Es viernes, y el cuerpo lo sabe. Dame los buenos días como sólo tú
sabes hacerlo.
Nada es lo que parece, pues hasta el más romántico de los hombres tiene su lado oscuro.
Es viernes, y el cuerpo lo sabe. Dame los buenos días como sólo tú
sabes hacerlo.
La tarde trascurrió sin nada que
interrumpiera nuestra cómplice intimidad. Juegos de besos, miradas e
insinuaciones que, como era de prever, fueron caldeando el ambiente y subiendo
un puntito el grado de lujuriosa provocación que iba in crescendo, lenta pero
inexorablemente.
Hasta que me vi, con el cuerpo
desnudo y las ganas desaforadas. Hasta que te vi, con un ligero sweater que
apenas tapaba tu ombligo, como única vestimenta.
Y me retaste, dándome la espalda y
mostrándome las redondeces de tu anatomía. Las mismas que aceleraron mi pulso,
entrecortaron mi respiración, desbocaron mis deseos y enardecieron mi
masculinidad.
Respondí a tu reto deslizando mi mano
entre tus muslos, mientras mi brazo rozaba con los cachetes de tus nalgas.
Y al posar mi mano en tu delicada
flor, elevaste tus talones poniéndote de puntillas, en un instintivo gesto de
íntima protección. Más no temiste cuando con hábiles giros de tus caderas
acomodaste la palma de mi mano sobre tu tesoro.
Y suspiraste, y te frotaste, y
gemiste.
Y tus pétalos se abrieron
impregnándome de tu sabroso néctar, justo en el momento en que vientre se
contraía rítmicamente en cálidas oleadas de placer.
Buscando mi refugio me acordé de ti. ¿Vienes?
Vamos a darnos los buenos días como merecemos. ¿Te apetece?
Nudos imposibles de cuerpos desnudos. Profundas sensaciones en
sexos fundidos.
Abrázame antes de que escondamos nuestros desnudos cuerpos bajo el
edredón que te protege.
Nunca supe hacer pereza, hasta que me perdí entre tus muslos.
con su
luz impertinente al alba.
Despierta
mi cuerpo de hombre,
cubierto
bajo las sábanas.
Las
flores abren sus pétalos,
al son
que la claridad marca.
Inspiro
y huelo a café,
con mi
boca aún sellada.
Te busco
y no estás aquí,
y mi
corazón se para.
Cierro
los ojos y veo,
tu
desnuda belleza larga.
Te
quiero, te siento,
te
añoro, me faltas.
Apareces,
te tumbas,
me
besas, me alcanzas.
Te
cruzas, me montas,
te
cubro, cabalgas.
Y las
flores lloran el almizcle
que
nuestros cuerpos manan.
Domingo
al alba.
Momento
de relax y encuentros, de lunas y velas, de besos y olas, de manos y lenguas.
Suspiros, caricias, gemidos, placeres. Íntimas pasiones.
Luna que
todo lo ve y que lo calla todo. Testigo muda de nudos de muslos, prohibidos
besos, lascivas caricias y carnales cuerpos.
Gemidos
confundidos con el romper de las olas, caderas que se mueven al ritmo del agua,
amantes que comparten calor y fluidos, entre ellos, con el mar.
Sin saber muy bien a cuento de qué, nos
vimos sentados frente al mar en esa discreta playa a la que habíamos llegado
casi por casualidad. La temperatura era ideal y se respiraba una paz casi
celestial.
Llevábamos todo el día tonteando,
provocándonos mutuamente con roces descuidadamente calculados, sutiles caricias
y veladas declaraciones de intenciones, lo que había inducido a nuestros
cuerpos a un estado de controlada excitación mantenida.
No demasiado tarde, reparamos en que
estábamos solos en ese paraíso. Nuestras miradas se cruzaron, nuestros ojos
irradiaron el brillo especial que irradian los ojos de los amantes que se dicen
todo con el brillo de sus ojos, nuestros labios dibujaron una pícara sonrisa y
dejamos que el deseo nos embarcara en el velero de un apasionado y furtivo
encuentro.
Tarde primaveral de soleada luz. Idílico
marco para sellar nuestro amor. Olor a salitre, cuerpos templados, pieles
sensibles.
¿Nos damos un baño?
Después de un intenso día, sólo
encuentro refugio bajo el agua de la ducha. Un tesoro pagaría por sentir tus
manos enjabonando mi cuerpo. Oigo ruido. ¿Acaso eres tú? ¿Vienes?
El aroma del café despertó nuestro
deseo. Apareció el calor en nuestros cuerpos. La pasión nos desbordó. ¿Otra
tacita?
