hasta entonces
intransitados. Contraluz de tu silueta desnuda que, sin dudarlo, alarga el
brazo en busca de la ofrenda, místico encuentro entre sombras. Sereno contacto
que aplaca tu ansia, reencuentro imposible con la esencia de tu alma,
resurrección de las ganas. Cita a la que acudes guiada por una hipnótica
sinfonía que, como un mantra, acaricia y penetra en tus oídos. Música celestial
que apacigua tu inquietud. Contacto necesario para revivir. Y sin dudarlo,
acudes segura y confiada, sintiendo la plena paz que el ser que te guía te
transmite. Oscuridad que se desvanece a cada paso dando lugar a una cálida luz
que, a su vez, se difumina a tu espalda según avanzas, cogida de la mano de tu
enigmático acompañante. Inmensa calma la que sientes en lo más profundo de tu
pecho que, al alcanzar al final del camino, se torna en una excitante
inquietud. Y sin saber cómo te ves prisionera del varón que por la espalda te
abraza templando tu cuerpo. Y sientes el calor de su ser, desnudo tras de ti. Y
sientes sus labios en tus hombros, y giras tu cabeza mostrando tu cuello. Y sus
manos cubren tu vientre, y las tuyas sujetan su cintura llevadas por los
costados hacia atrás. Y los cuerpos se mueven sincronizados al compás del dulce
sonido. Y sus manos te buscan y tu cuerpo se ofrece y sientes su masculinidad
erguida frotando las curvas que se dibujan en tu anatomía al final de tu
espalda. Y sus dedos alcanzan tu delta que comienza a desdibujarse por
inminentes humedades. Y en tu vientre sientes oleadas de calor, que suben lentamente
por tu abdomen hasta cubrir tu pecho. Y el celo florece, los modales se
pierden, el deseo se adueña, y te giras buscando su rostro, deseando sus
labios. Y lo abrazas y deseas y con tu cuerpo lo guías y lo tumbas sobre el
manto de fresco césped. Y lo montas y cabalgas, y su voluntad sometes. Bailando
sobre él mientras tus pechos tiemblan, soberbios e insolentes ante sus labios
deseos de alcanzar tan sensibles redondeces. Y sientes sus manos en tus nalgas,
sujetando con fuerza el cuerpo que a tan intenso placer somete. Y arqueas tu
espalda, y sientes su envite, y notas su fuego mientras con tu néctar su sexo
riegas. Y un ronco gruñido de su garganta sale, acompañando tus gemidos cuando
con su cuerpo el tuyo inunda. Y caes sobre él mientras te abraza. El corazón se
aplaca, el sexo se relaja, el alma renace. Los rostros sonríen. Renacimos, nos
reencontramos, resucitamos. ¿Vienes?
Y como piezas de un puzzle, los
cuerpos encajaron. El uno acogiendo en sus huecos, el otro rellenando el
espacio. Piezas de cartón gris e inerte, frío y doliente, que contrasta con la
calidez del cuerpo de los amantes, briosos y brillantes en el apasionado juego
del amor. Juego en el que jugar consiste en encajar. Encajar besos y caricias,
mentes y almas, cuerpos y sexos. Lenguas que mientras se entrelazan en la boca
del otro encajan. Dedos que exploran descarados rincones y orificios ocultos y
escondidos. Mentes que en la mente del amante penetran buscando el alma que de
la mano alcance y penetre en nuestro más íntimo pensamiento. Cuerpos que se
arquean al contacto con el cuerpo ardiente del amante complaciente. Cuerpos que
transpiran y con su vaho a la luz de la luna brillan. Cuerpos que arden de
deseo al sentir las ganas de placer del amante compañero. Sexos que destilan
elixires que en el encuentro se mezclan. Sexos mojados y empapados, erectos y
perversos, turgentes e insolentes que, guiados por enloquecedores susurros, se
desesperan por acogerse. Sexos salvajes, sexos excitados, sexos viscerales,
sexos abiertos, receptivos, preparados, animales. Mentes, cuerpos, sexos,
susurros y placeres. ¿Encajamos tú y yo?
