METRICOOL

lunes, 31 de julio de 2023

PLAYA NUDISTA




Llegaron por separado a esa cala nudista, poco frecuentada y de ambiente tranquilo y relajado, donde casi todos se conocían por coincidir, normalmente, los mismos parroquianos en la misma arena.

Ella no había estado nunca allí pero su curiosidad innata le impelía a probar esa sensación que, en varias ocasiones, había leído que se sentía cuando la brisa acaricia tu piel, cuando el agua salada del mar se desliza por todos los rincones de tu cuerpo desnudo, cuando el sol templa tu piel en toda la extensión de tu anatomía.

Él era un asiduo de esa playa y, a su pesar, se había ganado un cierto y díscolo prestigio, del que no se sentía especialmente orgulloso, entre el resto de bañistas habituales. Conocía a casi todas las mujeres que allí estaban, y todos conocían de sus flirteos y amoríos.

La pudorosa mujer se puso en un rincón discreto, ligeramente apartado del resto de gente, extendió un enorme plaid, sobre el que colocó cuidadosamente su bolsa. Se tumbó sobre él y, comprobando que nadie reparaba en ella, comenzó a desvestirse. Se quitó los pantalones cortos, la camiseta, y se quedó con el biquini que traía puesto. No quiso desnudarse del todo porque, además de su pudor, sentía cierta vergüenza por su cuerpo, ya que le sobraban ciertos kilos pero, sin embargo, estaba tan harta de pensar en lo que dijeran los demás, de esos estándares de cuerpos perfectos, de esas modelos rubias, de pelo largo y planchado, tetas perfectas, largas y torneadas piernas, soñadas por todos los hombres, que decidió que le daba exactamente lo mismo, pensó que qué coño, ella era inteligente y divertida, buena amiga y mejor amante, por lo que armándose de valor, poco a poco, bajó los tirantes de la parte de arriba de su biquini negro, llevó sus manos a la espalda, soltó el corchete del sostén, y se desprendió del mismo, dejando sus generosos pechos a la vista en un natural topless. Se embadurnó de crema solar con factor de protección extremo porque era muy blanca de piel y no quería estar al día siguiente roja como un camarón recién cocido y se dispuso a disfrutar.

Ingenua y enfrascada en sus pensamientos para superar esas barreras que le impedían disfrutar plenamente de la tarde de playa, no se dio cuenta de que estaba siendo observada. Él, un varón seguro de sí mismo, pronto supo que ella era nueva en la cala, no sólo porque no recordaba haberla visto antes allí, sino también por su actitud inquieta y artificial, dedicando un buen rato a observarla. Él estaba, como era habitual en todos los que allí solían ir en cuanto se instalaban sobre la arena, completamente desnudo e irradiaba cierta arrogancia ya que estaba muy orgulloso de sus masculinos atributos, los cuales no pasaban desapercibidos.

Miró de soslayo a algunas de las mujeres con las que ya había tenido algún escarceo y que, desnudas, le invitaban a acercarse. No era ajeno a ese deseo que despertaba y tampoco lo era al buen recuerdo que dejaba, pero estaba hastiado de esa situación, no le apetecía la caza fácil, en su fuero interno reconocía haber caído en las tentaciones de la carne, de un desahogo sin compromiso, pero no quería sentirse un depredador. Esos fugaces encuentros le dejaban una sensación de vacío de la que tardaba días en recuperarse. Quería conocer a alguien distinto, le apetecía lo ignorado, le apetecía lo diferente, lo desconocido, lo auténtico, pero no por lo exótico, sino por encontrar alguien que no fuera tan superficial y que tuviera cierto calado intelectual. Se quedó sentado en su toalla, observándola con todo el descaro del mundo. Ella, absorta en esa nueva situación, en un momento dado sintió que estaba en la pista central de un gran circo, contemplada por toda la platea pendiente de sus movimientos, pero decidida como estaba, determinó que iba a tomárselo con calma, se tumbó boca arriba, se puso las gafas de sol, cogió el libro y empezó a leer.

Él, tras haberle concedido unos minutos para ver cómo se desenvolvía, se levantó, se acercó hasta ella y, con cierta arrogancia, después de leer el título del libro, le dijo: hola, tú eres nueva aquí, ¿Verdad? Porque esto es una playa nudista, no es textil, y estás en la zona nudista, por lo que deberías desnudarte del todo.

Ella apartó el libro, bajó hasta el puente de la nariz sus gafas de sol, que también estaban graduadas, le miró de arriba abajo, deteniéndose inconscientemente en alguna parte de su anatomía, y le dijo, ignorando su maleducado tono, sí, sé que es una playa nudista y estoy aquí para eso, pero déjame tranquila, necesito mi tiempo y me lo voy a tomar con calma.