¿Hasta dónde me vas a llevar? Hasta que tu placer me suplique
clemencia.
Momento de íntimas confesiones al abrigo del aroma de un café.
¿Nos confesamos deseos inconfesables?
Nunca se
me dio bien hacer pereza, en ningún sitio, en la cama tampoco salvo, como
ustedes comprenderán, que tenga aviesos motivos para mantenerme en el lecho por
la compañía de alguna cándida criatura que ha confiado su suerte en mí o, mejor
dicho, que se entregó, más en cuerpo que en alma, a mi presunto saber hacer en
las artes del amor.
Hoy,
como últimamente viene siendo costumbre para mi desdicha, tampoco fue el caso, así que desperté, eso sí, descansado y pletórico, y con unas ganas inusitadas
por saborear una taza de buen café.
Hay
mañanas en las que despierto, aunque perezoso, cargado de energía. Un café y en
marcha. Vamos a quemar el día.
¿Te
preparo una taza?
Salimos
de viaje después de comer, aprovechando el puente festivo, y conduje hasta ese
hotel rural, en un pequeño pueblo de la sierra de Madrid, dónde íbamos a
desconectar durante esos cuatro días. El viaje no fue largo, pero estábamos un
poco cansados, así que nos acomodamos y dimos un paseo por el monte, charlando
no muy animadamente, y con algún silencio incómodo. Cenamos en el mismo hotel y
nos retiramos a descansar.
Despertó
poseída cuando los primeros rayos de sol se colaron, entre las rendijas del
store, dentro del dormitorio. Yo estaba en un sueño profundo, ajeno a lo que
sucedía. La noche anterior discutimos, como todas las parejas, a veces, por
nimiedades sin importancia, y nos acostamos con el orgullo herido. Nos dormimos
dándonos la espalda, algo inusual entre nosotros, que teníamos la sana
costumbre de desearnos unas buenas noches muy placenteramente hablando, en el
sentido más sexual de la expresión.
Y quizá
fue eso lo que la llevó a ese satánico estado cuando se pronunció el alba.
Momento mágico cuando despunta el día, como lo es el ocaso, cuando el sol se
retira. Quizá la ausencia del éxtasis del amor de la noche anterior, droga
adictiva y poderosa, le provocó esa reacción, inquietante y excitante, casi
alarmante, haciendo que se revolviera sobre sí misma, buscando con ansia mi cuerpo,
en pleno síndrome de abstinencia como una auténtica yonqui del placer.
No era
necesario, pero no pidió permiso, a pesar de que siempre nos habíamos
dispensado un respetuoso trato, sin obviar la confianza y complicidad que entre
los dos había, y de repente desperté prisionero bajo su cuerpo, sentado a
horcajadas sobre el mío.
Sin
entender lo que ocurría, al abrir los ojos lo primero que vi fueron sus pechos
bamboleándose a escasos centímetros de mi boca y todavía confundido, empecé a
ser consciente de que me estaba cabalgando con un alegre brío.
Mi mente
enmarañada no comprendía cómo había despertado mi cuerpo sin despertar mi alma,
cómo me había absorbido por su vientre sin desplegar mis ojos, cómo me montaba
sin perturbar mi calma.
Y en ese
estado mis sentidos se animaron, y mis labios buscaron sus senos, que con
delicadeza alcanzaron, mientras mis manos se desplazaron hacia sus redondos
glúteos que, en su vaivén ardiente, aplastaban con fuerza mis testículos,
proporcionándome un, ahora sí plenamente consciente, insuperable placer.
Nos
miramos y no dijimos nada, pues el lujurioso brillo de nuestros ojos lo dijo
todo. No sabía cuánto tiempo llevaba sobre mí, pero comenzaba a sentir como
había empezado a destilar su elixir, que me mojaba y excitaba.
La luz era
cada vez más intensa al igual que cada vez más fuerte se movía. Comencé a mover
mi cintura que, acompasada con sus caderas, convirtió sus saltos en un rítmico
galope, que propiciaba aupándola con mis manos en sus nalgas.
Y
aparecieron los gemidos cuando, teniéndome totalmente preso en su interior,
frotó con fuerza su pelvis contra mi pubis, arrastrándose sobre mi cuerpo de
atrás hacia delante, una y otra vez, sin dejarme salir de su interior,
propiciándome un endiablado masaje dentro de su cuerpo.