En tiempos de atronadores tambores,
ensordecedor tráfico y contaminación acústica desesperante, busco refugio en la
soledad de la naturaleza, dónde escuchar el trino de pajarillos silvestres y el
rasgar de las hojas vapuleadas por el aire. También disfruto del rumor de las
olas del mar rompiendo contra la orilla, mientras inspiro profundamente,
llenando de aire mis pulmones y saboreando ese intenso olor a salitre. Momentos
de íntima introspección, en los que paso revista a la colección de olores,
sabores y sonidos que almaceno en mi mente, buscando los más reconfortantes. Y
entre ellos vienen a mi recuerdo el olor de tu cuerpo cuando paso mi nariz por
tu espalda desnuda, el sabor de tu piel, cuando mis labios besan hasta el
último rincón de tu anatomía, y el sonido de tus gemidos cuando nuestros
cuerpos se funden en un único ser incandescente en un apasionado y carnal
encuentro. Gemidos que acarician mis oídos y penetran en la profundidad de mi
mente como mi cuerpo penetra en lo más hondo del tuyo. Gemidos que se mezclan
con jadeos. Jadeos que se confunden con los roncos sonidos guturales, gruñidos
ahogados que arrancas de mi garganta. Y voces, voces infernales que suplican y
me piden, y me ruegan, y me insisten, y me marcan el ritmo que mis caderas
obedecen hasta que mi mente se pervierte, mi cuerpo se abandona y mi sexo
estalla impertinente liberando la blanca lava ardiente. Y caigo sobre ti,
cubriendo con mi cuerpo tu cuerpo desnudo, y me mesas el cabello, y recuperamos
el aliento, y pienso ¿Qué detonó mi explosión? Fue tu voz, esa voz que penetró
mi mente. ¿También te penetró mi voz?
Desde lo más profundo de tu cuerpo
las esferas resbalan por tu estrecho orificio. Tenso con ternura el cordel,
sientes la presión, tu corazón se acelera, tiro un poco más, tu esfínter se
dilata, deja paso a la siguiente. Tu sexo se humedece insaciable. Tu cuerpo
clama un orgasmo.
Al ceñir la cuerda sobre tus muslos
sentiste rasgarse tu cuerpo por la soga, provocando un ligero escozor. Lejos de
sentir dolor, esa sensación comenzó a alimentar el deseo en tu entrepierna,
provocando la aparición de una deliciosa corona de humedad sobre las crestas de
tu vulva.
Y llegó el abrazo, el merecido
aftercare tras la intensa sesión. Las sábanas, testigos mudos del encuentro
enjugaron los fluidos que nuestros cuerpos compartieron. La fusta sonó rasgando
el aire y sonrosando tus nalgas a golpe de respingo. Mis ojos negros brillaron
lujuriosos.
Sutil exhibición bajo el escritorio
sobre el que redactas tus más tórridos escritos, esos que te arrastran a una
excitación incontrolable, esa con la que provocar los delirios de tu cuerpo.
Delirios que se expresan con dulces humedades, ansiosos de la noche que calme
tu fuego.
Veo ropajes sobre la cama.
Veo desnudo y rotundo tu cuerpo.
Veo deseo en tu dulce mirada.
Veo calor en tu interno deseo.
Te veo y te miro y te observo.
Tu piel transpira pasión.
Mi pincel quiere tu lienzo.
Y sentiste pudor por mostrarte así
dispuesta, más unas oportunas y medidas nalgadas te convirtieron en una agitada
pero apetecible hembra. Las yemas de mis dedos jugaron con tu oscuro orificio
provocando los celos de tu suave flor. Mis labios posé sobre ella, la lengua
alargué y con sed bebí de tu manantial.
Huele el olor del cuero del
columpio. Siente la dureza del cuerpo que te llena. Mueve con brío tus
poderosas caderas, mientras con tus talones me aprisionas por las nalgas.
Derrama sobre mí el dulzor de tu elixir, acógeme en tu húmedo calor. Sin
piedad, vacíame en tu interior.
Las caricias de tus dedos
encendieron el fuego de mi deseo. Lujuria sobre la piel de nuestros cuerpos,
fuego entre nuestros muslos. Amantes desnudos sobre los que brilla el sudor de
la pasión.
Y tras la ducha te esperé paciente
en las escaleras, tierra de nadie, entre el dormitorio y el salón. Cesa el
ruido del agua, te oigo a lo lejos, la incertidumbre me corroe y la excitación
me invade. ¿Bajaremos al salón o subiremos al dormitorio?, no importa, solo
amémonos.