Quedó sorprendido por la seguridad que transmitía y el tono irónico y sarcástico de su voz, con el que no estaba acostumbrado que le contestasen. Lo habitual era que, sobre todo las mujeres, asintiesen crédulas sus tesis y argumentos, no debatiéndole en lo profundo, rindiéndose todas a sus pies, bueno, a sus pies no, rindiéndose todas a él. Perplejo, la miró asombrado, apartó un poco la tapa del libro y le preguntó ¿De qué va? Y ella le contestó, ¿De verdad quieres saberlo? Y él dijo: para una persona que me encuentro que está dispuesta a hablar, sí, me apetece hablar contigo y saber de qué va el libro.

Ella se incorporó y se sentó en la toalla, él le preguntó si se podía sentar, asintió con un elegante gesto de cabeza y, puesto que el plaid era grande, se acomodó a su lado, pero respetando su espacio.

Olvidándose de que estaba desnuda de cintura para arriba, con total naturalidad empezó a hablar con él. En realidad, la actitud de macho alfa prepotente era sólo eso, una impostura, una coraza una falsa fachada que protegía su sensibilidad. Cuando reparabas en él se percibía algo, una inteligencia natural, tenía cierta delicadeza, tenía una cierta ironía y un cierto sarcasmo, pero nunca había tenido interés en desarrollarlos puesto que con su impostor papel no lo había necesitado.

Cuando se dieron cuenta llevaban hablando un buen rato. El sol estaba empezando a caer, a pesar de lo cual hacía bastante calor, por lo que él le propuso darse un baño

Relajada e integrada en ese nuevo entorno, dejó el libro en su bolsa y fueron caminando hacia el agua, separados por esa distancia de respeto, pero enfrascados en su conversación.

Rieron cómplices al entrar en el agua, nadaron unas brazadas y volvieron a hacer pie, se bañaron tranquilamente, siguieron charlando y conociéndose, lenta pero agradablemente y decidieron salir para secarse aprovechando los últimos rayos de sol.

Al llegar a la toalla se dio cuenta de que no había traído biquini para cambiarse y él le dijo: déjalo que se seque, quítatelo y déjalo que se seque, además, todo el mundo te está mirando porque eres la única que lleva puesta la braguita.

Volvió a reflexionar en su interior, si estoy aquí es por algo. Si estoy aquí es porque todo me da lo mismo en este momento, si estoy aquí es porque puedo, porque quiero y porque me da la gana y, ahondando un poco más, porque quiero superar mis miedos y saltar esas barreras y, además, aquí no me conoce nadie, así que, simplemente, se bajó el bañador hasta sacárselo por los pies. No era la mujer más delgada, no tenía las piernas más largas ni definidas, simplemente era una mujer y allí, en el centro de su feminidad, seguía habiendo vello, a diferencia de muchas mujeres que no lo tenían. A él le gustó y haciendo un esfuerzo, fue capaz de seguir hablando con ella sin desviar su mirada, disfrutando de la primera de sus mil y una noches.

Si no te importa, voy a recoger mis cosas y me pongo a tu lado, dijo él y, casi sin esperar la afirmación de la respuesta, se dirigió hacia el lado de la playa donde tenía su bolsa y su toalla.

No pudiste evitar mirarlo, caminado de espaldas, observando sus glúteos tensándose a cada paso y su marcial, pero comedido, braceo. Lo contemplaste agachándose, casi absorta cuando apreciaste la magnitud de su masculinidad al ponerse en cuclillas para recoger en su bolsa lo que había esparcido por la toalla y, cuando se incorporó y comenzó a caminar hacia de ti de nuevo, evitaste la mirada furtiva como una niña a la que acaban de descubrir espiando una intimidad.

En unos segundos estaba de nuevo a tu lado, acomodándose y sentándose en su toalla.

La tarde seguía avanzando dejando que la luna asomase y, sin pedir permiso, empujase al sol a recogerse.

La playa, poco a poco, comenzaba a quedar desierta. No había niños y que fuera víspera de San Juan propiciaba que la gente se retirara un poco antes para tener tiempo para cambiarse y bajar a la verbena que se celebraba en la celebración del estival Santo en la plaza de esa pequeña localidad menorquina.

Cuando nos dimos cuenta estábamos tú y yo solos, charlando animadamente hasta que te pregunté ¿Se ha secado ya tu biquini? No, contestaste lamentándolo.

Vamos a darnos un baño, te propuse, y disfruta de nadar sin ropa. Sorprendida, por un lado, pero agradecida por otro, puesto que realmente era lo que habías ido a experimentar, te sonrojaste un segundo y esbozando una tímida sonrisa me dijiste: vale.

