Salimos
de viaje después de comer, aprovechando el puente festivo, y conduje hasta ese
hotel rural, en un pequeño pueblo de la sierra de Madrid, dónde íbamos a
desconectar durante esos cuatro días. El viaje no fue largo, pero estábamos un
poco cansados, así que nos acomodamos y dimos un paseo por el monte, charlando
no muy animadamente, y con algún silencio incómodo. Cenamos en el mismo hotel y
nos retiramos a descansar.
Despertó
poseída cuando los primeros rayos de sol se colaron, entre las rendijas del
store, dentro del dormitorio. Yo estaba en un sueño profundo, ajeno a lo que
sucedía. La noche anterior discutimos, como todas las parejas, a veces, por
nimiedades sin importancia, y nos acostamos con el orgullo herido. Nos dormimos
dándonos la espalda, algo inusual entre nosotros, que teníamos la sana
costumbre de desearnos unas buenas noches muy placenteramente hablando, en el
sentido más sexual de la expresión.
Y quizá
fue eso lo que la llevó a ese satánico estado cuando se pronunció el alba.
Momento mágico cuando despunta el día, como lo es el ocaso, cuando el sol se
retira. Quizá la ausencia del éxtasis del amor de la noche anterior, droga
adictiva y poderosa, le provocó esa reacción, inquietante y excitante, casi
alarmante, haciendo que se revolviera sobre sí misma, buscando con ansia mi cuerpo,
en pleno síndrome de abstinencia como una auténtica yonqui del placer.
No era
necesario, pero no pidió permiso, a pesar de que siempre nos habíamos
dispensado un respetuoso trato, sin obviar la confianza y complicidad que entre
los dos había, y de repente desperté prisionero bajo su cuerpo, sentado a
horcajadas sobre el mío.
Sin
entender lo que ocurría, al abrir los ojos lo primero que vi fueron sus pechos
bamboleándose a escasos centímetros de mi boca y todavía confundido, empecé a
ser consciente de que me estaba cabalgando con un alegre brío.
Mi mente
enmarañada no comprendía cómo había despertado mi cuerpo sin despertar mi alma,
cómo me había absorbido por su vientre sin desplegar mis ojos, cómo me montaba
sin perturbar mi calma.
Y en ese
estado mis sentidos se animaron, y mis labios buscaron sus senos, que con
delicadeza alcanzaron, mientras mis manos se desplazaron hacia sus redondos
glúteos que, en su vaivén ardiente, aplastaban con fuerza mis testículos,
proporcionándome un, ahora sí plenamente consciente, insuperable placer.
Nos
miramos y no dijimos nada, pues el lujurioso brillo de nuestros ojos lo dijo
todo. No sabía cuánto tiempo llevaba sobre mí, pero comenzaba a sentir como
había empezado a destilar su elixir, que me mojaba y excitaba.
La luz era
cada vez más intensa al igual que cada vez más fuerte se movía. Comencé a mover
mi cintura que, acompasada con sus caderas, convirtió sus saltos en un rítmico
galope, que propiciaba aupándola con mis manos en sus nalgas.
Y
aparecieron los gemidos cuando, teniéndome totalmente preso en su interior,
frotó con fuerza su pelvis contra mi pubis, arrastrándose sobre mi cuerpo de
atrás hacia delante, una y otra vez, sin dejarme salir de su interior,
propiciándome un endiablado masaje dentro de su cuerpo.
Mi lengua
enloqueció al contacto con sus erguidos pezones, arrancándole pequeños jadeos
al sentirlos succionados por mis labios, provocando que sus caderas se agitaran
sin cordura, que mi sexo se enervara sin mesura y que su sexo estallara de
placer en cadenciosas contracciones y cálidas oleadas de un goce supremo, que
empaparon mi entrepierna, sin poder contener la erupción de mi falo que comenzó
a expulsar la lava ardiente que acumulaba en mi interior.
Yacimos
sudorosos, en esa misma posición, hasta recuperar el aliento, con el sol
impertinente iluminando plenamente la habitación del hotel.
Buenos
días, cariño, me susurró al oído, mostrándome la mejor de sus sonrisas. Era
evidente que había recuperado la cordura. Le había inoculado el antídoto al
veneno del placer.
¿Desayunamos?
Caprichoso veneno que quiere ser inoculado una y otra vez...
ResponderEliminarCaprichoso y adictivo.
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