La esperé en la cafetería donde habíamos quedado y
apareció con puntualidad británica. Estaba resplandeciente y, apenas nuestras
miradas se cruzaron, nuestros ojos se iluminaron con un brillo especial. Nos
saludamos cortésmente y, al besar su mejilla, sentí como si me faltara el aire.
Charlamos de la vida, de nuestro pasado, de nuestros
gustos, de nuestros proyectos de futuro. La conversación transcurrió muy
agradablemente, sintiéndonos ambos muy cómodos con nosotros mismos. Como no
podía ser de otra manera, también asomaron nuestros lados más perversos, y
llegamos a hacernos confesiones sobre nuestras fantasías más secretas. La tarde
no dio para más, pero decidimos quedar el viernes para cenar en su casa.
Llegó el día y me presenté con una botella de cava,
un brut nature, fresco y agradable. Tomamos algo mientras terminamos de
prepararlo todo. El clima era ideal, luz de velas, sutil aroma de incienso y
suave música de fondo.
Cenamos y pasamos al sofá donde, ya más cómodos,
brindamos con el cava por esa bonita amistad que estaba naciendo.
Poco a poco, sin darnos cuenta, fuimos acercándonos
el uno al otro, hasta quedar rozándonos, hasta que nuestros rostros se
encontraron, nuestras miradas nos traicionaron y nuestros labios se buscaron,
uniéndose en un apasionado beso, campo de batalla de la lucha que emprendieron
nuestras lenguas.
Los besos dieron paso a las caricias, a buscar
nuestros cuerpos, a una excitación que nos llevó a quedar casi desnudos sobre
ese cómodo sofá.
Nos miramos y una carcajada cómplice se escapó de
nuestras bocas, mientras cogíamos las copas y le dábamos un sorbo al frío
espumoso.
Sin decirme nada me tomó por la mano y tiró de mí,
invitándome a seguirla. Acepté el juego y, desnudo de cintura para arriba y con
los vaqueros desbotonados, la seguí por el pasillo de su casa, contemplando su cuerpo,
apenas tapado por su ropa interior y la blusa desabrochada.
Nada más entrar en su dormitorio, se volvió y,
empujándome provocadoramente, me tumbó sobre su cama. Me impresionó. Era una
cama acogedora, apenas con unas sábanas revueltas sobre el colchón y con un
cabecero de forja que encendía nuestras más lujuriosas fantasías.
Recostado sobre la forja, me deleitó con un
particular striptease, lento, en el que dejó caer su blusa al suelo, soltó su
sostén, liberando sus preciosos senos de la prisión de su íntima prenda y
deslizó su culote, arrastrándolo provocadoramente por sus muslos hasta hacerlo
llegar a sus tobillos.
Me cogí al cabecero y, mientras mis labios buscaban
sus bamboleantes senos, en un instante, me encontré con las muñecas anudadas a
los barrotes por sendos pañuelos de seda. La sensación de sentirme atado, a su
merced, me excitó más aún. Pero el juego no había hecho más que empezar. Abrió
el cajón de la cómoda y sacó otro suave pañuelo, con el que cubrió mi rostro,
privándome del placer del sentido de la vista.
A partir de ahí todo fueron caricias, besos,
sensaciones antes disfrutadas, pero ahora amplificadas por la concentración
única y exclusiva en sentir.
Sus labios comenzaron a besar mi cuello y siguieron
bajando por mi pecho, donde se detuvieron jugando con mis pezones, para
continuar hacia mi ombligo. Arqueé mi cuerpo como pude y hábilmente deslizó mi
vaquero junto con mi bóxer hasta dejarme completamente desnudo.
Mi excitación era más que evidente y el no saber que
vendría a continuación la potenciaba más aún.
Sentí el colchón hundirse a mis lados, y como iba
cediendo, por mis laterales hacía mi cabeza, cuando de pronto, sobre mi rostro
sentí algo suave y húmedo y el aroma a excitación que su cuerpo expelía. La
imaginé en cuclillas, agarrada al cabecero, sobre mi cara. Elevé mi rostro y
mis labios rozaron su sexo, lo que provocó que se le escapara un gemido
ahogado. Lo besé, lo lamí recorriéndolo en todos los sentidos, tensando mi
lengua desplegando sus labios vaginales, deslizándome de norte a sur por su
intimidad, desde su ano hasta su clítoris. Movía sus caderas buscando el punto
más álgido de placer, dejándose caer más encima de mí, hasta llegar a terminar
frotándose con mi rostro, cuando de repente se elevó. Noté el colchón de nuevo hundirse,
pero hacia mis pies.
Tenía mi pene dolorido por la erección que la
excitación de saborear su sexo me había producido cuando sentí que caía presa
de sus manos.
Lo meneó suavemente, de arriba hacia abajo,
tomándolo por el tronco. Presionaba fuertemente mi glande y comenzaba a bajar,
hasta llegar a mi abdomen, y volvía a subir hasta apretar de nuevo mi glande,
en un rítmico movimiento, como queriendo sacar de mí toda mi esencia.
Sentí que me derramaba, arqueé mis caderas, tensé
mis muslos, ella lo percibió y paró, pero unas gotas alcanzaron la luz y,
provocadoramente las extendió por la cabeza de mi sexo, lubricándolo conmigo
mismo.
Avanzó hacia mí de rodillas. Sus pechos rozaban mi
estómago, provocándome más aún. Sentí sus pezones sobre mi pecho mientras su
sexo comenzaba a frotarse con el mío. Deslizó una mano entre nosotros, tomó mi
pene y comenzó a frotar su vulva. Estaba ardiendo, suave, mojada y deseaba
penetrarla sin más demora, cuando la encaró a la entrada de su gruta de placer
y en un momento, dejándose caer sobre mí, la introdujo hasta aplastar mis
testículos con sus nalgas.
Un gemido salió de mi boca y ella lo apagó besándome
intensamente. Comenzó a moverse, primero lentamente, luego más rítmicamente,
hasta terminar describiendo círculos con sus caderas. Apenas podía empujar con
mi cintura, inmóvil bajo su cuerpo. Sentía su mano entre nosotros, acariciando
sin duda su clítoris mientras mi polla entraba y salía de su coñito.
Aumentó el ritmo, al tiempo que nuestra respiración
se entrecortaba, que nuestros cuerpos comenzaban a traspirar, que nuestros
corazones bombeaban desbocados.
Su mano comenzó a agitarse más rápido, nuestros
gemidos se convirtieron en jadeos hasta que comenzó a convulsionarse sobre mí,
al tiempo que sentía su vagina contraerse sobre mi pene y, sin poder evitarlo,
mi esencia blanca y viscosa la inundaba por dentro.
Quedamos inmóviles, con nuestros rostros cruzados,
el mío a un lado y el suyo sobre mi cuello, recuperando el aliento, disfrutando
del momento.
Al recuperarnos liberó mi vista de su cautiverio, me
miró y desafiantemente me dijo: “esto solo es el principio, te voy a tener todo
el fin de semana atado al cabecero de mi cama”.
Todavía no sé qué fue, si el tono de su voz, lo que
me dijo o la situación, el caso es que tuve otra erección casi
instantáneamente.
Solo me liberó para mis necesidades más primarias,
teniéndome a su antojo el resto del tiempo. Te aseguro que no fue un calvario,
fue el paraíso, previamente anunciado en una de sus confesiones.