Nuestros ojos se iluminaban cuando nuestras miradas se cruzaban. Los kilos que, según tú, me habías confesado que pensabas que te sobraban, dibujaban a mi vista curvas sinuosas que invitaban a ser recorridas disfrutando de ellas en cada caricia, como un motorista hace en una serpenteante carretera de montaña. Te veía tan deseable, tan desnuda, tan rotunda, que un masculino deseo comenzaba a despertarse en mi entrepierna, y no, no era por satisfacer mi ego, era porque tu intelecto había ido atrapándome y descubriéndome a una mujer excepcional, que necesitaba disfrutar en el más amplio concepto del término, que necesitaba sentirse querida, amada y deseada.

Poco a poco nos fuimos acercando al agua y, como una niña temerosa, alargaste tu mano buscando el apoyo de la mía para ayudarte a guardar el equilibrio al entrar en el mar, a pesar de que la playa era larga, cubriendo poco a poco y con el mar en absoluta calma, hasta el punto de que parecía una bonita laguna, rodeada de pinos por la parte terrestre y abierta al infinito por el lado del mar.

Caminando lentamente, inconscientemente te pusiste de puntillas cuando sentiste el agua bañar tu pubis, que quedaba con los rizos de tu vello estirados y goteando hasta que, finalmente, el agua lo cubrió por completo. Creo que hice lo mismo cuando sentí la fresca agua en mis testículos, un par de pasos más tarde, ya que mido algo más que tú, pero seguimos avanzando hasta que el agua casi cubrió tu pecho.

Volvimos a dar unas brazadas mar adentro y regresamos hasta hacer pie. Estábamos muy cerca y el agotado sol se reflejaba en el mar dibujando una estela crepuscular y fantástica. Mira, te dije, contempla como se esconde, y me puse tras de ti abrazándote por la cintura. Tu reacción fue serena pues lo único que alcanzaste a hacer fue coger mis manos, que se posaban sobre tu ombligo, con las tuyas propias. Sin pensarlo, husmeé con mi nariz en tu cuello, apartando tu cabello mojado y te besé, respondiéndome con un sonoro pero discreto suspiro.

Disfrutamos de esa puesta de sol desde el agua, contemplando como el astro rey, lenta, pero inexpugnablemente, iba acostándose en el mar, empujando por otro lado a la luna, que comenzaba a iluminar la cala con su nívea luz, dibujando, poco a poco, otra estela sobre el agua.

El agua había perdido algunos grados de temperatura, pero creo que se los habían robado nuestros cuerpos, que estaban cada vez más calientes.

Acomodado en tu espalda, y sintiendo mi aliento en tu nuca, dejaste caer hacia atrás tu cabeza exponiendo tu cuello, por lo que comencé a darte bocaditos sobre los hombros, mordisquitos en la nuca y besitos en el cuello. Tus suspiros acompañaban cada movimiento de mis labios y mis manos habían comenzado a deslizarse por tu cuerpo, sujetándote por las caderas y deslizándose por tus costados, ascendiendo hacia tus axilas, tropezando con las redondeces de tus pechos, que acuné con mimo en las palmas de mis manos y que masajeé con cuidado mientras tu respiración se iba entrecortando.

Mi masculinidad había reaccionado y, progresivamente, iba endureciéndose y tropezando entre tus nalgas. Me sentiste y me buscaste, separando tus muslos para facilitar que entre ellos pasara y, quedando con las piernas semiflexionadas para ajustarme a tu altura, comenzaste a mover tus caderas frotándote conmigo.

Era un baile endiablado en el que, en cada movimiento de tu cintura, sentía la fricción de tu entrepierna, que resbalaba sobre mi erección y me provocaba con el roce de tu vello hasta hacerme alcanzar una dureza desconocida.

En tu oído gruñía ahogando mis placeres, mientras guiabas mis caderas con tus manos, que habías llevado hacia atrás y mientras mis manos seguían masajeando tus tetas y pinzando tus pezones que, turgentes, se marcaban con descaro.

Con el sol desaparecido y la luna radiante, te giraste frente a mí y me miraste fijamente. Tu mirada había cambiado y la timidez se había convertido en seguridad. Transmitías fuerza, energía, dominio y deseo y estabas dispuesta a aprovechar esa ocasión para disfrutarla al máximo.

Me abrazaste por el cuello y comenzamos a besarnos apasionadamente, con nuestros cuerpos desnudos, ceñidos uno al otro, con tus tetas aplastadas en mi pecho, con mi erección contra tu tripita, hasta que, poco a poco, fuimos yendo aguas adentro, hasta que mis hombros quedaron cubiertos, momento que aprovechaste, junto a la ingravidez que el mar te proporcionaba, para abrazar mi cintura con tus muslos, ayudándote sujetando tus nalgas con mis manos.

Nuestras lenguas enzarzadas no cejaban en su juego, y ahora tu entrepierna quedaba expuesta a la rigidez de mi mástil que, torpemente, topeteaba entre tus muslos. Sentía los rizos de tu vello en mi glande y eso me enervaba más todavía, y me llevaba a alargar mis manos bajo tus nalgas para descubrir por completo la entrada a tus entrañas.