En el valor de tu entrega está mi
reto. Postrada y privada de tu libertad, me obligas a complacerte como esperas
que lo haga. Arquea tu espalda, inspira profundamente, dispón tus caderas,
huele mi aroma, siente mi aliento y nuestros cuerpos arderán en la hoguera del
tálamo de la pasión.
Y tu respiración se desbocó, arrancándote gemidos
ahogados que salían de lo más profundo de tu pecho cuando mi lengua lamió la
delicia del tostado botón de tu seno, antes de que mis labios bajaran a succionar
con fuerza entre tus muslos hasta arrancarte el clímax deseado.
Sufrido el castigo, cumplida la condena,
regreso al lugar del que nunca debí ser desterrado. Pena injusta la cumplida
como injustos son los castigos que nos auto infligimos en aras de ese mayor
placer egoísta. Ese tortuoso sufrimiento de anhelar la cima del goce, que
rozamos con las yemas de los dedos y que, sin embargo, posponemos rigurosos
para llegar a la máxima intensidad en la culminación carnal. Placer
intermitente que nos deja boqueando, mientras recuperamos el aliento y los
sexos se aflojan. Sexos que reviven, como brasas al ser azotadas por el viento,
al volver a ser estimulados, recuperando la turgencia y el brillo perdido.
Ascuas que se convierten en fuego haciendo que llama se potencie a hoguera. Sexos
que desnudos se yerguen impertinentes, se calientan y humedecen hasta que
explotan sin compasión aturdiendo nuestra mente, tensando nuestros cuerpos,
descongestionando la tensión que entre nuestros muslos se acumuló durante el
agónico encuentro. Revivo, cual Ave Fénix.
Jornada de descanso, de reposo, de reflexión.
Mañana de perezoso domingo como perezoso está mi desnudo cuerpo, cobijado
todavía bajo el cálido edredón. Abro, a regañadientes, los ojos, a medias,
ofendidos por el impertinente sol. Es domingo, pienso, y miro a un lado y al
otro de mi cama y compruebo la soledad de mí mismo con mi yo. Es domingo,
ratifico, y confirmo cómo querría que fuera esta mañana que despierta de
domingo. ¿Que qué quiero? Pienso en mis adentros, café, susurro mientras
inspiro y recuerdo el intenso aroma de la adictiva infusión. ¿Café sólo? Café
sólo, largo y cargado, sin azúcar y con un polvito de canela que matice su
sabor. ¿Café negro? Café negro y en tus labios, café negro sobre tu piel, café
negro y tu calor, café negro con tu cuerpo anexo. Es domingo y sólo quiero eso,
café y sexo, eso es lo que quiero yo, con un polvito de amor.
Decía el erudito que todos teníamos tres
ámbitos donde nos desenvolvíamos, el público, el privado y el secreto. Quizá
por eso mismo, por ser el secreto, éste sea el más interesante, con más matices,
más atrayente, más oscuro, más perverso, más indecente, más prohibido, más
profundo, más irreverente, más descarado, más primitivo, más complaciente. Miro
dentro de mí y no veo sino oscuridad salvaje y ternura inexplorada que
equilibran la balanza de mis oscuros, profundos, lascivos y secretos sexuales
deseos, a pesar de lo que me atrevo a decirte que “you’re gonna love it”. Si te
atreves, sé bienvenida.
La luna llena anuncia la llegada de la noche
fría. Luz que se cuela entre las rendijas de la persiana del dormitorio,
dándole a mi cuerpo, tendido y desnudo sobre la cama, un brillo apagado. Bruja
noche que con su embrujo mi mente enreda. Aire que inspiro hasta el fondo de
mis pulmones mientras entorno los ojos. Flases vienen a mi recuerdo y mis
traviesos diablos comienzan su lascivo baile. La música suena. Tu recuerdo me
invade. Mi cuerpo despierta. Mi imaginación vuela. Tu aliento siento. Mi cuerpo
te busca. Los sexos se encuentran.
Deseoso de hundir mi rostro en tu pecho, alcanzo
con mi aliento el balcón de tus frutos. Besos lanzados al aire que dibujan
mariposas en tu piel. Tu estómago se estremece y tu vello se eriza. Un
escalofrío recorre mi columna. Delicia de sensaciones compartidas, de placer
deseado.
La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...