Mi lengua
enloqueció al contacto con sus erguidos pezones, arrancándole pequeños jadeos
al sentirlos succionados por mis labios, provocando que sus caderas se agitaran
sin cordura, que mi sexo se enervara sin mesura y que su sexo estallara de
placer en cadenciosas contracciones y cálidas oleadas de un goce supremo, que
empaparon mi entrepierna, sin poder contener la erupción de mi falo que comenzó
a expulsar la lava ardiente que acumulaba en mi interior.
Yacimos
sudorosos, en esa misma posición, hasta recuperar el aliento, con el sol
impertinente iluminando plenamente la habitación del hotel.
Buenos
días, cariño, me susurró al oído, mostrándome la mejor de sus sonrisas. Era
evidente que había recuperado la cordura. Le había inoculado el antídoto al
veneno del placer.
¿Desayunamos?
Dame placer, me dijiste. Y en cuanto
posé mis labios entre tus muslos, comenzaste a impregnarme de tu sabroso
néctar.
Que qué sabía hacer, me preguntaste tras la siesta. Y sentándote
sobre la encimera de la cocina te di un primer avance.
Habíamos estado toda la mañana
andando por el monte. A los dos nos gustaba estar en contacto con la
naturaleza. Yo observándolo todo, tú fotografiándolo. Fue divertido, aunque
terminamos un poco cansados.
Ya en el hotel, nos duchamos,
cambiamos y bajamos al comedor. Tras una corta sobremesa, con ese licor con
hielo tan digestivo como invitado, subimos a la habitación. Nos desnudamos y
tumbamos sobre la cama. Pero el cansancio no apagó el fuego de nuestro deseo y
la más sutil de tus caricias hicieron que mi masculinidad te saludara
cortésmente. Agradeciste la rigidez de mi saludo y me lo devolviste con uno
cálido y húmedo que, emergiendo de tu entrepierna, me invitaba a visitarte.
Lo hice complaciente y me afané en
templar tu cuerpo con el mío sobre el tuyo yaciente. Más tu deseo se impuso y
con tesón bajo tu cuerpo me giraste, haciéndome prisionero entre tus muslos que
con fuerza dominaban la sinrazón de mi cintura.
Y sobre mi cabalgabas mientras tus
senos se mecían, mientras mi boca los buscaba, mientras tus nalgas con brío,
cuando caían, mis atributos aplastaban.
Y gimiendo, y con fuerza saltaste
cuando con mis manos sobre tus cachetes te aupaba. Y sentí tu calor, y tu
humedad, y tus rítmicas contracciones sobre mi miembro, prisionero en lo más
profundo de tu placentero oasis.
Y jadeaste salvaje cuando sentiste tu
interior regado por mi acumulado néctar que en tu tesoro descargaba, al compás
de mis gruñidos, gemidos, alaridos de placer indomable.
Complacidos yacimos, uno junto al
otro, recuperando el aliento, relajando lo incansable.
Y sabiéndome dormido aprovechaste tu
afición para inmortalizar mi cuerpo.
Me amaste, me exprimiste, me
agostaste.
Te complací, me dormí, posé para ti.
Despiértame como tú sabes.
Somnoliento, al amanecer, por la
entregada noche, sentí unos golpecitos en lo más sensible de mi intimidad. La
luz se colaba entre las rendijas de la persiana, pero disfrutaba de esa
tranquilidad. En ese duermevela fui consciente de la reacción de mi cuerpo,
pero ¿Y los golpes? No sabía si lo sentía o si lo soñaba, hasta que fui
consciente de lo que realmente ocurría. Debiste quedarte con ganas de más. No
articulamos palabra pues nuestros ojos lo dijeron todo. Los cuerpos despertaron
hambrientos. Dejaremos el café para más tarde ¿Puedes esperar?
En días de inmensa pereza, el
recuerdo de tu ausencia basta para retenerme en la cama.
A mi mente vienen amaneceres cómplices en los que faltaba el aire cuando nuestros labios se encontraban, nuestros cuerpos se entrelazaban, nuestros sexos se fundían.
¿Vienes?
Y frente a ti te pregunté ¿Qué
deseas? Placer, contestaste sin dudar, mientras alargabas tu mano y, con
descaro, me apretabas la entrepierna. Y de esta manera tonta, terminamos
revolcados por el suelo del salón. Descansamos cuando nuestros sexos quedaron
exhaustos. ¿Repetiremos? Sin dudarlo. Ahora disfrutemos de un baño.
Hay nudos imposibles con un placentero desenlace.
Y cuando el sol despertó, nuestros cuerpos se encontraron.
La ténue luz del alba se colaba entre las cortinas reflejando bellas sombras sobre nuestros cuerpos desnudos. Todavía dormías, como un áng...