Estabas increíblemente guapa bajo la luz de la luna y me estabas desesperando de placer. ¿Quieres tenerme dentro? Te pregunté. Por favor, me contestaste, y en un acertado movimiento, sentí en la punta de mi glande la calidez de tus flujos y la suavidad de tu vulva, a la vez que clavaste tus talones en mi culo y comencé a enterrar muy lentamente mi verga en tu interior.

Un largo gemido tuyo se confundió con un gutural gruñido mío hasta que mis testículos quedaron en el umbral de tu túnel.

Quedé inmóvil, sintiendo como habías comenzado a contraer involuntaria, fuerte y rítmicamente tu vagina sobre mi polla.

Grrrrrr qué placer! Fue lo único que alcancé a decirte, mientras comenzabas a moverte, haciendo fuerza con tus manos y tus talones y aupada por mis manos.

La sensación era de un goce absoluto, de un coñito delicioso, de unos pezones tan duros que casi arañaban mi pecho, de una lengua virtuosa que se enredaba con la mía, de unos gemidos celestiales, de un culo salvaje, de una mujer con mayúsculas.

De un ritmo en las caderas para mí desconocido, de una pasión sin igual, de una entrega absoluta, de un placer descomunal.

Vamos, cariño, empuja fuerte, me dijiste, sabiendo que mis movimientos eran torpes y eras tú la que saltaba sobre mí, insertándose mi daga en lo más profundo de su cuerpo, una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez más rápido, cada vez más profundo.

Mis manos seguían masajeando tus glúteos, y con los dedos alargados rozaba tus ingles y tus labios vaginales, apartando con destreza tu vello para que no te molestara en las embestidas y, obscenos, buscando tu culito para acariciarlo.

Al sentir la yema de mi dedo sobre tu esfínter sentí como contraías fuerte tus músculos más íntimos a la vez que apretaste tus muslos sobre mi cintura casi con violencia. ¿No te gusta? Pregunté, pues lo único que buscaba era complacerte. Nunca me han acariciado ahí, y me ha sorprendido, pero me gusta. Muy cuidadosamente fui masajeándote, dibujando círculos sobre los anillos de tu esfínter, mientras comenzabas a recuperar el ritmo de tu trote sobre mi erección.

Cuanto más intensos eran mis círculos, más fuerte te dejabas caer. Vamos cariño, no aguanto más, yo tampoco, confesaste, y dejando de saltar, pasaste una mano entre nuestros cuerpos, comenzaste a frotar tu acolchado pubis contra el mío, restregándote mi polla en el interior de tu coñito y masturbándote el clítoris cada vez más rápido y fuerte.

Tu respiración se hizo incontrolable y, cuando la yema de mi dedo presionó tu ano, un desgarrador gemido me anunció tu clímax, mientras tu mano se agitaba entre nuestros vientres hasta quedar satisfecha.

Vamos cariño, ahora tú, me dijiste sin soltarte y, comenzando de nuevo a moverte comenzaste a apretarme interiormente haciéndome sentir que me ibas a ordeñar, mientras intentaba empujar dentro de ti hasta no soportar más tanto placer y comenzar a descargar mi semen en tu interior soltando un primitivo y prolongado gruñido.

Quedamos quietos, abrazados y todavía unidos, recuperando la respiración y calmando nuestros pulsos hasta que fui abandonando tu refugio.

Nos recompusimos como pudimos y regresamos de nuevo a las toallas, donde nos tumbamos para secarnos a la luz de la luna.

¿Se secó tu biquini? No, me dijiste, pero no importa, hoy haré otra cosa más que nunca había hecho antes, me pondré las bermudas sin ropa interior.

Seguimos hablando y ganando todavía más confianza el uno en el otro. Abandonamos la playa, dispuestos a repetir otra tarde de baño nudista, pero esa noche acababa de comenzar, era la noche de San Juan y la íbamos a disfrutar. Nos fuimos a duchar y arreglar y quedamos para cenar algo por ahí e ir a bailar a la verbena.

Fue una noche mágica, imposible de olvidar.

4 comentarios:

  1. Maravillosa y sorprendente historia de principio a fin, el deseo puede llegar a hacer intimar cuerpo y mente y en lo desconocido siempre habita lo atractivo...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchísimas gracias por tus bonitas palabras. A veces nos sorprenden cuando menos esperamos.

      Eliminar
  2. Sorprender también es una bonita forma de demostrar interés...

    ResponderEliminar

Deja tu comentario sincero sobre lo que te ha parecido el relato. Lo leeré con mucha atención. Gracias.

LA TÉNUE LUZ DEL ALBA

La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...